domingo, 26 de julio de 2020


Creer bien y enmudecer no es posible







El próximo 28 de julio se conmemora el martirio de Pedro Poveda (1874-1936), sacerdote español, asesinado en la guerra civil y canonizado en 2003, como “mártir de la fe”. Su vida fue un testimonio de compromiso con muchas realidades. 

En primer lugar, con los más pobres. Siendo seminarista en Guadix, se dedicó a buscar condiciones dignas de vida para los “cueveros” – como se les llamaba a los más desfavorecidos- porque literalmente vivían en cuevas. Pero toda acción con los últimos de la sociedad despierta sospechas y recelos de los poderosos y Poveda tuvo que salir a otro destino – Covadonga- para aplacar las persecuciones que su acción despertó. Sin embargo, lo que hizo en aquellos años aún hoy se recuerda en esas tierras y muchos de los testimonios confirman que Poveda trató a los cueveros como “personas” porque veló por sus necesidades más básicas: comida, vestido, educación. Él sabía muy bien que la fe se encarna en la vida concreta de las gentes y no se puede anunciar a Jesús si no se garantizan sus derechos fundamentales. 

En segundo lugar, su aporte a la educación fue muy significativo. En su tiempo se vivía el conflicto entre la educación cristiana y la educación laica -esta última acogiendo los avances pedagógicos del momento-. Poveda supo integrar la fe con la ciencia y no temió los avances que se proponían. Por el contrario, quiso apoyarlos desde el horizonte de la fe y así abrió caminos para una educación al ritmo de los desarrollos científicos. No se quedó en la actitud de defensa que tanto daño ha hecho a la iglesia, haciéndola llegar tarde a los cambios a los que el tiempo les da la razón y resultan absolutamente legítimos. Además, cuando cerraban escuelas católicas y solo quedaba la educación pública, Poveda supo ver esa circunstancia como una oportunidad, impulsando a las maestras católicas a que trabajaran en las escuelas públicas y allí, fueran “crucifijos vivientes”. Es decir, si no dejaban poner crucifijos en las paredes por la persecución religiosa que se vivía en ese momento, no había que quedarse lamentándose sino ser ese Cristo vivo que sigue trabajando en las condiciones posibles. Para él eso era “tener la mente y el corazón en el momento presente”. 

En tercer lugar, creyó en las mujeres. Apoyó incondicionalmente su preparación académica y supo cambiar la historia de subordinación y segundo lugar que vivían, confiando a ellas la realización de sus proyectos y cediéndoles todo el protagonismo que ellas merecían. En la fundación de su obra “La Institución Teresiana” -asociación laical de fieles-, se hizo evidente ese reconocimiento del papel que juegan las mujeres en la historia y, además, concretó su convicción de que las mediación educativas y socioculturales son indispensables para la transformación social. 

La fe hecha “vida” en Poveda respondía a la centralidad que el misterio de la encarnación tenía para Él. Así lo expresaba: “la encarnación bien entendida, la persona de Cristo, su naturaleza y su vida, dan para quien lo entiende la norma segura para llegar a ser santo, con la santidad verdadera, siendo al mismo tiempo, humano, con el humanismo verdad”. Para Poveda no hay superposición de órdenes: lo natural y lo sobrenatural, sino una única realidad, “lo humano” donde ser como Cristo es la manera de vivir la fe que se profesa.

Una de sus convicciones que expresa esa actitud tan necesaria para vivir la fe, se podría condensar en otras de sus palabras: “Creí, por eso hablé”. Poveda las explica diciendo que “creer bien y enmudecer no es posible, es decir, mi creencia, mi fe no es vacilante, es firme, inquebrantable, y por eso hablo (…) los que pretenden armonizar el silencio reprobable con la fe sincera, pretenden un imposible. Los verdaderos creyentes hablan para confesar la verdad que profesan; cuando deben, como deben, ante quienes deben y para decir lo que deben”. 

Si atendemos a sus palabras, no extraña que haya sido mártir. Más aún, Él dice que “hay quienes pretextando una prudencia mal entendida -la prudencia de la carne, que en expresión de San Pablo es muerte, contraria a la del espíritu que es vida y paz, según el mismo apóstol, omiten la confesión de sus creencias (…) callan cuando deben hablar. Más hemos de tener en cuenta que tal silencio es inexcusable ante Dios, aunque sea de gran aceptación entre los hombres”. Es decir, la dimensión profética es inherente al ser cristiano y Poveda supo encarnarla, por supuesto, respondiendo a las condiciones de su tiempo y a la manera de confesar la fe y expresar sus convicciones en su época. Pero, como muchos reconocen, fue “un adelantado a su tiempo”. No temió a los “tiempos difíciles” sino que supo levantar su palabra y llevar a cabo obras de manera creativa y audaz. 

Pidamos a Poveda, al recordar su martirio, que nos regale la fortaleza para “no enmudecer” ante todo aquello que no responde al querer de Dios sobre sus hijos e hijas y a entender bien las circunstancias sociales, políticas, económicas, culturales y religiosas que vivimos hoy para ponernos del lado correcto: del lado de la vida -comenzando por los más pobres-, de la mirada lúcida, de la palabra profética, de la creatividad, de la esperanza.

martes, 21 de julio de 2020


María Magdalena y el protagonismo de las mujeres




El año pasado comentando en clase que el Papa Francisco en 2016 había elevado la memoria de María Magdalena a la solemnidad de “Fiesta” porque ella fue Apóstola (así la llamó Santo Tomás) igual que los demás apóstoles; una estudiante, muy emocionada por conocer la verdadera historia de María Magdalena, dijo que lo iba a contar en su comunidad para que al otro día celebraran esa fiesta con la solemnidad que merecía. A la siguiente clase le pregunté cómo le había ido con la celebración y me dijo, con gran pesar, que en su comunidad no habían estado de acuerdo porque, a fin de cuentas, ella había sido una pecadora arrepentida y no podía estar a la altura de los apóstoles. De nada sirvió que la religiosa les explicará la comprensión actual sobre su figura; fue más fuerte la tradición recibida y sus hermanas religiosas no estaban dispuestas a cambiarla. 

Y no es de extrañar porque durante siglos se invisibilizó su papel y su protagonismo en el cristianismo de los orígenes y se divulgó una imagen que no tenía nada que ver con la realidad. Se le confundió con la pecadora pública que entró a casa de Simón y ungió los pies de Jesús y con María la hermana de Marta y Lázaro. El arte cristiano, la liturgia y la predicación se han encargado de mantener esa imagen de María Magdalena y han dejado en la sombra el hecho de haber sido la primera testiga de la resurrección y a quien primero se le confió anunciar esa Buena Noticia. Es decir, fue ella la primera evangelizadora y la que anunció a los otros apóstoles que Jesús había resucitado. 

Mons. Roche, secretario de la Congregación para el culto divino, explicando el sentido del decreto cuando fue publicado en 2016, dijo que la iglesia estaba llamada a reflexionar profundamente sobre la dignidad de la mujer y por eso consideraba que el ejemplo de Santa María Magdalena debía ser presentado a los fieles de un modo más adecuado. Más aún, que era justo que la celebración litúrgica tuviera el mismo grado de festividad que se daba a la celebración de los apóstoles en el calendario romano general y que se resaltara la misión especial de María Magdalena, como ejemplo y modelo para todas las mujeres de la Iglesia.

En verdad, es urgente que se presente a los fieles no solo “de un modo más adecuado” sino de la manera como siempre debió ser -y que lo confirman los datos de la hermenéutica feminista-, el papel de las mujeres en el cristianismo primitivo y, por ende, el lugar que hoy deberían ocupar en la iglesia. Más aún, es cuestión de justicia, como lo dijo el arzobispo, porque no es un capricho, un intento de introducir en la iglesia los avances sociales respecto a los derechos de las mujeres, sino una característica esencial del movimiento de Jesús: la inclusión de mujeres y varones en condiciones de igualdad.

Los estudios actuales han avanzado mucho en comprender cómo se fue quitando el protagonismo a las mujeres -bien por acomodarse a la sociedad de entonces y evitar problemas, bien por cuestiones de poder que siempre han estado presentes-, pero la dificultad es que los resultados de esos estudios entren en la conciencia cristiana y se renueve nuestra manera de ser iglesia. Los clérigos podrían estar mucho más actualizados porque la bibliografía es abundante y eso ayudaría a que el laicado recibiera una predicación más viva, más profética, más empeñada en recuperar los orígenes cristianos para sacudir el lastre del tiempo y mantener la vitalidad de los orígenes. También el laicado -que ahora ya tiene más acceso a estudios teológicos- podría apropiarse más de esta riqueza que aporta la teología actual, frente a tantas realidades eclesiales y así promover los cambios que se precisan. Pero siempre hay que preguntarse qué teología se enseña porque abundan los centros de estudios teológicos o catequísticos que parece no han sido permeados por el Vaticano II y solo eso explica que todavía tanto pueblo de Dios -clérigos y laicos- se escandalicen por los comentarios que se hacen y que ya son patrimonio de la teología actual. 

Esperemos que este 22 de julio, la solemnidad de María Magdalena sea ocasión para afirmar y reconocer su participación y protagonismo en el movimiento de Jesús. Ella que acompañó a Jesús “desde Galilea hasta Jerusalén” (Mc 15, 40-41) y fue apóstol igual que los apóstoles, nos convoque a todo el laicado pero, principalmente a las mujeres, a un apostolado activo y a una palabra “pública”, sin miedo a que nuestra palabra sea vista con recelo, como fue la de ella y la de las otras mujeres que la acompañaban (Juana y María la de Santiago) cuando anunciaron a los apóstoles y a todos los demás que Jesús había resucitado. Según dice el evangelista, a los que las escuchaban “todas esas palabras les parecían como desatinos y no les creían” (Lc 24,11).

Seguir mirando a la iglesia de los orígenes para estar más a tono con ella, es prueba de fidelidad al querer de Jesús y de docilidad al Espíritu que no deja de “soplar donde quiere y como quiere” (Jn 3,8) para que a la iglesia entren esos aires nuevos que tanto se necesitan para que mantenga su significatividad en estos tiempos que vivimos.






martes, 14 de julio de 2020


¿Es posible ser neutral?

                  



Frente a la situación colombiana -como frente a toda situación- se hacen diferentes lecturas de la realidad, dependiendo del lado del que se esté o del ambiente en qué se viva o de las consecuencias positivas o negativas que se reciban directamente o de la capacidad crítica que se tenga para ir a las causas de las situaciones y discernir lo mejor posible sobre ella. Pero en todas las posturas anteriores no hay neutralidad. Hay una postura determinada. 

Por eso es comprensible que en situaciones como la vivida la semana pasada por el arzobispo de Cali, Mons. Darío Monsalve, se tome una postura concreta. Es lo que el arzobispo hizo al afirmar que este gobierno está favoreciendo una “venganza genocida” contra el proceso de paz. Estas palabras están cargadas de verdad como lo expresaron las muchas voces que lo respaldaron, voces que merecen todo el respeto porque, en su mayoría, son las víctimas directas del conflicto y las que están acompañando estos procesos y sufren en carne propia las dificultades que ha puesto el actual gobierno. Además, son los que sienten cercanamente las dolorosas cifras que se pueden reportar desde la firma del Acuerdo de Paz: 460 líderes sociales y defensores de Derechos Humanos, 216 excombatientes y firmantes del Acuerdo de Paz, 167 líderes indígenas, asesinados durante este gobierno. 

Conocemos también la rápida postura del nuncio, Luis Mariano Montemayor, precisando que dicha calificación de la gestión gubernamental no la compartía la Santa Sede y que el término “genocidio” tenía un significado preciso en el Derecho Internacional y no debía ser usado a la ligera. También la Conferencia Episcopal Colombiana expresó que las palabras del arzobispo eran a título personal, no de la Conferencia. Es decir, las dos instancias eclesiales también tomaron postura. No fueron neutrales. Se pusieron del lado del gobierno.

Por supuesto, como dije al inicio, siempre respondemos a nuestras propias visiones de la realidad y es legítimo. Pero, por lo menos, algo es claro: es imposible ser neutral. Sin embargo, a muchos clérigos y cristianos les parece que ser neutral es aliarse con el “poder establecido”. Así lo expresaron en numerosos comentarios en las redes sociales, rechazando los pronunciamientos del arzobispo y apoyando los de las otras instancias eclesiales, abogando que la iglesia tenía que ser neutral y no podría hacer declaraciones como las del arzobispo. Una vez más afirmo: eso no es ser neutral. Es ponerse de un lado concreto porque, en realidad, nunca se es neutral, siempre se está de algún lado y, lo mejor que podemos hacer, es discernir bien, de que lado queremos estar. 

Y en mi discernimiento, yo apoyo al arzobispo y tengo varias razones para hacerlo. Creo que este gobierno desde antes de ganar las elecciones ya mostró su recelo y su deseo de “modificar” los Acuerdos de Paz. Y muchos de sus proyectos han ido por ahí. Las voces populares que le dieron respaldo al arzobispo para mi son voces muy importantes porque son las que están jugándose la vida en esa realidad. Ellas son el sentir del “pueblo de Dios” a quien hay que escuchar, en primera instancia, no porque sean creyentes -ni sé que tanto lo son- sino porque están empeñados en reconstruir el país desde abajo, desde las víctimas, desde los pobres.

Sobre el término genocidio es verdad que en la Convención internacional de las Naciones unidas (9 de diciembre 1945) se entiende por genocidio “el asesinato de los miembros de un grupo”, y esto se repite en el Estatuto de Roma (1998), pero no es menos cierto que – como sucede en la academia – el término se ha seguido pensando, debatiendo, y aplicando a diferentes momentos históricos de la humanidad, y – lamentablemente – negado en otros, según el “color político” del que lo pronuncia (¿cuántos todavía hoy continúan negando el genocidio Armenio? el gobierno colombiano, por ejemplo, aún no lo ha reconocido). Numerosos sociólogos, juristas y religiosos de diferentes partes del mundo han visto razonable y justo ampliar el sentido del término en nuestros días, y se ha aplicado, por ejemplo, a las dictaduras cívico-militares (algunas veces, con bendición eclesiástica) de América Latina, o al neoliberalismo. Por lo tanto, es complejo afirmar que el término no se puede usar.

Pero sobre todo lo que me anima a tener esta visión sobre la realidad del país es el Jesús en el que creo. En su vida histórica, Jesús no fue neutral (porque no se puede serlo) y explícitamente se puso siempre del lado de los últimos de su tiempo. Su predicación denunciaba lo que el “orden religioso establecido” producía en las personas y sus milagros alteraban ese orden. Curó en sábado, no solo para devolverle la salud al enfermo sino para decirle con hechos, a los guardianes de la ley, que el ser humano está por encima de la ley. Su predicación le hizo ganarse la cruz y, bien sabemos que, la resurrección de Jesús fue el “Sí “de Dios a la vida de Jesús con las opciones que tomó.
Sin duda hay que reconocer los aspectos positivos de cualquier orden establecido, pero si algo ha de darnos el seguimiento del crucificado es la palabra profética que mira el mundo desde las víctimas y denuncia todo lo que les afecta, sin temor a perder privilegios. La libertad evangélica es difícil pero posible y, en este caso, Mons. Monsalve ha sido capaz de vivirla.

miércoles, 8 de julio de 2020


¿Y si aprendiéramos más de la vida contemplativa?



Una amiga me comentó que, como fruto de la cuarentena, había descubierto que no habría servido para la vida religiosa de clausura. Ella sentía que necesitaba salir, estar en la calle, sentir ruido, escuchar voces, ver gente, etc. Tal vez muchas personas han sentido esto mismo sin relacionarlo explícitamente con la vida contemplativa pero el comentario me hizo pensar en el valor y sentido de tal opción. 

No puedo hablar con propiedad sobre esa vocación específica porque quienes la viven son los que pueden aportar lo mejor de esa experiencia. Pero desde la pregunta ¿qué sentido puede tener ese estilo de vida o qué aporta a la sociedad y a la iglesia? algo me atrevo a comentar. 

La vida contemplativa, para los creyentes, es signo de lo “absoluto” de Dios. Sólo Él es lo definitivo porque todo lo demás pasa, muere, termina, acaba. Por eso, la vida contemplativa nos habla de ese mirar a lo esencial, de lo que permanece cuando todo lo demás se va. De alguna manera hace eco de la primera carta de Pablo a los Corintios: “Desaparecerán las profecías. Cesarán las lenguas. Desaparecerá la ciencia. Porque parcial es nuestra ciencia y parcial nuestra profecía. Pero el amor no acaba nunca” (1 Cor 13,8-9). De aquí surge una pregunta fundamental para la vida cristiana: ¿qué es lo esencial de mi ser, de mi fe, de mi vida? ¿Qué amor es el que le da sentido y valor a mi existencia? ¿Qué tanto amor ven los demás en mí? ¿Dirían que soy una persona que da amor, reparte amor, es amor? 

La vida contemplativa también nos habla de la oración o de esa capacidad de entrar en el Castillo interior que tiene muchas moradas -como diría Santa Teresa- y llegar al centro donde está Dios: “en el centro y mitad de todas éstas (las moradas), tiene la más principal, que es a donde pasan las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma” (Moradas, 1,3). ¿Qué vida de oración acompaña mi experiencia de fe? 

Teresa dice que orar no es hablar mucho sino amar mucho. Una vez más esa definición de oración, me recuerda ese afán de abrir los templos, tal vez para “hablar mucho” pero no sé sí para “amar mucho”. Ahora bien, ese amor se expresa en gestos, actitudes y, por supuesto, en palabras. Pero no las de la repetición inconsciente. Las palabras a las que se refiere la santa son las que establecen diálogo “porque la que no advierte con quién habla y lo que pide y quién es quién pide y a quién, no la llamo yo oración, aunque mucho menee los labios” (Moradas 1, 7). 

La oración es tan importante en la vida de fe que se valoran muchos los tiempos dedicados a los retiros espirituales. Hay personas que con gran emoción hablan de haber hecho “un mes de ejercicios espirituales”. Otros se alegran por la semana, el día, la mañana de oración. Lo que es cierto es que esas experiencias pueden hacer mucho bien a las personas (hay que advertir que hay retiros de muchos tipos y conviene discernir qué tipo de espiritualidad ofrecen. Lamentablemente, algunos solo explotan la afectividad de las personas para coaccionarlas a su pertenencia al grupo; otros alejan de la realidad. Pero aquellos que facilitan el encuentro con Dios, son mediación valiosa para alimentar la espiritualidad). Nadie nos impide hacer de esta cuarentena un tiempo fecundo de silencio, de interioridad, de reflexión, de encuentro con el Dios que nos ama. Tal vez no hace falta buscar los espacios de retiros sino acoger los que la vida nos regala.

La vida contemplativa nos habla de silencio y soledad. Pero no de un silencio mudo ni de una soledad solitaria. Sino del silencio fecundo que crea experiencias profundas porque se “meditan en el corazón” (Lc 2, 19) y una soledad acompañada por esa presencia que le hace exclamar al salmista: ¿Adónde iré lejos de tu espíritu, adónde podré huir de tu presencia?  Si subo hasta el cielo, allí estás tú, si me acuesto en el Seol, allí estás. Si me remonto con las alas de la aurora, si me instalo en los confines del mar, también allí tu mano me conduce, también allí me alcanza tu diestra (Sal 139, 7-10).

La vida contemplativa nos habla de trabajo sencillo en el que la persona puede volcar su propio ser. No del trabajo que desgasta y solo busca producir para tener más. La cuarentena ha develado el trabajo injusto y que roba la dignidad de las personas porque no tiene condiciones adecuadas y mucho menos un salario justo. A la luz de ese trabajo callado que hacen las/os contemplativas/os, se puede comprender la urgencia de recuperar una vida para trabajar y no un trabajar para “sobrevivir”.
La vida contemplativa nos habla de la libertad del consumismo, de la agitación de todos los días, del tumulto de las grandes ciudades, del sofoco del transporte masivo, de todo aquello que se ha vuelto modo de vida pero que podría ser distinto. ¿No podemos vivir sin centros comerciales para ver vitrinas, sin espectáculos masivos para desahogar, muchas veces, la insatisfacción personal y social?

En fin, hoy poca gente se entera de que hay conventos de clausura, porque hay menos o porque no son tan relevantes en las grandes ciudades o porque todo nos impulsa a mirar para afuera y no para dentro. Pero ellos están ahí, siguen dando testimonio de lo fundamental y una cuarentena como esta, nos puede invitar a mirarlos de nuevo y aprender de ellos lo único absoluto: Dios mismo que nos da la vida y la sostiene en todas las situaciones -incluida esta cuarentena- si dejamos que sea Él quien de sentido a este momento presente, sin angustias, sin miedos, sin temores, porque la fe nos fortalece, como lo expresa Pablo en la Carta a los Romanos: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?, (…) Pero en todo esto salimos más que vencedores gracias a aquel que nos amó.  Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro". (Rom 8, 35-38).

miércoles, 1 de julio de 2020


La eucaristía y el cuerpo de las mujeres



 Mucho se ha hablado de la eucaristía en este tiempo de pandemia. No se ha podido celebrar sacramentalmente, pero ha sido tiempo propicio para recordar que la liturgia es expresión de la vida, por tanto, aunque no podamos celebrarla sacramentalmente -nada ni nadie- nos ha podido privar de celebrarla existencialmente.  Pero cuando hablamos de la vida, es preciso preguntarnos cuáles son los signos de los tiempos que hoy nos interpelan. Hay muchos desafíos, pero hoy queremos fijarnos en una de las realidades que han salido a la luz en este tiempo difícil: la violencia que se ejerce contra el cuerpo de las mujeres. En este sentido tenemos noticias muy tristes en la realidad colombiana.

El 21 de junio en la zona rural de Risaralda, siete soldados violaron a una niña embera chami de 13 años. Ante el estupor por este hecho, se supo también que, en septiembre de 2019, otra niña de 15 años de la etnia nukak maku había sido secuestrada y víctima de abuso sexual, por parte también de ocho miembros del ejército en Guaviare. Y, en la actualidad, hay 118 investigaciones abiertas contra militares por abuso sexual de menores desde 2016, a la fecha. Con estos datos no queremos estigmatizar al ejército, pero si, hacer caer en cuenta, cómo la violencia sexual contra las niñas es una práctica muy habitual, entre varones que ostentan poder pero que formados en una sociedad patriarcal no dudan en cometer esos delitos y, al hacerlo en grupo, muestran la concepción que tienen del sexo y del cuerpo de las mujeres. Y estas no son las únicas violencias. En este tiempo de pandemia ha salido a la luz, una vez más, -en todos los países- la violencia doméstica que sufren tantas mujeres y más aún el feminicidio -asesinar a las mujeres por el hecho de ser mujeres-, con cifras tan alarmantes como 99 mujeres asesinadas violentamente en Colombia durante estos meses. El cuerpo de las mujeres es un cuerpo que ha sido históricamente violentado, ultrajado, golpeado, explotado, violado, asesinado. Lamentablemente las religiones no han contribuido demasiado a cambiar esa visión sobre la mujer. El cuerpo de las mujeres se ha visto con recelo y, en muchos casos, como fuente de pecado.
Los movimientos feministas a nivel social y las teologías feministas al interior de las iglesias, vienen trabajando desde hace décadas por cambiar esta realidad, exigiendo y alcanzando los derechos civiles, sociales, económicos, culturales, religiosos que pertenecen a las mujeres por su propia dignidad, pero que se les han negado por siglos y, aún hoy, se tienen que seguir luchando -si no es en la legislación- si en las prácticas, imaginarios, estereotipos que se manejan en muchos ambientes.

Este cuerpo de las mujeres, ultrajado hasta el día de hoy, no es ajeno al cuerpo de Cristo del que nos habla San Pablo (1 Cor 12, Rom 12). Ese cuerpo con diversos miembros, cada uno aportando su propia riqueza, ha de vivir esa unidad real que supone que “si un miembro sufre, todos los demás sufren con él”. Por eso, la realidad de las mujeres no puede ser ajena a la comunidad cristiana. Ha de estar en su corazón y no se puede descansar hasta transformarla. 

Ahora bien, en la Eucaristía recibimos el cuerpo de Cristo. Pero no el cuerpo abstracto de Jesús. Recibimos su cuerpo real y en ese cuerpo hay muchos miembros que sufren. ¿Somos conscientes de ello? ¿Qué compromiso se desprende de esta realidad? No solo las mujeres son estos miembros que sufren -hay demasiados miembros padeciendo injusticia social, discriminación, etc.- pero en esta reflexión nos estamos deteniendo en la violencia contra las mujeres. ¿Hemos pensado, alguna vez, en nuestras múltiples eucaristías, en este cuerpo ultrajado y asesinado de las mujeres? 

En la eucaristía comulgamos para transformarnos en aquello que recibimos. Así lo expresaba San Agustín: Yo soy el alimento de las almas adultas; crece y me comerás. Pero no me transformarás en ti como asimilas los alimentos de la carne, sino que tú te transformarás en mí”. Eso supone que la realidad de los miembros que sufren en el cuerpo de Cristo ha de formar parte de nosotros mismos, exigiéndonos un compromiso efectivo y afectivo con su transformación. El cuerpo de Cristo ha de estar sano, libre, vivo, pleno. Y mientras todos los miembros no gocen de esas realidades, nuestra comunión ha de significar compromiso con esa transformación. ¿Son esos los frutos de nuestra comunión?

En la eucaristía nos unimos como pueblo de Dios, hacemos real la comunidad. Pero la comunidad no es estar juntos en el mismo lugar sino comprometernos porque en esa comunidad “nadie pase necesidad” (Hc 2. 42-47). ¿Cómo ha avanzado la justicia con las mujeres en la sociedad y en la iglesia? ¿podemos celebrar la eucaristía y no comprometernos con esa realidad? 

Todo lo anterior ya habla de este compromiso de vida que implica participar de la eucaristía. Pero mejor que el propio apóstol Pablo nos hable del modo de celebrarla: “Así pues, cualquiera que come del pan o bebe de la copa del Señor de manera indigna, comete un pecado contra el cuerpo y la sangre del Señor. Por tanto, cada uno debe examinar su propia conciencia antes de comer el pan y beber de la copa (…) Por eso muchos de ustedes están enfermos y débiles, y también algunos han muerto. (…) Así que, hermanos míos, cuando se reúnan para comer, espérense unos a otros. Y si alguno tiene hambre que coma en su propia casa, para que Dios no tenga que reprenderlos por esa clase de reuniones …” (1 Cor 11, 27-32). Podríamos preguntarnos ¿por qué tantas eucaristías sacramentales no nos han hecho mejores cristianos? ¿Por qué no nos comprometen más con la comunión de bienes -justicia social- y la dignidad de todos los miembros del cuerpo de Cristo? ¿No será este tiempo de pandemia, ocasión propicia para revisar nuestra praxis existencial para volver a la praxis sacramental a comulgar el cuerpo de Cristo y no nuestra propia condenación? Me parecen muy fuertes las palabras de Pablo, pero muy reales. Recibir el cuerpo de Cristo no nos deja indiferentes frente a ninguna realidad que desdiga del plan de Dios. Por lo tanto, no puede dejarnos indiferentes frente al cuerpo ultrajado y asesinado de tantas mujeres y exige nuestro compromiso por restaurarlo.