¿Y si aprendiéramos
más de la vida contemplativa?
Una amiga me comentó que, como fruto de la cuarentena, había
descubierto que no habría servido para la vida religiosa de clausura. Ella sentía
que necesitaba salir, estar en la calle, sentir ruido, escuchar voces, ver
gente, etc. Tal vez muchas personas han sentido esto mismo sin relacionarlo
explícitamente con la vida contemplativa pero el comentario me hizo pensar en
el valor y sentido de tal opción.
No puedo hablar con propiedad sobre esa vocación específica
porque quienes la viven son los que pueden aportar lo mejor de esa experiencia.
Pero desde la pregunta ¿qué sentido puede tener ese estilo de vida o qué aporta
a la sociedad y a la iglesia? algo me atrevo a comentar.
La vida contemplativa, para los creyentes, es signo de lo “absoluto”
de Dios. Sólo Él es lo definitivo porque todo lo demás pasa, muere, termina,
acaba. Por eso, la vida contemplativa nos habla de ese mirar a lo esencial, de lo
que permanece cuando todo lo demás se va. De alguna manera hace eco de la primera
carta de Pablo a los Corintios: “Desaparecerán las
profecías. Cesarán las lenguas. Desaparecerá la ciencia. Porque parcial es
nuestra ciencia y parcial nuestra profecía. Pero el amor no acaba nunca” (1 Cor
13,8-9). De aquí surge una pregunta fundamental para la vida cristiana: ¿qué es
lo esencial de mi ser, de mi fe, de mi vida? ¿Qué amor es el que le da sentido
y valor a mi existencia? ¿Qué tanto amor ven los demás en mí? ¿Dirían que soy
una persona que da amor, reparte amor, es amor?
La vida contemplativa también nos habla de la
oración o de esa capacidad de entrar en el Castillo interior que tiene muchas
moradas -como diría Santa Teresa- y llegar al centro donde está Dios: “en el
centro y mitad de todas éstas (las moradas), tiene la más principal, que es a donde
pasan las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma” (Moradas, 1,3). ¿Qué
vida de oración acompaña mi experiencia de fe?
Teresa dice que orar no es hablar mucho sino
amar mucho. Una vez más esa definición de oración, me recuerda ese afán de
abrir los templos, tal vez para “hablar mucho” pero no sé sí para “amar mucho”.
Ahora bien, ese amor se expresa en gestos, actitudes y, por supuesto, en
palabras. Pero no las de la repetición inconsciente. Las palabras a las que se
refiere la santa son las que establecen diálogo “porque la que no advierte con quién
habla y lo que pide y quién es quién pide y a quién, no la llamo yo oración, aunque
mucho menee los labios” (Moradas 1, 7).
La oración es tan importante en la vida de fe
que se valoran muchos los tiempos dedicados a los retiros espirituales. Hay
personas que con gran emoción hablan de haber hecho “un mes de ejercicios
espirituales”. Otros se alegran por la semana, el día, la mañana de oración. Lo
que es cierto es que esas experiencias pueden hacer mucho bien a las personas (hay
que advertir que hay retiros de muchos tipos y conviene discernir qué tipo de
espiritualidad ofrecen. Lamentablemente, algunos solo explotan la afectividad
de las personas para coaccionarlas a su pertenencia al grupo; otros alejan de
la realidad. Pero aquellos que facilitan el encuentro con Dios, son mediación
valiosa para alimentar la espiritualidad). Nadie nos impide hacer de esta
cuarentena un tiempo fecundo de silencio, de interioridad, de reflexión, de
encuentro con el Dios que nos ama. Tal vez no hace falta buscar los espacios de
retiros sino acoger los que la vida nos regala.
La vida contemplativa nos habla de silencio y
soledad. Pero no de un silencio mudo ni de una soledad solitaria. Sino del
silencio fecundo que crea experiencias profundas porque se “meditan en el
corazón” (Lc 2, 19) y una soledad acompañada por esa presencia que le hace exclamar
al salmista: ¿Adónde iré lejos de tu espíritu, adónde podré huir de tu
presencia? Si subo hasta el cielo, allí
estás tú, si me acuesto en el Seol, allí estás. Si me remonto con las alas de
la aurora, si me instalo en los confines del mar, también allí tu mano me
conduce, también allí me alcanza tu diestra (Sal 139, 7-10).
La vida contemplativa nos habla de trabajo
sencillo en el que la persona puede volcar su propio ser. No del trabajo que
desgasta y solo busca producir para tener más. La cuarentena ha develado el trabajo
injusto y que roba la dignidad de las personas porque no tiene condiciones
adecuadas y mucho menos un salario justo. A la luz de ese trabajo callado que
hacen las/os contemplativas/os, se puede comprender la urgencia de recuperar una
vida para trabajar y no un trabajar para “sobrevivir”.
La vida contemplativa nos habla de la libertad
del consumismo, de la agitación de todos los días, del tumulto de las grandes
ciudades, del sofoco del transporte masivo, de todo aquello que se ha vuelto
modo de vida pero que podría ser distinto. ¿No podemos vivir sin centros
comerciales para ver vitrinas, sin espectáculos masivos para desahogar, muchas
veces, la insatisfacción personal y social?
En fin, hoy poca gente se entera de que hay
conventos de clausura, porque hay menos o porque no son tan relevantes en las
grandes ciudades o porque todo nos impulsa a mirar para afuera y no para
dentro. Pero ellos están ahí, siguen dando testimonio de lo fundamental y una
cuarentena como esta, nos puede invitar a mirarlos de nuevo y aprender de ellos
lo único absoluto: Dios mismo que nos da la vida y la sostiene en todas las
situaciones -incluida esta cuarentena- si dejamos que sea Él quien de sentido a
este momento presente, sin angustias, sin miedos, sin temores, porque la fe nos
fortalece, como lo expresa Pablo en la Carta a los Romanos: “¿Quién nos
separará del amor de Cristo? ¿La tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?,
¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada?, (…) Pero en todo esto
salimos más que vencedores gracias a aquel que nos amó. Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la
vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las
potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá
separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro". (Rom 8,
35-38).
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