viernes, 30 de diciembre de 2022

 

¡Bienvenido 2023!

Olga Consuelo Vélez

Comenzar un nuevo año es una oportunidad de llenarse de esperanza, de crecer en expectativas, de propiciar cambios. Por supuesto que todo esto no viene mágicamente porque aumenta un número del calendario, pero psicológicamente, ayuda el ritmo del tiempo y acompañado por las celebraciones de fin de año, parece que esas actitudes se potencian. Por lo tanto, es cuestión de aprovechar el momento y, en verdad, abrirse a nuevas perspectivas.

En Colombia tenemos la esperanza de que el nuevo gobierno pueda seguir generando cambios. Mucha gente tiene temores y prejuicios porque la resistencia a los cambios supera la evidencia de los hechos. Pero, personalmente creo, que tenemos muchas posibilidades de dar pasos hacia una sociedad más justa y en paz. Esto último es una de las mayores urgencias para nuestra dolida tierra porque más de cincuenta años de conflicto interno, pide a gritos un horizonte de paz. Y en eso esta empeñado el nuevo gobierno y hay un gran respaldo de la Iglesia colombiana en ese proceso. Ojalá nuestra esperanza siga firme y con nuestro apoyo lo hagamos posible.

A nivel mundial las situaciones son tan diversas y complejas que también es necesario redoblar la esperanza para apoyar los cambios necesarios. Brasil comienza un nuevo gobierno, con resistencias parecidas a las que hay frente al actual gobierno colombiano, pero es necesario insistir en que mucho de lo que se acusa a gobiernos que se ocupan de lo social es más fruto de los poderes hegemónicos que instalan en el imaginario social bastantes mentiras y temores. Por supuesto, la complejidad de las situaciones permite críticas y descontentos, pero si no se intentan los cambios nunca podremos ver una nueva realidad.

A nivel personal cada uno sabe lo que podría hacer mejor, planear distinto, realizar en este nuevo año. No es fácil imaginarse cambios porque una cosa es celebrar por todo lo alto el fin de año y otra comenzar de nuevo las labores y hacerlo con renovado empeño. Casi siempre se hacen buenos propósitos y al llegar el día a día, rápidamente volvemos a lo mismo. Pero no hay que perder la esperanza. Es posible hacernos al menos un buen propósito: ser mejores personas. Amar más y servir mejor. Dejar de quedarnos en lo pequeño y relativo que tantas veces nos enreda y mirar el horizonte más amplio de que solo tenemos esta vida por delante, solo este momento para amar a los seres queridos, solo el presente para trabajar por hacer de nuestro mundo un mejor lugar. Agradecer la vida, cuidar del planeta, humanizar más nuestro mundo desde esa perspectiva cristiana que nos hace ver en toda persona, no a un desconocido y menos a un enemigo, sino a un hijo e hija de Dios. Como bien dice la primera carta de Juan “Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (4, 20).

Y a nivel de la institución eclesial, creo que se ha ido apagando el empuje dado por la propuesta del papa de una Iglesia sinodal y, aunque de alguna manera el proceso seguirá su marcha y se realizarán los encuentros previstos hasta llegar a la reunión de obispos en el 2024, se requiere de renovada esperanza para que nuestra iglesia se transforme desde adentro, ofreciendo un nuevo rostro más cercano al evangelio del reino. Hay muchos dolores que transformar como los escándalos de pederastia y de abuso de mujeres por parte de clérigos, o el clericalismo persistente que el papa Francisco ha criticado tanto y la urgencia de abrir las puertas de la Iglesia a la diversidad en tantos sentidos que ya constituye nuestro mundo y que la Iglesia se resiste a incluir efectivamente. Pero un nuevo año podría ayudarnos a soñar con esa iglesia de los orígenes y revivirla en nuestros espacios locales. Nadie nos impide soñar con una iglesia más inclusiva, más participativa, más servidora, más comprometida con la realidad. “La fe sin obras es muerta” (St 2,17) y una Iglesia que no traduce lo que predica en obras de justicia y amor, no puede ser atractiva para nadie.

Otras realidades podrían comentarse para iluminar este nuevo año que comenzamos. Pero lo importante es aprovechar este acontecimiento humano que compartimos con creyentes y no creyentes -de fin de año y comienzo de un año nuevo- para escuchar esa voz de ánimo y de nuevo comienzo que siempre nos regala nuestro Dios para no desfallecer en el camino. En el libro del Cantar de los Cantares donde la imagen nupcial expresa la relación de Dios con su pueblo, estas palabras que el amado dirige a la amada podrían inspirarnos este comienzo de año: “Levántate amada mía, hermosa mía y vente. Porque, mira, ha pasado ya el invierno y han cesado las lluvias y se han ido. Aparecen las flores en la tierra, el tiempo de las canciones es llegado, se oye el arrullo de la tórtola en nuestra tierra”. Sí, dejemos atrás los dolores vividos este año, los fracasos, las pérdidas, y potenciemos todas las experiencias positivas y, sobre todo, la posibilidad de seguir mirando el futuro con esperanza. Por parte de Dios, siempre hay la posibilidad de un nuevo comienzo, con el que él mismo se compromete desde el amor más íntimo y personal que toda persona pueda tener con él. ¡Bienvenido 2023! A vivirlo con fe, con esperanza y amor.

 

miércoles, 21 de diciembre de 2022

 

Navidad como experiencia de crecimiento y sinodalidad

Llegamos a la celebración de Navidad y podríamos señalar dos aspectos que este año nos acompañan. El primero, hemos regresado a la “normalidad” porque, aunque la covid no se ha ido del todo, se logró controlar el contagio masivo y, gracias a las vacunas, a quien le da, lo más común es que no tenga complicaciones y solo parezca un leve resfriado. Pero vale la pena preguntarnos lo que tanto dijimos en tiempos de covid: ¿qué nos enseñó esa experiencia vivida? ¿nos hizo mejores seres humanos? Tal vez las personas que perdieron seres queridos tienen la dura experiencia de su partida. A otras les pudo quedar la sensación de miedo al saber que puede llegar una situación desconocida capaz de cambiar nuestras rutinas de un momento para otro. Posiblemente otros valoran más los medios digitales, a través de los cuales pudieron mantener la comunicación con los demás y simplificaron muchos procesos que se creía solo podían hacerse de manera presencial. Pero es posible que muchos no hayan aprendido nada y continúen la vida, olvidando lo que ha sucedido y viviendo la inmediatez del presente.  Esta última sería lo peor que podríamos sacar de estos más de dos años de pandemia.

Ojalá que hubiéramos aprendido que en nuestro mundo las posibilidades de responder a situaciones difíciles están muy desiguales. Los países ricos acapararon las vacunas y los pobres tuvieron muchas dificultades para adquirirlas. Muchas personas hoy en día son más pobres porque perdieron sus trabajos. Muchos niños se retrasaron en sus estudios porque no tuvieron acceso a internet y porque el confinamiento hizo más difícil el proceso de aprendizaje. Otros quedaron con una salud más frágil. De todas maneras, también hubo cosas positivas. En muchos lugares aumentó la solidaridad y el apoyo mutuo. Se desarrolló la creatividad para afrontar la pandemia tanto a nivel de nuevos emprendimientos como de sacar el mayor provecho a lo que era posible. La resiliencia (término que significa la capacidad que se tiene de superar la adversidad) se manifestó de muchas maneras. Además, la covid nos invitó a mirar la creación y a darnos cuenta que sin un cuidado real hacia ella, cualquier virus puede surgir y los desastres naturales se producen. El cambio climático que estamos viviendo con tanta intensidad, es un grito fuerte de la creación, llamando a nuestra responsabilidad.

Pues bien, ante el niño del pesebre que celebramos en este mes navideño, vale la pena acercarnos con los aprendizajes y las inadvertencias de estos años que hemos vivido de pandemia. La pobreza que rodeó su nacimiento –“Y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el alojamiento” (Lc 2, 7)- nos sitúa en la incerteza, la fragilidad, la incertidumbre a la que estamos continuamente abocados porque nadie tiene la asegurado nada por siempre. Pero también el pesebre nos convoca a la alegría que experimentaron los pastores cuando se les anunció que “había nacido un salvador, que es el Cristo Señor” (Lc 2, 11). La alegría de que seguimos vivos y podemos trabajar por hacer de nuestro mundo un mejor mundo. Nuestro Dios se hizo ser humano para enseñarnos cómo vivir, cómo amar, cómo trabajar, cómo construir comunidad, cómo vivir la solidaridad, cómo ser hijos e hijas del mismo Dios Padre y Madre, por quien somos hermanos y hermanas de la misma familia de Dios.

Y, precisamente por todo lo anterior, Navidad es tiempo de fiesta, de reuniones, de alegría, de luces, de música, de esperanza. Pero no para que termine cuando se acaben las fiestas navideñas sino para que impulsen a comenzar un nuevo año con la fe fortalecida, la esperanza renovada y el amor más abundante. Tal vez sea posible si, como dije antes, llegamos al pesebre con una mayor conciencia de lo que hemos vivido y nos dejamos iluminar por el niño Jesús para sacar de lo vivido el mayor provecho.

El segundo aspecto al que me quiero referir es a la llamada a la sinodalidad que ha hecho el papa Francisco. Ya sabemos que sinodalidad quiere decir “caminar juntos” y esto, en concreto, es que todos los miembros de la Iglesia nos sintamos responsables y protagonistas de la misión evangelizadora de la Iglesia. En navidad, al menos en Colombia en que acostumbramos a rezar la novena en familia, podemos potenciar este espacio como experiencia de sinodalidad. Tal vez navidad es el único momento en que no esperamos a qué el sacerdote dirija la oración o marque los pasos de la celebración. Las novenas son organizadas por la familia. Son espacios en que todos participan, especialmente, los niños. Se reza con espontaneidad, se canta con alegría y se vive un bonito y sentido momento de fe y celebración. Eso es sinodalidad y navidad puede ser un tiempo para tomar conciencia de las experiencias de sinodalidad que vivimos y, a partir de estas, potenciar otro tipo de experiencias en los otros espacios de fe y celebración que tendremos a lo largo del año.

Vivamos entonces este tiempo de Navidad con la alegría que trae el Niño Jesús que nace, pero también con la profundidad que este tiempo requiere. Que nuestra vida se disponga a acoger a Jesús con lo que somos, traemos, sentimos, deseamos. Preguntémosle cómo ser mejores personas y cómo hacer de nuestro mundo un lugar mejor para vivir. Cómo crecer en justicia social para que no haya nadie que pase necesidad entre nosotros (Hc 2, 45) y como trabajar para empujar la Iglesia hacia una mayor sinodalidad, una mayor comunidad, una mayor igualdad de todos sus miembros. La sinodalidad no se conseguirá por la propuesta de Francisco sino por el compromiso de todos en irla haciendo realidad en las ocasiones en que es posible hacerlo.

 

sábado, 17 de diciembre de 2022

 

¿Y si aviváramos la esperanza?

Olga Consuelo Vélez

 

El tiempo litúrgico de Adviento se conoce como tiempo de esperanza. Y, como dice Pablo a los Romanos “la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (5, 5). En efecto, la esperanza cristiana no es una mera ilusión, una proyección, un deseo, un sueño, sino que es una persona -el mismo Jesús- quien, con su humanidad nos mostró que este mundo puede ser distinto y que todos nuestros esfuerzos pueden contribuir a la construcción de una realidad mejor. Más aún, Jesús nos dejó su mismo Espíritu para que continuemos su obra, sin desfallecer.

Sin embargo, en nuestro mundo son tantos y tan graves los problemas que nos agobian que, a veces pareciera, que la esperanza se ha ido. No logramos parar las guerras. No consolidamos sistemas políticos que garanticen la justicia social. No se consigue acabar la violencia contra las mujeres. No hay una conciencia ecológica que haga que se tomen medidas reales para frenar el cambio climático. No cambian las instituciones religiosas. Y así podríamos enumerar tantas otras realidades que nos duelen y las cuales no parecen vislumbrar un futuro distinto.

Pero, precisamente ante ese panorama de nuestro mundo, los cristianos estamos llamados a aportar lo que vivimos y celebramos. Mejor aún, como dice la primera Carta de Pedro, los cristianos hemos de estar “dispuestos a dar razón de nuestra esperanza a todo el que nos lo pida” (3,15). De ahí la pregunta que encabeza este escrito: ¿y si aviváramos la esperanza?

Tal vez si los cristianos aviváramos la esperanza sería más fácil que los conflictos se arreglaran con el diálogo y el encuentro. Lamentablemente, a veces los cristianos son los que menos creen en el diálogo y solo piden el castigo para los malos. No parece que esto tuviera que ver con el Niño del pesebre que desde el lugar de los últimos anuncia la paz para todos los pueblos (Lc 2, 14).

Tal vez si los cristianos aviváramos la esperanza sería más fácil trabajar por la justicia social. La injusticia es fruto del ansia de tener, de acaparar, de llenar los graneros -como lo dijo Jesús en la parábola narrada por Lucas- en la que el rico acumula y construye graneros más grandes, diciéndose a sí mismo que tiene muchos bienes en reserva y por eso puede descansar, comer y beber. Pero Dios le dice: “Necio, esta misma noche te pedirán el alma y las cosas que tienes ¿para quién serán? Así es el que tiene riquezas para sí y no se enriquece en orden a Dios” (12, 16-21). El Niño del pesebre aviva la esperanza de que la felicidad no está en el tener sino en el compartir. Por eso los pastores que llegan al pesebre pueden sentir “una inmensa alegría” (Lc 2, 10) porque sin tener nada, saben reconocer al Salvador del mundo. Lástima que, muchas veces, tantos cristianos no viven desde estos valores sino buscando más riquezas y más poder.

Tal vez si los cristianos aviváramos la esperanza sería más fácil hacer realidad la fraternidad y la sororidad donde todos pueden sentarse en la misma mesa. El Niño del pesebre no pudo nacer en el mesón porque no había lugar para ellos (Lc 2, 7). Pero desde el pesebre abrió las puertas a la verdadera hermandad, esa que se construye desde abajo, desde los últimos. La vida cristiana podría aportar esa sencillez de vida, esa capacidad de acoger a todos por lo que son y no por lo que poseen. Pero en tantas instancias eclesiales los títulos honoríficos siguen siendo los que marcan las distancias entre los hermanos e impiden la comunión de mesa a la que estamos llamados. O, con las palabras de hoy, solo desde la esperanza que brota del pesebre es posible una iglesia sinodal, donde todos caminan juntos porque “nadie se considera el primero entre ellos” (Jn 13, 14)

Tal vez si los cristianos aviváramos la esperanza sería más fácil cuidar de la casa común porque ella es parte integrante de la fe que profesamos. No somos seres aislados sino en comunión con Dios, con los demás y con la creación. El texto del Génesis nos permite ver cómo el autor sagrado relata la creación del mundo donde todo lo creado ha sido querido por Dios: “vio Dios que era bueno” (Gn 1, 31). Pero en esa creación y en comunión con ella se da el aliento de vida para el ser humano a quien le confía su cuidado. Lamentablemente se entendió el verbo “dominar la tierra” (Gn 1, 28) como explotarla irracionalmente. Y así, muchos creyentes no se disponen a reorientar el progreso para que el objetivo no sea producir más sino garantizar la sostenibilidad. El Niño del pesebre nos habla de esa capacidad de vivir en armonía con la creación y encontrar en ella la fuerza de un anuncio de vida.

En otras palabras, Adviento nos invita a avivar la esperanza, dando cuenta de ella con nuestras obras. Que esto se haga realidad en estas fiestas que ya estamos celebrando.

jueves, 8 de diciembre de 2022

 

Adviento: Tiempo de espera “esperanzada” para las mujeres

Olga Consuelo Vélez

Las lecturas de la liturgia de este tiempo de Adviento nos invitan a la preparación, a la alegría, a la esperanza. Sobre todo, la figura de María, que es central en estos días (en los tres ciclos de adviento el primer domingo se dedica a la segunda venida del Señor, el segundo y tercero a Juan El Bautista y el cuarto a María), nos abre a la posibilidad de esperar la novedad del “Niño que viene” lleno de dones y bendiciones. De hecho, la palabra Adviento significa que alguien llega y en la antigüedad siempre que llegaba el rey, podía conceder favores a los que lograban verlo. Con la venida del Niño se esperaría que sus dones nos alcancen a todos.

Pero si pensamos en la realidad de las mujeres, ¿hay adviento -hay esperanza- para ellas? Por supuesto que sí. Aunque falta tanto para que en la sociedad y en la Iglesia sea real la igualdad entre varones y mujeres y que en todas partes del mundo se respeten los derechos de las mujeres y no haya ningún tipo de violencia contra ellas por el hecho de ser mujeres, muchas son también las conquistas y logros que se han adquirido en estos últimos tiempos y eso abre la puerta a seguir “esperando”, “esperanzadamente” en que los cambios continúen y se afirmen definitivamente.

Hay esperanza en la realidad social porque las leyes se consolidan y cobijan mucho más a las mujeres. La tipificación del feminicidio -asesinato de mujeres de la mano de hombres por machismo o misoginia- se va implementando cada vez más en los diferentes países y, efectivamente, se afianzan las penas correspondientes a ese tipo de delito. La igual remuneración laboral para mujeres y varones también está siendo una realidad. El que la mujer ocupe más espacios públicos y sea gestora de decisiones sociopolíticas va aumentando y en el imaginario colectivo comienza a ser más natural que todos los lugares puedan ser ocupados por varones y mujeres indistintamente. Lo que todavía sigue con una brecha muy grande es la violencia de género que se ejerce en los espacios públicos porque aún hay demasiada explotación sexual de la mujer y los medios de comunicación todavía utilizan el cuerpo femenino o el estereotipo de sus atributos para comercializar sus productos y avivar una sociedad de consumo, donde la mujer es un producto más. Pero la conciencia de que eso no debe ser así, crece y eso da esperanza.

En la realidad familiar se comienza a ver una nueva manera de constituirse como familia, con más igualdad, más respeto, más equidad, más distribución de tareas para ser hechas por todos en casa. Aunque hay ambientes -especialmente religiosos- que consideran que esta nueva manera de posesionarse de la mujer es la causa de la inestabilidad familiar, esto se desmiente fácilmente porque la crisis de la familia no viene del reconocimiento de los derechos de las mujeres sino de la falta de madurez humana y afectiva de varones y mujeres y la forma de entender las relaciones. De hecho, cualquier subordinación o sumisión o violencia contra la mujer no permite una familia estable, aunque aparentemente se crea que es así.

A nivel eclesial crece también la conciencia de que, sin abrir espacios de participación a nivel de decisión para las mujeres, la iglesia desdice de su ser sinodal, al que está llamada. Pero en este ámbito las mujeres no están simplemente esperando que se abran las puertas. La formación teológica que han adquirido tantas mujeres y los espacios de reflexión, celebración y sororidad que se han abierto, las han empoderado para saberse iglesia y hablar en su nombre. En realidad, todo el pueblo de Dios es sujeto eclesial y las mujeres han tomado la palabra creando espacios eclesiales que, a fuerza de su existencia, se van reconociendo y aceptando.

La situación de las mujeres no es la misma de hace cincuenta años y mucho menos de hace tantos siglos como tenemos de historia. Las jóvenes de hoy están encontrando un mundo mejor del que tuvieron sus madres y sus abuelas. Y la perspectiva de su realización y el cumplimiento de sus sueños se vislumbra mucho más. Todo lo anterior no significa que no falte demasiado, en todos los ámbitos descritos, para que la realidad de sufrimiento, exclusión y opresión de las mujeres se mire solo como algo del pasado. Pero el estar en camino, el constatar logros, el palpar un nuevo horizonte posible para las mujeres, garantiza que esta espera no es pasiva, no es resignación, no es aceptación, sino que es una espera “esperanzada” porque los logros alcanzados fortalecen para seguir alcanzando muchos otros.

En este sentido, la nueva manera de comprender la figura de María, gracias a los aportes de la teología feminista, puede seguir fortaleciendo desde la fe, estas conquistas de las mujeres y llevarlas a la realidad. Hoy entendemos que María no es la mujer pasiva que acepta sin réplica, sin preguntas, su colaboración en el plan de salvación. María pregunta ¿cómo podrá ser aquello? (Lc 1, 34) y ante la respuesta del ángel de que “nada es imposible para Dios” (Lc 1, 37), María no teme asumir el protagonismo de gestar a un Hijo que será la salvación para todos los pueblos. María es la mujer libre y fuerte que asume la responsabilidad que se le confía y lo hace con todas las consecuencias. Por eso, como dice el evangelista Juan, está al pie de la cruz (19, 25) -momento donde se pone en juego la posibilidad de dicha salvación-, reafirmando la fe por la que su prima Isabel la alabo, en el evangelio de Lucas: “Feliz tú porque has creído” (1, 45). ¡Cuántas mujeres han vivido un protagonismo capaz de abrir caminos de liberación para las mujeres! ¡Cuántas mujeres han conseguido derechos para las mujeres! ¡Cuántas se han mantenido de pie ante las dificultades y los retrocesos de algunos logros conquistados por las mujeres! La figura de María engrandece las luchas de tantas mujeres en la sociedad y en la Iglesia y las fortalece para no decaer en sus esfuerzos.

El texto del Magnificat, que el evangelista Lucas pone en boca de María, puede seguir avivando la espera “esperanzada” de que la situación de las mujeres puede dar un vuelco total y un mundo libre de violencia contra ellas, es posible. María afirma que Dios “despliega la fuerza de su brazo para dispersar a los soberbios y exaltar a los humildes, para colmar de bienes a los hambrientos y despedir vacíos a los ricos” (Lc 1, 52-53). Es decir, Dios está de parte de los que sufren y despliega su fuerza para cambiar las situaciones. Por eso, no está lejos de la situación de las mujeres, sino que, con certeza, ha sido su primer protagonista. De hecho, la praxis de Jesús con respecto a las mujeres fue una praxis de liberación, de inclusión, de igualdad. La llamada cristología feminista ha mostrado claramente que la Buena Noticia del Reino, anunciado por Jesús, es también para las mujeres y él mismo contribuyó a generar y sostener ese dinamismo.

Situarnos en Adviento con estos elementos que hemos reseñado nos permite vivir este tiempo como un verdadero adviento para las mujeres. El Niño que se espera es el mismo que con su praxis histórica y con la palabra de Dios consignada en la Sagrada Escritura, avala las llamadas “olas del feminismo” que han conseguido derechos civiles, sociales, políticos, culturales para las mujeres. Es el mismo que hoy continúa avalando el trabajo de las teologías feministas que enriquecidas con las categorías de análisis de las teorías feministas, han permitido apoyar y empujar los cambios necesarios para la vida digna y plena para las mujeres.

Adviento es tiempo de recoger tantos logros y esperar que sigan aconteciendo. Adviento es tiempo de avivar la esperanza de que un mundo donde varones y mujeres gocen plenamente de todos sus derechos es posible y que la opresión vivida por el género femenino ya no exista más. Que en este presente se pueda vivir que ¡ni una mujer más sufre ningún tipo de violencia, ningún tipo de discriminación ni de subordinación! ¡Ven, Señor Jesús! y consolida el regalo de un mundo libre de violencias de género, un mundo de hijos e hijas del mismo Dios Padre/Madre.

 

martes, 29 de noviembre de 2022

 

Preparándonos para el Adviento

Olga Consuelo Vélez

Hemos comenzado adviento y los textos bíblicos de la liturgia de este tiempo nos invitan a la preparación para el acontecimiento que se avecina. En efecto, que el Hijo de Dios se encarne en nuestra historia amerita que nos dispongamos para ello y revisemos si estamos preparados. Las lecturas del segundo y tercer domingo se refieren a Juan Bautista, precursor del Mesías, quien habla claramente de esta preparación.

En el segundo domingo de adviento el evangelista Mateo (3, 1-12) se refiere a la predicación de Juan Bautista: “Conviértanse porque está cerca el reino de los cielos” Y haciendo referencia al profeta Isaías explica la misión que se le ha confiado: “Una voz grita en el desierto: preparen el camino del Señor, allanen sus senderos”. Continúa el evangelista presentándonos la figura del Bautista diciendo que vestía piel de camello con una correa en la cintura y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. Después se refiere a su dedicación a bautizar, pero también de su interpelación a los que quieren cumplir con un rito, pero no como signo de verdadera conversión. A fariseos y saduceos les dice: “¡Camada de víboras! ¿quién los ha enseñado a escapar del castigo inminente? Den el fruto que pide la conversión”. En otras palabras, Juan Bautista, como un verdadero profeta, es signo de otros valores -con su propia persona (expresado en su modo de vestir, de comer, de actuar) y con su predicación y, especialmente esta última, en la que interpela a sus oyentes de manera directa y firme.

En el tercer domingo de adviento con otro pasaje del evangelista Mateo (11, 2-11), se nos sigue presentando la figura del Bautista. En esta ocasión, el profeta manda a sus discípulos a preguntar directamente a Jesús si él es el Mesías o deben esperar a otro. La respuesta de Jesús es clara: “Vayan a anunciar a Juan lo que están viendo y oyendo: los ciegos ven, y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el Evangelio. ¡Y dichoso el que no se escandalice de mí!”. Es decir, el profeta Jesús también manifiesta lo que avala la identidad de una vida: las obras que produce. Por eso invita a los discípulos a mirar lo que está aconteciendo y a descubrir en esas acciones la veracidad de su mesianismo. El evangelio termina con las palabras de Jesús sobre Juan el Bautista, confirmando también su profetismo y la manera como prepara el camino.

Estas lecturas también nos interpelan a nosotros frente a la vivencia de este tiempo. Aunque adviento es tiempo de alegría, de esperanza, de gozo, a la luz de estos textos bíblicos, también es tiempo de conversión, de testimonio, de acción. Pero aquí vienen las preguntas que nos hacemos, año tras año, y que parece no logramos responder con los hechos. ¿Qué distingue la vivencia cristiana de este tiempo de la manera secular de celebrar estos días? Los centros comerciales se decoran con motivos religiosos y no religiosos (árboles de navidad, Papá Noel, renos, nieve, etc.), adornos que también invaden las iglesias, las calles, los parques y los hogares. Pero ¿todos estos símbolos -que en sí mismos no son buenos ni malos- que mensaje nos transmiten? ¿a qué nos remiten? El otro aspecto que caracteriza este tiempo son los regalos. Por una parte, fomentan la sociedad de consumo porque parece que es de obligado cumplimiento comprar algo en estos días. Por otra, animan a la generosidad porque hay empresas y personas que destinan una parte de sus recursos a comprar regalos para los niños, con la motivación, como se dice, de “alegrarles la navidad”. Es decir, este tiempo de espera de la navidad tiene la ambigüedad de todo lo humano: una parte de superficialidad y consumo y otra parte de gratuidad, de compartir y de estrechar lazos con la familia y los amigos.

Pero eso no quita que no intentemos reorientar el sentido auténtico de estas fiestas y, no busquemos cómo conectarnos con lo realmente importante. Y las lecturas que hemos señalado nos dan algunas pistas. Sí Jesús es el Mesías esperado y en verdad queremos acogerlo, hemos de mirar más su actuar y ponernos en sintonía con ese horizonte. El Niño que nace trae el cambio de las situaciones injustas a situaciones justas expresadas en que los ciegos ven, los sordos oyen, etc. Este es el verdadero espíritu de adviento: transformar las situaciones, pero no mientras se viven estas fiestas, sino de manera estructural. No basta con dar regalos a los niños. Es necesario preguntarse qué hay que hacer para que todo niño tenga derecho a la salud, a la educación, a la comida, a la recreación, a la familia, todos los días de su vida. No basta con expresar el cariño en este tiempo sino convertir ese cariño en obras a lo largo de todo el año: más unión familiar, más solidaridad mutua, más compañía, verdadero amor expresado a través de los actos concretos. No basta con adornar las ciudades sino buscar que ellas pueden ser lugares de posibilidades para las personas en todos los tiempos. En otras palabras, Adviento es un tiempo cálido, colorido, festejado, pero ha de ser mucho más: tiempo de conversión a más justicia, a más solidaridad, a construir un país y un mundo donde la vida sea posible, también la vida del planeta. Un mundo donde se note que el Niño Jesús que viene y que los cristianos conmemoramos, año tras año, realiza lo que ha prometido a través de nuestro compromiso de hacerlo posible. Adviento es tiempo de ponernos en camino para transparentar con nuestras obras que el Mesías esperado efectivamente llega para “allanar todos los senderos” para “reunir el trigo en el granero y quemar la paja en la hoguera”.

martes, 22 de noviembre de 2022

 

25 de noviembre: ¡ni una violencia más contra las mujeres!

Olga Consuelo Vélez

Muchos aspectos se abordan sobre la mujer porque la historia universal ha sido una historia de invisibilización, subordinación y opresión del sexo femenino por razón de su género. Esto no significa que no se pueda recuperar “una historia de mujeres” en la que, a pesar de esa situación generalizada, las mujeres han sido protagonistas en todas las ciencias, en todos los ámbitos, en todas las luchas, en todas las conquistas. En este presente estamos en ese trabajo arduo, pero apasionante, de descubrir tantos nombres y tantos hechos realizados por mujeres que nos muestran la resistencia a la historia vivida y su capacidad de ser creadoras de historia a pesar de tantos obstáculos.

Pero el aspecto que hoy nos ocupa es tal vez el más doloroso que han vivido las mujeres. Nos referimos a la violencia que se ha ejercido sobre ellas y que no cesa. De ahí la necesidad de dedicar un día -el 25 de noviembre- para exigir que “se eliminen todas las formas de violencia contra las mujeres”. Sus antecedentes se remontan a 1981 cuando activistas contra la violencia de género propusieron honrar la memoria de las hermanas Mirabal, tres activistas políticas, asesinadas brutalmente por el dictador Trujillo de República Dominicana en 1960. En 1993 la ONU emitió una resolución que incluyó la “Declaración sobre la eliminación de la violencia contra la mujer” pero es en el año 2000 cuando designa el 25 de noviembre como “Día Internacional de la Eliminación de la violencia contra la Mujer”. Desde 2008 lanzó la campaña “Únete para poner fin a la Violencia contra las mujeres”. Cada año esta conmemoración sigue fortaleciendo a más mujeres para exigir la eliminación de toda violencia y convoca también a más varones, como lo expresó el Secretario General de la ONU en vistas a este próximo 25 de noviembre: “Alcemos la voz con firmeza para defender los derechos de las mujeres. Digamos con orgullo: todos somos feministas y releguemos la violencia contra las mujeres y las niñas a los libros de historia”. Pero tristemente, según datos de la ONU, todavía hay 37 estados donde no se juzga a los violadores si están casados o si se casan después con la víctima y 49 estados donde no existe legislación que proteja a las mujeres de violencia doméstica. Además, cada once minutos, muere una mujer o una niña a manos de su pareja íntima o algún miembro de su familia.

Pero más allá de las legislaciones y los avances en este campo, siempre hay que estar alertas a los movimientos de involución y de rechazo a estas iniciativas. Existen grupos explícitamente antiderechos y antifeministas que niegan la reivindicación con argumentos tales como, que las mujeres ejercen igual violencia contra los varones, que se cae en el victimismo, que se rompe el modelo familiar que da estabilidad a la sociedad y, así, muchas otras razones que depende cómo se presenten, convencen a más de una persona.

Por supuesto que también se ejerce violencia contra los varones y esta violencia ha de ser combatida. Pero lo que no se puede negar es que la violencia contra las mujeres es una violencia institucionalizada y sostenida por la mentalidad patriarcal que considera a la mujer como su propiedad, su complemento, la portadora de lo que falta al varón pero que no debe atreverse a traspasar los límites que se le han asignado, so pena de romper con el orden establecido y este último es el que cuenta y no el respeto a los derechos de las mujeres.

También el discurso de que las mujeres deben dejar su papel de víctima y simplemente sobreponerse y seguir adelante, es un discurso que atrapa a más de una porque parece algo positivo. Pero hay que distinguir entre una víctima en sentido de refugio psicológico para conseguir compasión a la denuncia de una víctima que exige la reivindicación de sus derechos. Denunciar toda violencia y no cansarse de hacerlo, es el camino para reivindicar derechos y soñar con que algún día nuestro mundo esté libre de la violencia de género.

La violencia de género existe y se manifiesta de muchas formas -aunque se disimule de tantas otras formas-. Hay violencia física, sexual, psicológica, laboral. Hay demasiado acoso sexual, callejero, cibernético. Aún existe la mutilación genital y el matrimonio infantil. Hay demasiado impunidad frente a los perpetradores y muchísima estigmatización y vergüenza padecida por las víctimas porque sus denuncias no se escuchan con el respeto y la diligencia que ameritan en los espacios privados y públicos y, por supuesto, en la legislación existente.

Pero sobre todo hay pasividad por parte de las iglesias y muy poco compromiso con la denuncia y la acción positiva frente a esta realidad. No pareciera que el Jesús de los evangelios fuera suficientemente conocido por los creyentes. Parecen olvidar que Jesús, ante la mujer adúltera, interpela a todos los que la acusan mostrándoles que ellos no están libres de pecado para convertirse en jueces de nadie (Jn 8, 1-11); o que se deja enseñar por la mujer siriofenicia cuando ella le pide que extienda los limites de su acción, más allá de las fronteras judías, solicitándole la curación de su hija (Mc 7, 24-30) o que se apareció en primer lugar a María Magdalena haciéndola portadora de la Buena Noticia de la Resurrección (Jn 20, 11-18), en una sociedad donde el testimonio de las mujeres no era creíble. Gracias a la teología feminista se ha recuperado el protagonismo de las mujeres en los orígenes cristianos, contando ya con mucha producción bibliográfica que, lamentablemente, no se ha incorporado suficientemente en los ámbitos académicos. Pero todavía se está lejos de que una praxis de igualdad, reconocimiento y defensa de los derechos de las mujeres sea una prioridad en las iglesias y en las personas de fe. Entre la figura de la mujer sumisa, callada y sacrificada que se ha valorado durante siglos en los ámbitos eclesiales y las posturas actuales que siendo algo más abiertas son temerosas de perder “la feminidad” o atacar “a los varones” o “crear división”, etc., se avanza tan poco que no podemos decir que las iglesias tengan una postura profética y comprometida con la eliminación de todas las formas de violencia contra la mujer. Ojalá este 25 de noviembre sea ocasión de sacudir tantos temores y miedos frente a las demandas feministas y las Iglesias y las personas creyentes acompañen decisivamente esta urgente y evangélica opción por los derechos humanos de todas las mujeres en todas las circunstancias: ¡Ni una violencia más!

lunes, 14 de noviembre de 2022

 

¿Orar por las vocaciones?

Olga Consuelo Vélez


 

Cada vez más, constatamos una realidad: las vocaciones a la vida religiosa y sacerdotal, decrecen. A veces, se ven despuntes que animan. También en Asia y África hay más esperanza. Pero algunas llamadas “nuevas comunidades”, aunque parece que atraen un número significativo de jóvenes, muchas de ellas tienen una línea tradicionalista y moralista que desdice bastante del Vaticano II y los escándalos de sus fundadores no parecen garantía de esos carismas. Además, el papa Francisco insiste en que los seminarios se unan para que haya un número más razonable de seminaristas y se les pueda brindar una mejor formación. En conclusión, la crisis de vocaciones es real.

Pero este problema no es nuevo. Ha sido una preocupación constante expresada en las Conferencias del Episcopado Latinoamericano y Caribeño. En la Conferencia de Río de Janeiro (1955) se anotaba como un angustioso problema del continente la escasez de clero y por eso el Documento conclusivo considera el tema de “Las vocaciones y formación del clero secular” en el primero y segundo capítulo.

En el documento de la Conferencia de Medellín (1968) también se constata “la escasez numérica de los presbíteros, más aún cuando se pondera en relación con el crecimiento demográfico” (Sacerdotes, 3) y de la vida religiosa: “La crisis en las comunidades religiosas toma grandes proporciones, mientras disminuye el número de los que se presentan para ingresar en las mismas (Religiosos, 10).

En la conferencia de Puebla se afirma lo siguiente: “La escasez de sacerdotes es alarmante, aunque en algunos países se da un resurgimiento de vocaciones” (n. 116). “A pesar del reciente aumento de vocaciones, hay una preocupante escasez de ministros, debida -entre otras causas- a una deficiente conciencia misionera (n. 674).

En la Conferencia de Santo Domingo (1992) aunque se reconoce “un aumento en las vocaciones sacerdotales” (n. 79) se vuelve a señalar “la escasez de ministros” (n. 68) y por eso se propone “la pastoral vocacional como una prioridad” (n. 79).

En la Conferencia de Aparecida (2007) también se habla de la “relativa escasez de vocaciones al ministerio y a la vida consagrada (n. 100e; 185) y por eso “ante la escasez en muchas partes de América Latina y el Caribe de personas que respondan a la vocación al sacerdocio y a la vida consagrada, es urgente dar un cuidado especial a la promoción vocacional (n. 315).

Junto a esta realidad no se ha dejado de orar por las vocaciones, pero pareciera que Dios no escuchara porque la situación no cambia. ¿vale entonces la pena orar por las vocaciones? Se invoca la cita de: “Rueguen al dueño de la mies que envíe obreros a su mies” (Mt 9, 38) para darle valor a tal pedido. Pero ¿qué pasa que los ruegos no parecen tener efecto en el dueño de la mies?

Aclaremos algunos aspectos para intentar responder estas preguntas. Por supuesto que la oración de petición es válida porque ella expresa el reconocimiento de nuestra limitación e impotencia ante muchas realidades y la confianza que ponemos en el Señor para seguir trabajando por conseguir aquello que necesitamos. Esto es muy distinto de la concepción más generalizada que tenemos de esta oración en la que por nuestras súplicas conseguimos que Dios se compadezca y “milagrosamente” intervenga para cambiar las cosas según se lo pedimos. Este Dios mágico no es el Dios de Jesús, aunque se enseñe, tantas veces, de esa manera.

Por otra parte, la petición por los obreros para la mies, no se refiere a las vocaciones sacerdotales y religiosas sino a todo el pueblo de Dios, llamado a anunciar el reino de Dios. Lo que esperamos no termine -y hemos de pedirlo- es el acoger la llamada de Dios a vivir el reino y a dar testimonio para que más y más personas reciban esta “buena noticia” y se dispongan a construir este mundo de hermanos y hermanas, hijas e hijos del mismo Dios Padre y Madre, donde se viva la igualdad fundamental y “nadie pase necesidad” (Hc 2, 45). Pero las estructuras -no el ministerio- de vida sacerdotal y religiosa, pueden terminar -como de hecho algunas comunidades se han acabado-, y, tal vez, es urgente que terminen en las formas y modos que hoy tienen para que puedan ser atrayentes para la juventud.

Se habla mucho de que la juventud no tiene ideales o no se compromete con nada o no le interesa lo que pasa en nuestro mundo, pero eso no es verdad. Al menos en América Latina, la juventud está siendo protagonista de las demandas sociopolíticas de nuestros pueblos. La conciencia ecológica es muy fuerte entre los jóvenes. Y basta con estar en las universidades para ver que la juventud sigue teniendo ideales y proyectos en lo que emplea todas sus fuerzas. Lamentablemente para muchos jóvenes esto no es posible pero no porque no tengan sueños sino porque la injusticia estructural no les permite realizarlos.

Tal vez no tengamos que pedir por las vocaciones sino porque descubramos en qué carismas, en qué ministerios, en que estructuras hoy la mies es abundante y allí podrían llegar los segadores. Hay carismas que ya no tienen sentido porque las necesidades que los suscitaron, hoy están cubiertas por el Estado o ya no tienen ningún sentido -por ejemplo, comunidades femeninas al servicio doméstico del clero-. El ministerio ordenado sería más fecundo si se abriera a las mujeres, a los casados -estas son peticiones constantes en muchas instancias eclesiales: sínodo de Amazonía, Asamblea Eclesial, Sínodo de la sinodalidad- pero no se quiere dar el paso. Y, definitivamente, las estructuras eclesiales necesitan una conversión radical para que cumplan su única razón de ser: estar al servicio de reino.

La vitalidad de nuestra fe no depende de mantener estructuras que están mostrando su insignificancia para el momento actual sino de escuchar al Espíritu que todo lo renueva (Ap 21,5). Pedir que sepamos escucharlo no debe estar lejos de pedir obreros para la mies allí donde efectivamente hoy el Señor está llamando pero que, tal vez, no queremos escucharlo.

 

lunes, 31 de octubre de 2022

 

En camino a la Etapa Continental del proceso sinodal

Olga Consuelo Vélez


 Con fecha 24 de octubre se publicó el Documento de la Etapa Continental (DEC) del proceso sinodal. Con este documento que consta de 109 numerales y 4 partes (La experiencia del proceso sinodal, A la escucha de las Escrituras, Hacia una Iglesia sinodal misionera y Próximos pasos) se da comienzo a la segunda fase que tendrá dos momentos: elaboración de documentos continentales hasta el 31 de marzo de 2023 y elaboración del Instrumentum laboris hasta junio de 2023. Este documento de trabajo se llevaría a la primera asamblea sinodal en octubre 2023. El título del DEC “Ensancha el espacio de tu tienda” (Is 54, 2) marca una intencionalidad fundamental: la Iglesia necesita convertirse en un espacio capaz de vivir la comunión, la participación y la misión a la que está llamada (n.10). También necesita ser una Iglesia menos de mantenimiento y conservación y más una Iglesia misionera (n. 99)

Lo primero que salta a la vista es la premura del tiempo. ¿Cómo movilizar una reflexión sinodal continental en cinco meses cuando ha sido tan difícil lograr involucrar al pueblo de Dios en todo un año de trabajo local? El DEC trata de facilitar el proceso recordando el método de conversación espiritual usado en la primera fase: (1) que cada participante tome la palabra (2) la resonancia de la escucha a los demás y (3) el discernimiento (n. 109). También el DEC señala las tres preguntas que, una vez trabajadas en las Iglesias locales, se han de considerar en los encuentros continentales: (1) ¿Qué resuena más fuertemente de las experiencias y realidades concretas de la Iglesia en el continente? (2) ¿Qué tensiones o divergencias sustanciales surgen desde la perspectiva del continente y que han de abordarse en las próximas fases del proceso? (3) ¿Cuáles son las prioridades, los temas recurrentes y las llamadas a la acción que han de ser discutidas? (n.106)

Desde el inicio se advierte que este documento no es un documento conclusivo, ni un documento del magisterio, ni un informe de una encuesta sociológica, ni ofrece las indicaciones para el camino a seguir. Pretende ser un documento fruto de haber escuchado la voz del Espíritu por parte del Pueblo de Dios, permitiendo que surja su sensus fidei y está orientado al servicio de la misión de la Iglesia (n. 8). Retoma algunas citas textuales de las síntesis de algunas conferencias episcopales, otras veces dice que alguna petición fue reiterada por muchas conferencias y otras que fue una petición más aislada.

Veamos algunos de los logros y desafíos que el documento señala. Entre los logros reconoce que la primera fase de escucha alimentó el deseo de una Iglesia cada vez más sinodal (n. 3), despertó en los fieles laicos, la idea y el deseo de implicarse en la vida de la Iglesia (n. 15), fortaleció el sentimiento de pertenencia y la toma de conciencia, a nivel práctico, de que la Iglesia no son sólo los sacerdotes y los obispos (n. 16). Además, se valoró el método de la conversación espiritual que permitió mirar la vida de la Iglesia y llamar por su nombre tanto a las luces como a las sombras (n. 17). Una idea teológica fundamental que, se repite varias veces, es la afirmación de la dignidad común de todos los bautizados, auténtico pilar de la Iglesia sinodal y fundamento teológico de esa unidad (n. 9; 22), reconociendo que aún falta desarrollar más esta teología bautismal (n. 66).

Los frutos de la fase de escucha, el documento los expresó mediante cinco tensiones creativas: (1) La escucha, (2) El impulso hacia la misión, (3) La misión ha de asumirse con la participación y corresponsabilidad de todos los bautizados, (4) La construcción de estructuras e instituciones que hagan posible la vivencia de la comunión, la participación y la misión, (5) La liturgia, especialmente la liturgia eucarística en la que de hecho se vive la comunión, la participación y la misión (n. 11).

Entre las dificultades que se anotan está la resistencia que mostraron algunos sectores de la jerarquía y del laicado, el escepticismo frente a la posibilidad de que la iglesia cambie (n.18.19), el escándalo por los abusos cometidos por parte del clero (n. 20) y los conflictos armados y políticos de diferentes países que hacen muy difícil la vida de sus gentes, incluida la de los cristianos (n. 21)

Los desafíos que se plantearon fueron muchos por lo que no es fácil resumirlos, más cuando se expresaron de diversas maneras a lo largo del documento. Destaquemos algunos: la dificultad de escuchar profundamente y aceptar ser transformado por esa escucha. Constatar los obstáculos estructurales que lo impiden como, por ejemplo, las estructuras jerárquicas que favorecen las tendencias autocráticas (n. 33). La ausencia de los jóvenes en el proceso sinodal y su ausencia, cada vez mayor, en la vida de la Iglesia (n.35). La falta de estructuras y formas adecuadas para acompañar a las personas con discapacidad (n. 36). La defensa de la vida frágil y amenazada en todas sus etapas (n. 37). La falta de una respuesta adecuada a los divorciados vueltos a casar, a los padres y madres solteros, a los que viven un matrimonio polígamo, a las personas LGTBQ y a los que han dejado el ministerio ordenado para casarse (n. 39). Muchos en la Iglesia se sienten excluidos: los pobres de las periferias, los ancianos solos, los pueblos indígenas, los emigrantes, los niños de la calle, los alcohólicos y drogadictos, los que han caído en manos de la delincuencia, las personas que ejercen la prostitución como única manera de sobrevivencia, las víctimas de trata de personas, los supervivientes de abusos, los presos y muchos otros por razones de raza, etnia, género, cultura y sexualidad (n. 40). Sobre algunos temas como el aborto, la anticoncepción, la ordenación de mujeres, los sacerdotes casados, el celibato, el divorcio, las segundas nupcias, la homosexualidad y las personas LGBTQIA+ se pide una respuesta por parte de la Iglesia (n. 51). La liturgia que ocupa un lugar central en la vida cristiana ha de manifestar la dimensión sinodal fomentando una participación más activa de todos los miembros y favoreciendo las diferencias (n. 91.93) pero queda una preocupación por la añoranza del rito prevaticano (n. 38-92): no hay duda que la “involución eclesial” vivida en los anteriores pontificados ha dejado hondas secuelas de retroceso que en el documento se expresan como falta de inclusión de esa perspectiva. Es un serio interrogante.

También el DEC se refiere a una Iglesia que se deje interpelar por los retos del mundo actual y responda a ellos con transformaciones concretas (n. 42.43. 44). Que escuche el grito de los pobres y el clamor de los pobres que, en este momento, ya no son opcionales (n. 45). Que participe en la construcción de la paz y la reconciliación, el debate público y el compromiso con la justicia, como parte de su misión (n. 46). Que sea promotora del diálogo ecuménico e interreligioso porque no hay sinodalidad completa si no hay diálogo entre los cristianos (n. 22. 47.48.49) y también del diálogo intercultural capaz de apreciar las diferencias culturales para entenderlas como un factor de crecimiento. En este aspecto ocupan un lugar central los pueblos indígenas a quienes habría que pedirles perdón por haber sido cómplices de su opresión, pero también asumiendo la responsabilidad de articular sus creencias con las enseñanzas de la Iglesia en un proceso de discernimiento y acción creativa (n. 53.54.55.56). Una iglesia que deje de construirse en torno al ministerio ordenado y se convierta en una Iglesia toda ella ministerial (n. 67).

Otros aspectos de los que se ha hablado bastante, son la necesidad de liberar a la Iglesia del clericalismo (n. 58), predicar homilías centradas en la Palabra de Dios y con un lenguaje que el Pueblo de Dios entienda (n. 93.95), renovar las estructuras eclesiales para que sean sinodales -y para esto es indispensable revisar el Derecho Canónico y una formación en la sinodalidad- (n. 72-82-83), cultivar la espiritualidad de la sinodalidad (n. 84), ser una institución transparente en todos sus procesos y contar con personas competentes profesionalmente para el desarrollo de algunas funciones económicas y de gobierno (n.79).

Pero tal vez el punto que sigue mostrando su irreversibilidad es la urgencia de “repensar la participación de las mujeres”: hay una creciente conciencia sobre la participación plena de las mujeres en la vida de la Iglesia porque ellas son las que más viven la pertenencia eclesial y, sin embargo, son los varones los que toman las decisiones. También se denuncia que en el lenguaje de la Iglesia el sexismo está muy extendido, las mujeres son excluidas de funciones importantes en la vida de la Iglesia, no reciben un salario justo por las tareas que realizan y las religiosas suelen ser consideradas mano de obra barata (n. 60-63). Casi todas las síntesis plantean la cuestión de la participación plena e igualitaria de las mujeres, pero no todas responden de la misma manera y piden el discernimiento sobre cuestiones específicas: el papel activo de las mujeres en las estructuras de gobierno de los organismos eclesiásticos, la posibilidad de que las mujeres prediquen en los ambientes parroquiales y el diaconado femenino. Sobre la ordenación de las mujeres algunas síntesis la reclaman y otras la consideran una cuestión cerrada (n. 64).

Todo lo que hemos presentado del DEC no es desconocido. De todos esos temas hemos hablado, cuestionado, reflexionado. Muchas veces hemos dicho que no entendemos por qué cuesta tanto trabajo dar pasos para dar respuestas efectivas. No sé si es suficiente hablar de que hay resistencia al proceso sinodal. Hay resistencias a escuchar los signos de los tiempos, a través de los cuales habla el Espíritu. Esperemos que esta fase continental lleve a los participantes a ¡Escuchar! y a buscar respuestas efectivas. De no hacerlo, una vez más la Iglesia va a quedar muy rezagada y, simplemente, el Pueblo de Dios, no esperará más respuestas, sino que vivirá su fe -como ya lo están haciendo muchos- de manera sincera, pero sin pertenencia eclesial. Y, muy posiblemente el Espíritu va a estar de ese lado porque el “ensanchar la tienda” también puede darse en otros contextos si, en los lugares donde debería estar, no logran transformarse para que entre ese “aire fresco” que tanta falta hace.

domingo, 23 de octubre de 2022

 

¿Una iglesia en conversión sinodal?

Olga Consuelo Vélez

24 de octubre de 2022

 

El pasado 16 de octubre el papa Francisco anunció que el Sínodo de la sinodalidad se prolongará hasta el año 2024. El objetivo es tener más tiempo de discernimiento para vivir la sinodalidad como dimensión constitutiva de la Iglesia. Para los que estamos atentos a estas noticias eclesiales y los que están directamente implicados en la celebración de este acontecimiento, este anuncio moviliza a seguir pensando cómo aprovechar esa decisión. Pero realmente, ¿el pueblo de Dios está implicado en este proceso? Pasado un año de “algunas” (porque no fueron masivas ni acogiendo a la mayoría del pueblo de Dios) reuniones en las iglesias locales ¿ha habido algún cambio fuera de introducir la palabra sinodalidad en algunos círculos reducidos? Me temo que hay mucha distancia entre el ideal y la realidad.

Desde mi punto de vista, pensar en una iglesia sinodal supone partir de reconocer que nuestra iglesia no ha sido sinodal y por eso necesita una conversión. Debería haber sido siempre así porque desde los orígenes las primeras comunidades cristianas se reunían en torno a la fe que compartían -expresada en la enseñanza de los apóstoles-, la fracción del pan, las oraciones y el compartir de bienes para que nadie pasara necesidad entre ellos (Hc 2, 42-47). Poco a poco esas comunidades igualitarias e inclusivas fueron estructurándose para una mejor organización, a partir de la diversidad de carismas y ministerios que tenían los miembros de la comunidad. Pero el paso del tiempo fue llevando al anquilosamiento de esas estructuras -que siempre deberían ser ágiles porque han de estar al servicio de la misión- y, sobre todo a buscar equipararse a la organización de la sociedad civil, llegando a la iglesia que teníamos antes de Vaticano II: una iglesia estructurada en dos clases de miembros -clero y laicado- donde los primeros han tenido la primacía y los segundos solo el protagonismo que los primeros le conceden.

Con Vaticano II cuyo inicio, hace 60 años, celebramos el pasado 11 de octubre, se buscó “convertir” ese modelo piramidal por el modelo Pueblo de Dios que, en otras palabras, es un modelo sinodal. Pero pasados esos 60 años aún vemos que no acabamos de realizar ese cambio y seguimos en la tensión -que no llega a ser

conversión- entre una iglesia que sabemos debería ser mucho más comunión y participación y una iglesia que no renuncia a su estructura de siglos porque sabe que se pierden demasiados privilegios -por parte del clero- y supone mucha más responsabilidad por parte del laicado.

En muchas de las experiencias de escucha y diálogo que se vivieron en esta primera fase sinodal en las iglesias locales se oró, se celebró y se estudio sobre la sinodalidad. Pero, ¿se hicieron algunos cambios? Escuché de más de una realidad decir que allí ya se vivía la sinodalidad porque tal laico participaba de tal espacio o que tal actividad la llevaban los laicos o que el presbítero escuchaba a sus feligreses. No escuché que se hubiera empezado un proceso de conversión sinodal, a fondo, que cambiara el rostro de la iglesia para responder a eso que el papa Francisco ha llamado “deseo de Dios para la Iglesia del tercer milenio”. También se invoca que el papa ha nombrado a más laicos en los órganos eclesiales, pero ¿esto es suficiente para que nuestra Iglesia sea sinodal? Personalmente creo que no.

Por todo esto creo que esta prolongación del Sínodo de la sinodalidad por un año más, tal vez sería la ocasión de volver a plantearnos cómo podría ser esta iglesia del tercer milenio que se aproxime más a la iglesia de los orígenes. Una iglesia que hoy convoque y atraiga a otros. Que se le note en consonancia con los “signos de los tiempos” (Gaudium et Spes n.4), respondiendo a ellos. Que no se quede en darle “un barniz superficial” a la iglesia, usando la palabra sínodo, nombrando a algún laico en un puesto eclesial, por ejemplo, sino que reconozca, de una vez por todas, que la iglesia no ha sido sinodal y es mucha la estructura que tiene que cambiar para conseguir serlo.

Creo que con el papa Francisco se ha avanzado en otro lenguaje mucho más fresco y actual -que molesta a los que quieren un lenguaje solemne y que marque las diferencias-; en un estilo sencillo y austero como debería ser toda instancia eclesial; en unos documentos que pueden ser entendidos por más personas; en la propuesta de los diferentes sínodos que han tenido lugar en su pontificado sobre temas tan urgentes como los jóvenes, la familia, la Amazonía. Pero, a nivel estructural, se ha movido demasiado poco: documentos sobre la curia romana, sobre los estudios teológicos, alguna modificación al Derecho Canónico y, como ya dijimos, unos cuantos nombramientos de laicos en los organismos curiales. Pero esto no es suficiente. Se necesita convertirse al dinamismo del Espíritu que anima esos cambios y dejarse conducir por él, sin resistencias, sin justificaciones, sin disculpas. ¿Lo haremos en estos dos años que ahora se proponen para asumir la sinodalidad como dimensión constitutiva de la Iglesia? Esperemos que sí pero no olvidemos que si el punto de partida no es el reconocimiento de que nuestra iglesia no ha sido sinodal, todo lo que digamos será como esa casa construida sobre arena que al primer viento que la golpea, la derrumba (Mc 7, 26-27). Y los vientos recios no cesan: fundamentalistas, tradicionalistas, opositores al Papa y tantas instancias eclesiales que se sienten tan seguras y cómodas en lo que realizan. Por eso es tan necesario abrirnos al insistente llamado a la conversión que la iglesia siempre necesita si quiere mantener su fidelidad al Reino.  

domingo, 2 de octubre de 2022

 

La misión es una dimensión constitutiva de la vida cristiana

Octubre se ha considerado el mes de las misiones. Pero es importante aclarar que la misión no es una actividad puntual para un tiempo determinado, sino una dimensión constitutiva de la vida cristiana. En efecto, el cristianismo nació como una llamada a la misión. El evangelio de Mateo nos presenta a Jesús resucitado confiando la misión a sus discípulos: “Vayan y hagan discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y enseñándoles a guardar todo lo que yo he mandado” (Mt 28, 19-20).

Históricamente ese mandato misionero se fue quedando reservado a los clérigos y religiosos porque ellos se sentían responsables de la misión y el resto del Pueblo de Dios -el laicado- solo era receptor de la misma, sin sentirse capacitado para realizarla. Pero con Vaticano II, se comenzó a dar más protagonismo al laicado -como siempre debió ser- y poco a poco ha ido aumentando la conciencia misionera de todo el Pueblo de Dios. Con la V Conferencia del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, celebrada en Aparecida en 2007, se buscó fortalecer esa dimensión misionera inherente a la vida cristiana, manifestándolo en el lema de dicho acontecimiento: “Discípulos misioneros para que todos los pueblos en Él tengan vida”. Actualmente, con la llamada del Papa Francisco a la sinodalidad, se siguen abriendo caminos para entender que la vida cristiana consiste en “caminar juntos”, donde todo el pueblo de Dios -clérigos, religiosos, religiosas y laicado- son responsable de la misión de evangelizar.

Pero ¿qué es la misión? Una respuesta podemos encontrarla en el evangelio de Lucas, cuando Jesús entra a la sinagoga de Nazaret y lee el texto del profeta Isaías: “El Espíritu del Señor esta sobre mí, porque me ha ungido para anunciar la Buena Noticia a los pobres, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos, y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de la gracia del Señor” (Lc 4, 18-19). La misión consiste en promover la vida en abundancia para todos, superando todo tipo de opresión y esclavitud. Nuestro Dios es el Dios de la vida y la misión ha de testimoniar esta realidad. Esa vida en abundancia se expresa en el culto y este fortalece para trabajar por la justicia, porque cómo dice el profeta Isaías el culto que agrada a Dios “es buscar lo justo, dar los derechos al oprimido, defender a la viuda” (Is 1, 17).

Además de los sujetos implicados en la misión que, como ya dijimos, ha de ser todo el pueblo de Dios, la misión ha de entenderse en toda su complejidad. Hablamos de misión cuando se realiza el primer anuncio a todos aquellos que no conocen a Cristo. Este tipo de misión se le conoce como misión “Ad gentes” porque supone ir a lugares lejanos y a culturas diferentes, implicando toda la vida de los que se dedican a este tipo de misión ya que, al ir a otros lugares desconocidos, necesitan una generosidad inmensa para asumir condiciones adversas. Actualmente, este tipo de misión ha ido modificando su manera de comprenderse porque se ha entendido que la fe no se impone a nadie y se han de respetar las otras culturas con sus propias tradiciones. En este sentido, esta misión ha de abrirse al diálogo ecuménico e interreligioso y ofrecer con gratuidad la fe que se profesa.

También la misión se realiza entre los que habiendo oído hablar de Cristo, se han alejado de la fe. Este es uno de los inmensos desafíos en los países tradicionalmente cristianos donde parece imperar más un sentido religioso cultural que de opción personal. Aunque se acuda a los sacramentos, por ejemplo, estos constituyen más un acto social que un compromiso de fe. Pero más preocupante que esto es la inmensa mayoría que ya no práctica en absoluto su fe, ni transmiten a sus hijos ningún sentido religioso.

Finalmente, la misión también se ejerce entre los que practican su fe y la viven coherentemente porque la experiencia de Dios no es algo estático y conseguido de una vez para siempre, sino que ha de alimentarse, formarse, irradiarla, celebrarla. La vida cotidiana es misión, la celebración sacramental es misión, el compromiso social es misión, la vida entera es misión.

Conviene, por tanto, que este mes ampliemos el horizonte para valorar profundamente las misiones en regiones distantes y difíciles, pero sin dejar de lado la misión en la vida cotidiana y mucho menos la misión entre los que se han alejado. Sobre estos últimos, no podemos olvidar que muchos se alejan por el anti testimonio de los que nos llamamos cristianos, con lo cual, nuestra responsabilidad es inmensa y hemos de sentirnos urgidos a la coherencia y testimonio para producir frutos que los atraigan nuevamente a participar de la comunidad eclesial.

Ser discípulos misioneros constituye entonces dos caras de la misma moneda. No se puede afirmar que se ama a Cristo si ese amor no se hace expansivo y comunicativo en la misión. Pero, al mismo tiempo, no se puede amar a manos llenas a cada uno de los hermanos si ese amor no se alimenta de la palabra de Dios, de los sacramentos, de la vida fraterna. Ojalá este mes misionero reavive en todos, el deseo de comunicar la propia fe y, como decían los discípulos, sentir que “no podemos dejar de hablar lo que hemos visto y oído” (Hc 4, 20). También agradecer la vida de tantos misioneros ad gentes, a quienes se les dedica más explícitamente este mes, para que sientan la fortaleza del envío y sigan siendo testimonio de la presencia de Dios en tantos pueblos que todavía hoy, no conocen a Cristo.

miércoles, 21 de septiembre de 2022

 

Ante la muerte: la fe en el Dios de la vida


 

Nuestro Dios es el Dios de la vida y la promete para todos sus hijos e hijas: “He venido para que tengan vida y vida en abundancia” (Jn 10,10). Pero esta afirmación se pone a prueba cuando llegan los momentos límite en la vida: sea una enfermedad, una catástrofe, un fracaso y, sobre todo, cuando se trata de la muerte. Esta última es la más definitiva y radical: no hay vuelta atrás, no se puede esperar que de alguna manera esa muerte se revierta; en verdad, la existencia de una persona llega a su final. Entonces, ¿dónde queda la promesa que Jesús hizo a los suyos y en la que nos seguimos apoyando todos los que hoy creemos en él?

Precisamente, en ese momento límite, es cuando la fe que profesamos puede mostrar toda su razonabilidad. Allí, cuando todo parece que se termina -o termina efectivamente- la experiencia de fe nos permite mantener la esperanza, no solamente como una actitud profundamente humana, sino como una verdadera experiencia del Espíritu de Jesús que, después de haber sido asesinado por los poderosos de su tiempo, no desaparece de la historia humana sino que sigue movilizando a sus seguidores para continuar apostando por la vida, haciendo posible que la vida en abundancia que Jesús había prometido, alcance a muchos, de generación en generación.

Esto no significa que no se sienta el dolor humano. De hecho, el mismo Jesús lo vive al final de su vida cuando invocando las palabras del salmo 22, expresa los sentimientos que lo embargan: “Dios mío, Dios mío, porqué me has abandonado” (Mt 27,46) y, al menos los evangelios de Mateo y de Marcos, no muestran que ese dolor fuera suavizado, sino que “dando de nuevo un fuerte grito, exhaló el espíritu” (Mt 27, 50; Mc 15,37). Otros evangelistas como Lucas, de alguna manera, presentan menos desgarrador ese momento, poniendo en boca de Jesús las palabras del salmo 31: “Padre, en tus manos pongo mi espíritu y, dicho esto, expiró” (Lc 23, 46). Por su parte el evangelio de Juan, relata así ese último momento: “Todo está cumplido. E inclinando la cabeza entregó el espíritu” (Jn 19, 30).

El dolor humano es diferente dependiendo de la situación de la persona que muere. Si se trata de una persona anciana, es más fácil entender que esa vida que se iba apagando de alguna manera, lo hace definitivamente. Más duro cuando se trata de una persona que, en la plenitud de la vida, muere y todo su proyecto queda truncado. Y no digamos cuando se trata de la niñez que, prácticamente, estaba comenzando a estrenar la vida y parecía tener todas las oportunidades por delante. También se hace muy dolorosa la muerte cuando es una muerte injusta, fruto de la maldad de otros seres humanos. Pero en todos los casos, la fe cristiana es capaz de sostener la esperanza porque esta implica asumir la limitación humana, la creaturalidad que nos constituye e inclusive el mal fruto de la libertad humana, pero también, la confianza en que sí el espíritu de Jesús continúa animando la vida de los creyentes, de alguna manera, ese mismo espíritu sigue animando la vida de todos los que ya no están en esta historia. Confiamos, como lo dice Pablo en la primera carta a los Corintios que “si solamente para esta vida tenemos, puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los más dignos de compasión de todas las personas! ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos, como primicias de los que durmieron” (15, 19-20). Esta es nuestra fe y ella es la que nos sostiene en los momentos limite.

Ahora bien, esa fe no se improvisa. Esa fe se alimenta, se cuida, se práctica. Es la fe que da sentido a la cotidianidad sabiendo que todo lo que se hace es para intentar hacer presente el reino de Dios en el aquí y el ahora. Es la que da sentido a todos los momentos de la vida, aceptando los fracasos, agradeciendo los éxitos, experimentando que todo se recibe gratuitamente, de ahí que se intente compartirlo con generosidad: “Den gratis, lo que recibieron gratis” (Mt 10, 8). Es la fe que nos levanta en todas las caídas y nos fortalece en todas las dificultades. Es la fe que se renueva con cada circunstancia que sorprende, confronta, desinstala y abre nuevos caminos. Es la fe que apoyada en la “gran nube de testigos, nos permite sacudirnos de todo lastre que nos asedia y nos fortalece ante la prueba, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe” (Hc 12, 1-2).

Cada vez que se muere alguien y, con más razón un ser querido, nos confrontamos con el propio sentido de vida y con la razón de ser de este mundo. También con la calidad de nuestras relaciones con los demás, con la riqueza de cada persona, con los valores que constituyen la propia vida. Y, en medio del dolor que produce la ausencia de la persona que muere, es una gracia divina poder hacer propias las palabras de Pablo en la Carta a los Romanos. “Pues estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni otra criatura alguna, podrá separarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor Nuestro” (8, 38-39). Sí, definitivamente, cuando se tiene fe, se vive la experiencia de que nada nos aparta del amor del Señor y en ese amor, nuestros seres difuntos permanecen en nuestra memoria y sentimos la fuerza para vivir con más intensidad como ellos, con toda certeza, esperan que lo hagamos.

martes, 13 de septiembre de 2022

 

¿En qué va el Sínodo sobre la sinodalidad? Aportes desde Colombia

Olga Consuelo Vélez


 

En octubre del año pasado se inició el sínodo sobre la sinodalidad y estamos a mitad de camino. Se han hecho las consultas en cada país y se ha pasado a la fase continental donde se recogerán los aportes de todos los países y se elaborará un documento síntesis que será enviado de nuevo a las iglesias particulares. Después seguirá el proceso hasta la culminación del sínodo en octubre de 2023, con la reunión presencial de los obispos en Roma.

La Conferencia Episcopal Colombiana publicó en la página web, el pasado 29 de agosto, el Documento Síntesis, acompañado de cuatro anexos, en los que se recogen las consultas al episcopado, a los obispos eméritos, a los indígenas y a los jóvenes y niños. Estos documentos pueden ser consultados para profundizarlos y seguir acompañando este camino sinodal. Personalmente me pareció un buen logro, el haber hecho una síntesis clara, organizada y bien estructurada, después de haber recibido 78 documentos de las diferentes jurisdicciones. La síntesis solo tiene 10 páginas: una introducción y la respuesta a las dos preguntas que se propusieron para el proceso sinodal.  

En la introducción se explica la convocatoria con los equipos diocesanos, los cuales consultaron a personas que participan activamente en la Iglesia, a los que lo hacen esporádicamente y a los que no pertenecen a la Iglesia. Aunque se realizaron esas consultas también se reconoce que “hubo resistencias por parte de un grupo de sacerdotes que no aceptaron el llamado porque se sienten profundamente incómodos al ser confrontados en sus acciones personales y evangelizadores y de varios laicos que mostraron apatía por ciertos temas”. No me extraña esta constatación porque sé que en muchos lugares no se realizó ninguna consulta y muchas personas aún no han oído hablar del sínodo.

La primera pregunta sobre el cómo se realiza el “caminar juntos” en la Iglesia particular se respondió con base en 10 núcleos temáticos (compañeros de viaje, escuchar, tomar la palabra, celebrar, corresponsables en la misión, dialogar en la Iglesia y en la sociedad, con las otras confesiones cristianas, autoridad y participación, discernir y decidir y formarse en la sinodalidad). Las respuestas giraron en torno a los aspectos positivos de la Iglesia a nivel de participación social y vivencia eclesial pero también se señalaron algunas sombras como el miedo a expresarse frente a los pastores o las resistencias para incorporar a los laicos en los ministerios, entre otros aspectos. Finalmente se cuestionaba cierto estilo de formación en los seminarios que lleva a los jóvenes a una vida acomodada, encerrados en su mundo, sin compromiso con las periferias.

De la segunda pregunta sobre qué pasos invita el Espíritu Santo a dar a la Iglesia colombiana para crecer en nuestro “caminar juntos”, se desprenden los 18 desafíos que la Iglesia plantea de esta fase sinodal. Entre estos desafíos se señalan aspectos eclesiales que son bastante evidentes como la urgente transformación del clericalismo y la autosuficiencia, la necesidad de fortalecer la participación y corresponsabilidad del laicado, especialmente de las mujeres e implementar entornos protectores y seguros para los niños, adolescentes y adultos vulnerables. También, se anotan como desafíos, el formar mejor a los ministros ordenados -especialmente en la preparación de la homilía-; renovar las estructuras parroquiales y orientar los movimientos apostólicos a integrarse en los planes pastorales; privilegiar la evangelización a los niños, adolescentes y jóvenes e incluir pastoralmente a la población LGTBIQ+, la diversidad religiosa, las poblaciones indígenas y afrodescendientes; afrontar la escasez vocacional y la crisis de las familias; inculturación de la liturgia trabajando para que lo sacramental no este asimilado a los intereses económicos de los pastores; incentivar enfoques sociales y culturales en la evangelización, retomando la voz profética para denunciar las injusticias en el entorno del capitalismo deshumanizador, el narcotráfico y la corrupción, evitando tanto asistencialismo; además de la responsabilidad con el cuidado de la casa común. Se consignaron también, aclarando que fueron voces minoritarias, algunas peticiones como la posibilidad de que los sacerdotes que han dejado de ejercer el ministerio puedan vincularse a los procesos evangelizadores; que hombres casados puedan acceder al ministerio, reflexionar sobre el celibato no obligatorio, la ordenación de mujeres y fusión de congregaciones religiosas que ya no cuentan con demasiados miembros.

Cada uno de estos desafíos amerita una reflexión detallada, profunda, comprometida. Sin embargo, desde una primera apreciación personal, creo que esta síntesis adolece de un planteamiento más de fondo: ¿Qué cambios “estructurales” necesita la Iglesia colombiana para que responda a lo que dice el Espíritu en esta realidad? Mientras no se piense en cambios de fondo, las cosas seguirán como hasta ahora, buscando mejorar algunos aspectos -lo cual es muy positivo- pero situados en el mismo horizonte, convencidos de que todo marcha bastante bien. Los cambios estructurales surgen cuando se toma en serio, como dijo la V Conferencia de Aparecida, que no estamos en una época de cambios sino en un cambio de época (n. 44). Si fuéramos capaces de situarnos en la nueva realidad que vivimos, tal vez se pondría menos énfasis en recuperar formas “tradicionalistas” de vivir la fe o en privilegiar “solamente” los temas de moral o en temerle tanto a la supuesta “ideología de género” o en seguir centrando la fe en lo “ritual” o en hablar tanto del “demonio” o de los “exorcismos” y, muchas otras realidades que dejan ver que la Iglesia (no solo la colombiana sino la de muchas realidades) no ha asumido Vaticano II con todas las consecuencias que este concilio supuso, ni lo que han señalado las Conferencias Episcopales Latinoamericanas y Caribeñas, ni toda la renovación bíblica y teológica que hoy tenemos pero, sobre todo, la evidente realidad de que la Iglesia no parece leer los “signos de los tiempos” y, por eso, sus respuestas llegan tarde y, mientras tanto, grandes poblaciones se alejan más y más de ella. Como lo dijo el papa Francisco, del sínodo de la sinodalidad no se espera un documento, pero sí que el proceso vivido nos remueva los cimientos de la iglesia clerical y se comience a construir una iglesia donde se “camine juntos”. ¿Lograremos algo de esto en nuestra Iglesia colombiana? ¿en la iglesia universal? Esperemos que sí, aunque hasta el momento, no pareciera que se caminara decididamente hacia eso.

 

lunes, 5 de septiembre de 2022

 

La Sagrada Escritura como fuente de vida y fecundidad cristiana

 

Olga Consuelo Vélez

 

Septiembre se conoce como el mes de la Biblia, especialmente porque el día 30 se celebra la fiesta de San Jerónimo, quien fue el que tradujo la Biblia del hebreo, del arameo y del griego al latín, en el siglo IV, -versión que se conoce como la Vulgata (edición para el vulgo, para el pueblo)- posibilitando así que muchas más personas pudieran tener acceso a ella. Al recordar este hecho la pregunta que nos surge es sí, en realidad, la Biblia ha llegado “al pueblo”, si es parte de la espiritualidad cristiana y si constituye la referencia primera y fundamental de nuestra Iglesia.

En una mirada rápida y, talvez, superficial, se respondería afirmativamente porque en la eucaristía ocupa un lugar central e incluso, en muchas celebraciones, se hace una entronización de este libro sagrado con mucha solemnidad. Además, muchos creyentes la tienen en su casa y muestran un respeto real hacia ella.

Pero si profundizamos un poco más, nos damos cuenta que todavía falta mucho para que la Sagrada Escritura sea un “alimento” central en la vida cristiana. Todavía no se ha logrado -como tal vez lo han logrado más las iglesias cristianas no católicas- que el creyente lea la biblia, la medite, se deje interpelar por esa palabra, encuentre en ella la fuerza y orientación para su vida.

Hay varias causas que podrían explicar este poco acercamiento de los creyentes a la Biblia. Nombremos algunas a manera de propuesta de reflexión, sin tener la total certeza de que esas sean las razones más claras que lo expliquen.

Comencemos fijándonos en la liturgia. El único que proclama el evangelio y lo explica es el ministro ordenado. El resto del pueblo de Dios escucha -cuando no se distrae lo cual es fácil en situaciones de solo escucha- y no tiene ninguna posibilidad de establecer un diálogo frente a lo que escuchó y mucho menos de compartir lo que ese texto le dice. En otras palabras, nuestras liturgias siguen manifestando que el clero es el que enseña y el laicado es el que aprende. Así lo determina la liturgia actual y no será este comentario el que la cambie. Pero conviene pensarlo para propiciar, algún día, cambios que son necesarios porque en la medida que tomemos conciencia de lo que vivimos, podremos empujar para que las cosas cambien.

Si nos fijamos en las prácticas de oración que la iglesia fomenta mayoritariamente, estas consisten en realizar novenas, rosarios, procesiones, adoraciones al santísimo, etc. Todas estas prácticas son valiosas y ayudan a sostener la fe de las personas. Pero en estas prácticas no está muy incorporada la Sagrada Escritura. Parece que da tranquilidad el saber que se cumplió con los pasos que se proponen para rezar una novena, por ejemplo, y esto es suficiente. Lo anterior no quiere decir que, algunas personas no oren con el texto bíblico, pero no es una oración que se fomente con la intensidad con la que se insiste en las otras prácticas. La meditación de la Sagrada Escritura es más propia de la vida religiosa o de alguna porción del laicado que comparte la espiritualidad de una congregación religiosa, pero no para el conjunto del pueblo de Dios que acude a la parroquia y a las celebraciones litúrgicas.

Otra realidad que también acompaña a la Iglesia católica es que a veces se le ha dado más importancia al magisterio que a la Sagrada Escritura. Muchas veces las predicaciones se centran en la doctrina -reforzándola con lo dicho por el magisterio- más que en el anuncio de la Buena Noticia que trae la Palabra de Dios. De hecho, el papa Francisco insistió en la Exhortación Evangelii Gaudium (2013) que “el texto bíblico debe ser el fundamento de la predicación” (n. 146). Bien sabemos que muchas homilías son más “moralistas y adoctrinadoras” (n. 142), que un diálogo entre Dios y su pueblo. Vaticano II afirmó que la Biblia “es el alma de la teología” (Optatam Totius n. 16) y, sin embargo, algunos programas teológicos, tienen más asignaturas sobre dogma y magisterio que sobre Biblia.

Como podemos ver, es difícil el camino que hemos de recorrer para que la Sagrada Escritura pueda ser esa palabra rica, capaz de alimentar, sostener, animar la vida creyente; pero precisamente esa es la tarea que podemos seguir impulsando al conmemorar el mes de la Biblia. El texto del profeta Isaías (55, 10-11) nos ayuda a pensar en la manera como la palabra de Dios actúa en la vida cristiana: “como desciende la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá, sino que empapan la tierra, la fecundan y la hacen germinar para que dé simiente al sembrador y pan para comer, así será mi palabra, la que salga de mi boca, que no tornará a mí de vacío sin que haya realizado lo que me plugo y haya cumplido aquello a que la envié”.

Ahora bien, no olvidemos que la biblia hay que interpretarla adecuadamente para no hacerle decir lo que no dice. En eso tanto católicos como cristianos no católicos tienen mucho que aprender. Abunda el “fundamentalismo” en la lectura bíblica. La Palabra de Dios ha de interpretarse y por eso es necesario hacer mínimo dos preguntas: ¿qué quiso decir el texto bíblico en el contexto en el que se escribió? y ¿qué quiere decirnos hoy para nuestro contexto? No podemos olvidar los géneros literarios en los que fue escrita la biblia, las condiciones socio culturales del tiempo en el que se escribió que no corresponden a las nuestras y, de ahí, la necesidad de una interpretación adecuada.

Busquemos, entonces, fortalecer nuestra vida cristiana con el contacto asiduo, directo, constante con la Palabra de Dios. Deseemos aprender a interpretarla. Pongamos los medios para ello. Esto redundará en frutos de vida y vida en abundancia (Jn 10.10) porque la palabra de Dios interpela, renueva, consuela, anima, desinstala, impulsa, en otras palabras, mantiene la vitalidad de nuestro amor a Dios y al prójimo, razón de ser de nuestra vida cristiana.

viernes, 12 de agosto de 2022

 

A propósito de la fiesta de la Asunción: llamados a la plenitud de la vida

Consuelo Vélez


 

La fiesta de la Asunción que conmemoramos cada 15 de agosto, nos habla de la plenitud de vida que, desde los orígenes, los cristianos creyeron, alcanzó María, la madre de Jesús. Por eso este dogma, proclamado por Pío XII en 1950, responde a la fe del pueblo y no a una verdad abstracta proclamada por alguna autoridad. Pero este dogma tiene un doble sentido. En primer lugar, reconocer en María la primera creyente que participa plenamente de la vida de Dios. En segundo lugar, la posibilidad que todos los demás seres humanos tienen de vivir esa misma plenitud. Y a esto último queremos referirnos.

La vida cristiana no es para unos pocos elegidos que dicen sentir un llamado de Dios. Históricamente los textos bíblicos en que Jesús invita a los discípulos a seguirle, se reservaron para la vida consagrada y, precisamente por eso, cuando a alguien le preguntan si tiene vocación, contesta rápidamente que no es religioso/a o sacerdote. Con esa misma interpretación se fue reservando para los consagrados un “estado de perfección” -así se expresaba en los documentos eclesiales- que no podía alcanzar el laicado. Esto se reforzó con el modelo de Iglesia que dividía al pueblo de Dios en clero y laicado en el que el primero decidía, enseñaba y estaba más cerca de Dios y el segundo obedecía, aprendía y sabía que no tenía la suficiente perfección para llegar directamente al cielo. Podría pensarse que esta descripción es algo exagerada. Tal vez sí, pero no está lejos de la realidad, todavía hoy.

Sin embargo, con Vaticano II se renovó la manera de entender la vida cristiana, de ahí que ya no se usa más la expresión “estado de perfección” y se explicitó mejor el valor del sacramento del bautismo que hace participes del sacerdocio, profetismo y reinado del mismo Cristo a aquellos que lo reciben. Desde aquí podemos afirmar que la vocación cristiana es para todo bautizado/a, y es todo el pueblo de Dios el que está llamado a la santidad, a la vida de plenitud definitiva con Dios. Lo que impide que lo consigamos, no es el estilo de vida escogido: matrimonio, vida consagrada, vida clerical, no casado, etc., sino la libertad humana que, en cualquier estado, puede darle la espalda al llamado de Dios y optar por una vida distinta a los valores del reino. La V Conferencia del Episcopado Latinoamericano y del Caribe (2007) enfatizó en el discipulado misionero, como vocación fundamental de toda persona que se encuentra con Jesucristo. Jesús llamó en su tiempo y sigue llamando ahora a todo aquel que descubre el tesoro escondido en el campo (el reino de Dios anunciado por Jesús) y se dispone a vivir en ese horizonte (deja todo lo que no responde al reino) (Mt 13, 44). Esto no desvaloriza la vida clerical o religiosa, sino que valoriza la vida laical porque en la Iglesia es el entero pueblo de Dios el que es llamado y convocado por Dios a ser su pueblo, sin otra distinción, dignidad o perfección que la de ser sus hijos e hijas, hermanos y hermanas, discípulas y discípulos de nuestro Señor Jesucristo.

Este dogma mariano, entonces, cobra mucho más sentido cuando lo celebramos no mirando tanto hacia la vida singular de María sino cuando ella nos inspira a mirar nuestra vida y a decidirnos por el seguimiento de Jesús. Seguirlo significa asumir los valores del reino: la justicia, la paz, la solidaridad, la alegría, el cuidado de la creación, la atención a los signos de los tiempos, la defensa de la vida, la opción preferencial por los más pobres de cada momento histórico. Si recordamos el pasaje en el que llegan la madre y los hermanos de Jesús a buscarlo y le avisan a Jesús que ellos están ahí, Jesús responde: ¿quién es mi madre y mis hermanos? Y él mismo responde: Los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen. Es decir, María no llegó a la plenitud de su vida por dotes extraordinarios, sino por su escucha de la palabra y su puesta en práctica (Lc 8, 19-21). A eso mismo estamos llamados todos los creyentes y podemos alcanzarlo, precisamente porque María, una de las nuestras, pudo conseguirlo.

Ojalá recordar esta celebración mariana nos ayude a renovar nuestra vida cristiana y a querer alcanzar la plenitud que Dios mismo nos ofrece. La santidad no es cuestión de rezos, inciensos, conventos, liturgias, novenas, y muchas otras expresiones de nuestra fe. Por supuesto esas mediaciones nos ayudan a disponer el corazón y a celebrar el encuentro festivo con el Señor. Pero lo decisivo para la santidad es, como decía el profeta Miqueas al pueblo de Israel: “Te declaro lo que Dios quiere de ti, solamente hacer justicia y amar con misericordia” (6, 8). El seguimiento se realiza en la vida cotidiana, en las opciones que realizamos en cada momento, en el amor que ponemos en todo lo que hacemos, en la construcción de un mundo mejor, un país mejor, una sociedad mejor, familias mejores y ministerios eclesiales, entre ellos, el ministerio ordenado, la vida consagrada, etc., importantes, no por mayor dignidad o mayor cercanía a Dios, sino por el testimonio de servicio incondicional que están llamados a vivir y con el que enriquecen la vida de toda la comunidad eclesial.

Valga esta reflexión para pensar que la escasez de vocaciones a la vida religiosa y sacerdotal, no significa falta de vocaciones a la vida cristiana. Es cuestión de secundar por donde el Espíritu hoy sigue llamando y responder a sus iniciativas. En tiempos de una iglesia sinodal, la fuerza hemos de ponerla en el pueblo de Dios que convocado por el mismo Espíritu puede ser luz para las gentes (Cf. Is 9, 2). Tenemos a María de nuestro lado y con ella y como ella podemos alcanzar todos, como pueblo sinodal, esa vida de Dios en plenitud, caminando juntos sin privilegios ni dignidades distintas a la de la vivencia del amor que es “lo único que permanece” (1 Cor 13, 8).