Ante la muerte: la fe en el Dios de la vida
Nuestro Dios es el Dios de la
vida y la promete para todos sus hijos e hijas: “He venido para que tengan vida
y vida en abundancia” (Jn 10,10). Pero esta afirmación se pone a prueba cuando
llegan los momentos límite en la vida: sea una enfermedad, una catástrofe, un
fracaso y, sobre todo, cuando se trata de la muerte. Esta última es la más
definitiva y radical: no hay vuelta atrás, no se puede esperar que de alguna
manera esa muerte se revierta; en verdad, la existencia de una persona llega a
su final. Entonces, ¿dónde queda la promesa que Jesús hizo a los suyos y en la
que nos seguimos apoyando todos los que hoy creemos en él?
Precisamente, en ese momento límite,
es cuando la fe que profesamos puede mostrar toda su razonabilidad. Allí,
cuando todo parece que se termina -o termina efectivamente- la experiencia de
fe nos permite mantener la esperanza, no solamente como una actitud
profundamente humana, sino como una verdadera experiencia del Espíritu de Jesús
que, después de haber sido asesinado por los poderosos de su tiempo, no
desaparece de la historia humana sino que sigue movilizando a sus seguidores para
continuar apostando por la vida, haciendo posible que la vida en abundancia que
Jesús había prometido, alcance a muchos, de generación en generación.
Esto no significa que no se
sienta el dolor humano. De hecho, el mismo Jesús lo vive al final de su vida
cuando invocando las palabras del salmo 22, expresa los sentimientos que lo
embargan: “Dios mío, Dios mío, porqué me has abandonado” (Mt 27,46) y, al menos
los evangelios de Mateo y de Marcos, no muestran que ese dolor fuera suavizado,
sino que “dando de nuevo un fuerte grito, exhaló el espíritu” (Mt 27, 50; Mc
15,37). Otros evangelistas como Lucas, de alguna manera, presentan menos
desgarrador ese momento, poniendo en boca de Jesús las palabras del salmo 31:
“Padre, en tus manos pongo mi espíritu y, dicho esto, expiró” (Lc 23, 46). Por
su parte el evangelio de Juan, relata así ese último momento: “Todo está
cumplido. E inclinando la cabeza entregó el espíritu” (Jn 19, 30).
El dolor humano es diferente
dependiendo de la situación de la persona que muere. Si se trata de una persona
anciana, es más fácil entender que esa vida que se iba apagando de alguna
manera, lo hace definitivamente. Más duro cuando se trata de una persona que,
en la plenitud de la vida, muere y todo su proyecto queda truncado. Y no
digamos cuando se trata de la niñez que, prácticamente, estaba comenzando a
estrenar la vida y parecía tener todas las oportunidades por delante. También
se hace muy dolorosa la muerte cuando es una muerte injusta, fruto de la maldad
de otros seres humanos. Pero en todos los casos, la fe cristiana es capaz de
sostener la esperanza porque esta implica asumir la limitación humana, la
creaturalidad que nos constituye e inclusive el mal fruto de la libertad
humana, pero también, la confianza en que sí el espíritu de Jesús continúa
animando la vida de los creyentes, de alguna manera, ese mismo espíritu sigue
animando la vida de todos los que ya no están en esta historia. Confiamos, como
lo dice Pablo en la primera carta a los Corintios que “si solamente para esta vida
tenemos, puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los más dignos de compasión
de todas las personas! ¡Pero no! Cristo resucitó de entre los muertos, como
primicias de los que durmieron” (15, 19-20). Esta es nuestra fe y ella es la
que nos sostiene en los momentos limite.
Ahora bien, esa fe no se
improvisa. Esa fe se alimenta, se cuida, se práctica. Es la fe que da sentido a
la cotidianidad sabiendo que todo lo que se hace es para intentar hacer
presente el reino de Dios en el aquí y el ahora. Es la que da sentido a todos
los momentos de la vida, aceptando los fracasos, agradeciendo los éxitos,
experimentando que todo se recibe gratuitamente, de ahí que se intente
compartirlo con generosidad: “Den gratis, lo que recibieron gratis” (Mt 10, 8).
Es la fe que nos levanta en todas las caídas y nos fortalece en todas las
dificultades. Es la fe que se renueva con cada circunstancia que sorprende,
confronta, desinstala y abre nuevos caminos. Es la fe que apoyada en la “gran
nube de testigos, nos permite sacudirnos de todo lastre que nos asedia y nos
fortalece ante la prueba, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la
fe” (Hc 12, 1-2).
Cada vez que se muere alguien y,
con más razón un ser querido, nos confrontamos con el propio sentido de vida y
con la razón de ser de este mundo. También con la calidad de nuestras
relaciones con los demás, con la riqueza de cada persona, con los valores que
constituyen la propia vida. Y, en medio del dolor que produce la ausencia de la
persona que muere, es una gracia divina poder hacer propias las palabras de
Pablo en la Carta a los Romanos. “Pues estoy seguro de que ni la muerte, ni la
vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo futuro, ni las
potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni otra criatura alguna, podrá
separarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor Nuestro” (8,
38-39). Sí, definitivamente, cuando se tiene fe, se vive la experiencia de que nada
nos aparta del amor del Señor y en ese amor, nuestros seres difuntos permanecen
en nuestra memoria y sentimos la fuerza para vivir con más intensidad como
ellos, con toda certeza, esperan que lo hagamos.
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