domingo, 29 de diciembre de 2019


A propósito de “Los dos Papas”: Un nuevo año para reformar la Iglesia





Se termina el 2019 y comienza el 2020. Esto no significa que las cosas cambien mágicamente, pero el ambiente festivo que se vive, ayuda a que el tiempo tome otro sentido y se tenga la sensación de poder comenzar cosas nuevas. Muchas son las realidades que, tal vez, quisiéramos hacer mejor el próximo año a nivel personal. Siempre hay tanto para crecer, cambiar, renovar, estrenar. Ojalá lo hagamos. También a nivel social veremos cómo sigue la “indignación” vivida en tantas partes del continente en los pasados meses. Fue imposible mantener las demandas en medio de las festividades. Pero pronto todo volverá al ritmo normal y lo social seguirá gritando por un cambio. Ojalá sepamos acompañarlo, exigirlo, construirlo. 

Ahora bien, desde nuestra fe, un nuevo año comienza para seguir promoviendo y “esperando” la tan anunciada reforma eclesial promovida por el papa Francisco. Sabemos que desde el inicio de su pontificado constituyó un grupo de cardenales para que le ayudaran a la misma y que ha venido enfrentando diferentes realidades como el escándalo (y dolor) de la pederastia, la necesidad de transparencia en las finanzas del Vaticano, la reestructuración de la curia romana, etc. Además, con la expresión “sinodalidad” se ha querido promover dicha reforma, buscando hacer más efectiva la corresponsabilidad en el gobierno de la iglesia y que haya más participación de todos los estamentos eclesiales. En este punto el laicado y, particularmente, las mujeres, los/las indígenas, los/las afro, etc., tienen aún un largo camino que recorrer, tanto en el sentirse más corresponsables, pero, por parte del clero, en promover su indispensable participación en todos los procesos eclesiales. 

Ahora bien, aún casi toda la pretendida reforma está en buenas intenciones sin que se vea un cambio efectivo en la parte estructural. Y aquí es donde la película de “Los dos Papas” me sirve de referencia, no para comentarla como filme (sobre lo cual se han hecho muy buenos y precisos comentarios) sino cómo realidad eclesial que, en gran parte allí se refleja pero quedando reducida en la película, a dos personas que logran dialogar y acercarse en sus distintas posturas -lo cual causa una grata sensación en los espectadores- pero que no afronta los problemas reales y urgentes que han de solucionarse en la iglesia y no muestra de qué manera o por dónde seguir caminando.

Personalmente creo que los dos modelos eclesiales que la película presenta no son simplemente un “pluralismo” que ha de aceptarse, sino un desafío inmenso por solucionar. El deseo de una iglesia “pobre y para los pobres” con el que Francisco comenzó su pontificado no es simplemente un deseo suyo personal sino recordar la intencionalidad de Juan XXIII al convocar al Concilio Vaticano II y la recepción creativa y en fidelidad que las conferencias de Medellín y Puebla hicieron de este en suelo latinoamericano. Ese acontecimiento conciliar supuso un movimiento fuerte de conversión, un nuevo paradigma teológico y eclesial, un mirar a los orígenes y reorientar el rumbo que el paso de los siglos y las circunstancias históricas fueron desviando por tantas causas que muchas veces fue casi imposible de evitar. Pero, se cumplió, como Jesús mismo lo vivió en su encarnación histórica, que a los profetas se les persigue y se les mata. Vaticano II y, su recepción, en diferentes formas creativas, ha sido perseguido, calumniado, ahogado, desprestigiado hasta el punto de hacer que muchos creyeran, con sinceridad, que Vaticano II había exagerado y hasta se había equivocado y, por eso, era necesario volver a la “seguridad” de la doctrina prevaticana.  

Sin embargo, como el Espíritu no cesa de soplar (Jn 3,8), Francisco puso de nuevo, en primera línea, la urgencia de una conversión al evangelio, a lo verdaderamente esencial, a la realidad humana golpeada por tantas situaciones particulares. Una conversión a la misericordia, a la encarnación, a la defensa de los más pobres y excluidos de cada tiempo presente, sin dejar de lado la creación -la casa común-, hoy también avasallada y en peligro de una destrucción que nos afecta a todos.

Para mí, por tanto, la película de “Los dos Papas” no me deja con el saber alegre de dos personas que terminan compartiendo la cotidianidad de la música o del fútbol sino con la pregunta honda de cuándo daremos ese paso institucional de conversión profunda (y digo “institucional” porque a nivel “personal” la historia está llena de fidelidades y de mártires, especialmente, en nuestro continente).
¡No!, yo no aspiro al pluralismo de dos modelos eclesiales que parece pueden convivir, sino al pluralismo de diferentes realidades -culturales, religiosas, sociales, ecológicas, genéricas, etc.,- pero todas asumidas por los valores del evangelio formando esa comunidad de hermanos y hermanas donde los pastores tienen olor a oveja  y nadie pasa necesidad porque se comparte la fe y, por supuesto, los bienes. 

La película “Los dos Papas” entretiene como tantas otras películas (aunque quienes no están tan metidos en lo eclesial no entienden algunas cosas y hasta les parece pesado el excesivo diálogo) pero el compromiso cristiano va más allá del entretenimiento: no deja de vigilar como las vírgenes prudentes esperando que llegue el novio y las lámparas estén encendidas (Mt 25, 1-13). Una iglesia pobre y para los pobre no es el deseo de un Papa sino una exigencia del evangelio que la fastuosidad y el poderío de la estructura eclesial en tantas instancias no permite realizar. Pero uno nuevo año invita a un nuevo comienzo y, en el caso eclesial, a seguir empujando una verdadera reforma o conversión eclesial donde los pobres estén en el centro y la liberación que trae la buena noticia del reino se haga realidad (Lc 4, 18-19).  

lunes, 23 de diciembre de 2019


Llega el Niño del pesebre y ¿qué dice a nuestra convulsionada América latina?


Navidad es tiempo de alegría y reconciliación. Pero ¿qué tipo de reconciliación? El texto del profeta Isaías puede iluminarnos para dar una respuesta. Es un texto donde la paz y la convivencia llegan a ser posibles en situaciones extremas: “serán vecinos el lobo y el cordero y el leopardo se echará con el cabrito, el novillo y el cachorro pacerán juntos y un niño pequeño los conducirá” (11,6). El texto continúa hablando de la vaca y la osa, el león y los bueyes, el niño y la víbora, etc. “Nadie hará daño, nadie hará mal, en todo mi santo monte, porque la tierra estará llena del conocimiento de Yahvé” (11, 9). Ahora bien, ¿cómo se logra esa convivencia de opuestos? Isaías lo ha anunciado al inicio: “Saldrá un vástago del tronco de Jesé sobre quien reposará el espíritu de Yahveh, espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de Yahveh (…) No juzgará por las apariencias, ni sentenciará de oídas. Juzgará con justicia a los débiles y sentenciará con rectitud a los pobres de la tierra. Herirá al hombre cruel con la vara de su boca, con el soplo de sus labios matará al malvado. Justicia será el ceñidor de su cintura, verdad el cinturón sus flancos” (11, 1-5).
Iluminando este tiempo de navidad con este texto podemos aplicarlo al Niño Jesús que nace. Nadie como él puede encarnar ese espíritu de sabiduría e inteligencia, fortaleza y ciencia y, sobre todo, justicia para los débiles y rectitud para con los pobres de la tierra. La comunión entre diferentes o la superación de los conflictos que supone las visiones contrarias será posible porque llega “Alguien” capaz de transformar las situaciones. Es decir, la reconciliación no es fruto del olvido del conflicto que se vive sino del discernimiento y del cambio de las causas que lo provocan.

Esto ha sido evidente en nuestra América Latina. El teólogo español, González Faus, hablando también del contexto europeo, ha dicho que el 2019 “pasará a la historia como el año del desencanto y la indignación”. Y, efectivamente, hemos visto como, en muchos países, se ha levantado el pueblo, no convocado por una bandera partidista, sino por una realidad social y política: la urgencia de la justicia social, la inaplazable transformación de los sistemas económicos injustos que “matan”, como lo ha expresado claramente el Papa Francisco (Evangelii Gaudium 53). Por su parte, el presidente del Celam, Mons. Cabrejos, afirmó que “algunos países son gobernados por líderes que no saben comprender las demandas de la población” y repasa las situaciones latinoamericanas de los últimos meses, cuestionando a los organismos del Estado por el excesivo uso de la fuerza que han utilizado para controlar la protesta, llegando a cometer auténticas violaciones a los Derechos Humanos. 

Pero, aún falta mucho para que la voz de muchos cristianos y jerarcas sea verdaderamente profética frente a la realidad que se vive. No hay un reclamo fuerte y claro a que se escuchen las demandas del pueblo. Su voz se queda, muchas veces, en invocar que cese la violencia. Por supuesto que no se puede querer la violencia y hay que invocar que cese, pero hay que ponerse del lado de la justicia, de la denuncia, de la rectitud, de los derechos humanos, de la conciencia crítica, de la comprensión más global y completa de lo que pasa en la realidad.

Navidad es tiempo de invocar la paz pero, como tantas veces se ha dicho, de una paz que “surge de la justicia” (Is 32,17). Por eso, me atrevo a afirmar, que no habrá paz en Venezuela si no se promueve el diálogo con el gobierno actual; no habrá paz en Bolivia si no se promueve el valor del pueblo indígena y las conquistas que han alcanzado; no habrá paz en Argentina y en Chile si no se condena el neoliberalismo exacerbado que ha incrementado de manera tan exagerada la pobreza; no habrá paz en Colombia si no hay voluntad política para cumplir con los Acuerdos de Paz y no se hace una reforma tributaria a favor de los pobres; y, así en cada país, con la complejidad que conlleva cada realidad particular, realidad que excede las afirmaciones que hice antes pero que las incluyen.

Llega nuevamente el Niño del pesebre, el mismo que nos trae la paz por su fidelidad al anuncio del reino, aún a costa de su propia vida. ¿Sabremos reconocerlo en nuestra realidad actual? ¿Nos sabremos situar del lado del pueblo y escuchar sus demandas? Porque los gobernantes no quieren escucharlas, pero los cristianos ¿sabremos escucharlas? Ojalá que el Niño nos ayude a hacerlo y se note en una voz profética que haga justicia a la radicalidad del evangelio.

lunes, 16 de diciembre de 2019


La Navidad no deja de lado la dificultad ni el sufrimiento


Se acerca cada vez más la navidad y todo se torna fiesta, alegría, celebración, compartir fraterno. Este clima ayuda a cambiar el horizonte y a involucrarse en este ambiente. Sin embargo, lo que cada persona vive por dentro sigue allí sin que se pueda cambiar fácilmente porque “la procesión va por dentro” -como dice un dicho popular- y puede disimularse o dejar un poco de lado para dejarse llevar por esta corriente de festividades navideñas, pero no significa que las cosas cambien mágicamente. Pero, precisamente, las condiciones en que se da el nacimiento del Niño Jesús salen al encuentro de las personas que más sufren, más necesitadas o con situaciones difíciles en la vida. 

Nacer en un pesebre -como el evangelista Lucas nos relata el nacimiento de Jesús- (Lc 2, 1-20), no es ninguna buena noticia. Fue la consecuencia de “no encontrar lugar para ellos en el mesón”, es decir pasar angustias buscando un lugar para tener el bebé y, finalmente, no encontrar más que un pesebre para resguardarse.  Quienes los visitan son los pastores, pobres entre los pobres, que no son amigos de la familia pero que están en la zona y se acercan a saludarles, tal vez por la novedad de un nacimiento en ese lugar inhóspito donde ellos se encuentran. Lógicamente el evangelista coloca en boca de los pastores la alegría por el nacimiento de aquel niño entre ellos, pero parece que nadie más lo reconoció y simplemente pasados aquellos días, María y José van a cumplir con los ritos religiosos previstos para los niños judíos. Pero no fue fácil dicho nacimiento: solos, en tierra extraña, en las condiciones más precarias. 

La manera como el evangelio de Mateo relata el nacimiento (Mt 2, 1-18) no es muy diferente en el sentido de las dificultades que rodean dicho acontecimiento. Una vez que el niño nace en Belén, se desata un tiempo de persecución e inseguridad. Aunque el evangelista relata la visita de los reyes magos -con la que pretende mostrar la repercusión universal que este nacimiento tiene- José es avisado en sueños que el rey Herodes los está buscando para matar al niño. De ahí que tienen que huir a Egipto para librarse de ese peligro. Según el relato, aunque Herodes no puede matar al Niño Jesús, podemos imaginar el horror que supuso para los demás niños que si fueron alcanzados por su espada. La muerte de los inocentes es una realidad tan cruda como los miles de inocentes que se han asesinado en tantas guerras y conflictos que no dejan de suceder en nuestro mundo.

Ahora bien, recordar estas dificultades que rondan la navidad nos hace buscar el sentido profundo de la misma y no quedarnos en la superficialidad de la algarabía y los festejos, tapando la realidad difícil que sigue existiendo en nuestras historias personales y sociales. Navidad también es tiempo de asumir el dolor, la incertidumbre, el fracaso, la enfermedad e incluso, la muerte, que se hace presente tantas veces en nuestra vida. Tal vez desde el propio sufrimiento podemos entender mejor lo que supuso el nacimiento del Salvador: nos trae la vida, pero no la reconocemos fácilmente, nos trae la paz, pero se desata la persecución, nos trae la esperanza, pero se vive en la incertidumbre. 

No hay que disimular u ocultar los dolores de la vida. Hay que afrontarlos, asumirlos, transformarlos. Y el pesebre nos dice que es posible cambiar la realidad, aunque parezca que solo existan pesebres frágiles y solitarios en nuestra vida. Cuando todo parece difícil, el anuncio de los pastores puede abrirnos caminos porque “ha nacido el Salvador del mundo que será alegría para todo el pueblo” (Lc 2, 10). Es decir, para todas las situaciones de nuestra vida hay salvación y un nuevo comienzo. Esa es la promesa del Señor que se repite en cada navidad y Él jamás deja de cumplirla. Acogerlo en nuestro pesebre personal es el punto de partida para ponernos en camino y hacer posible un futuro mejor que tarde o temprano llega, de la forma menos esperada. Navidad es entonces tiempo de alegría y esperanza, no desde la superficialidad de las luces que adornan las ciudades sino desde la profundidad del corazón que, muchas veces herido, confía en el Niño que nace trayéndonos vida y vida en abundancia (Jn 10,10).

lunes, 9 de diciembre de 2019


Renovar la esperanza en este tiempo de adviento



El tiempo de adviento nos invita a prepararnos para la navidad “esperando al que ha de venir”. Es decir, se nos piden dos actitudes: (1) esperar (2) a alguien. Lo primero nos confronta con algo muy humano como es la esperanza. Por muchas dificultades que tengamos, hay un impulso interior que nos hace esperar que las cosas cambien. A eso el filósofo Ernst Bloch le llamó el “principio esperanza” que luego será retomado por el teólogo Jürgen Moltmann, en su “Teología de la esperanza” mostrando que, por encima de todas las dificultades humanas, hay como un resorte interior que nos hace levantarnos una y otra vez y caminar hacia delante. Y desde la fe, por supuesto es Dios mismo quien nos impulsa a avanzar hacia un futuro que esperamos sea con Él y en plenitud. 

Sin embargo, a veces este dinamismo humano parece apagarse. La rutina, el conformismo, la inmediatez nos hacen perder esa capacidad de esperar que las cosas sean nuevas y mejores. Y, en la vida cristiana, esto pasa más de lo que nos imaginamos. Parece que ya es un hecho que creemos en Dios y simplemente vamos pasando de celebración en celebración sin vivir una renovación interior, sin dejarnos sorprender por el Dios que nos sale al encuentro en cada minuto de nuestra existencia. 

La invitación, por tanto, en este tiempo de adviento es a renovar la actitud de espera. Puede ayudar el preguntarnos: y, para este tiempo de adviento ¿qué espero? ¿qué anhelos tiene mi corazón? ¿qué quisiera que trajera el Dios que viene? Cada adviento podría ser un momento privilegiado que marcara nuestra vida y nos diera un nuevo horizonte para vivir el año que nuevamente comienza. Muchas esperanzas podrían acompañar nuestra vida: A nivel personal, crecer en la vida interior afinando nuestra escucha de Dios, de su palabra, de su querer sobre la humanidad. A nivel comunitario, crecer en el amor a los otros para amarlos más y mejor, comprender sus dolores y alegrías, disculpar sus errores y colaborar en todo lo que necesiten. A nivel social, sensibilizarnos mucho más por aquello que interesa más a Dios: los pobres por quienes Él se inclina, siempre y en primer lugar. Eso supone crecimiento en la dimensión social de la fe, no como algo añadido sino como inherente a nuestra vida cristiana. 

En este último aspecto es fácil sentirnos cercanos de esta realidad porque corren vientos en Latinoamericana de indignación frente a la injusticia social y eso va muy en sintonía con los profetas que anuncian al Dios que viene. Ellos siempre denuncian la suerte de los pobres como fruto de la desigualdad y convocan al derecho y la justicia que han de ejercer los gobernantes para que la situación cambie (Sal 72,2). Los profetas dejan ver con claridad que la justicia de Dios siempre se pone del lado del pobre, del débil, del necesitado, porque si Él viene es para cambiar su suerte. Ahora bien, Dios solo puede actuar a través de los seres humanos y por eso el clamor constante a que podamos entender su lógica de amor y la pongamos en práctica. Seguimiento, discipulado, vocación, no son, en primer lugar, para la santificación personal sino para hacer posible -en la historia- el actuar de Dios a través nuestro.

Este tiempo de adviento, podría ser, entonces, un tiempo de espera activa, de esperanza fecunda. Un tiempo de preparar los caminos del Niño que llega. Preparar nuestra vida para que Él pueda contar con nosotros haciéndole presente en todos nuestros actos. Preparar nuestro mundo para que se haga más claro que el Dios que viene, denuncia y anuncia la justicia para todos pero, especialmente, para los más pobres. Preparar nuestra iglesia para que se renueve por dentro y se parezca cada vez más a la iglesia de los orígenes, aquella que nació alrededor de un pesebre. Preparar, en definitiva, un adviento fecundo que celebre realmente al Niño que llega “para alegría de todo el pueblo” (Lc 2, 10)

lunes, 2 de diciembre de 2019


Una navidad con sabor de Amazonía

El tiempo de Navidad se acerca y conviene irnos preparando. Navidad es tiempo de familia, de encuentro, de fiesta. En la vida cristiana todo lo anterior expresa la celebración del nacimiento del Niño Jesús que sigue convocándonos y remitiéndonos a los orígenes sencillos de la vida cristiana, alrededor de un pesebre, con unos pastores que anuncian la Buena Noticia del Salvador: Dios mismo se ha hecho uno de nosotros y así, la vida divina, se hace posible y asequible a todo aquel que quiera recibirla.

Guardadas las proporciones, el Sínodo de la Amazonía que se realizó en octubre podría remitirnos a una escena similar a la del pesebre. De lo que se trató fue de la evangelización de los pueblos indígenas de esa región. La Amazonía, también llamada Panamazonía, es un extenso territorio con una población estimada en 33.600.000 habitantes, de los cuales unos 2,5 millones son indígenas. Está formada por nueve países: Brasil, Bolivia, Colombia, Ecuador, Perú, Venezuela, Suriname, Guayana Inglesa y Guayana Francesa. Allí se concentra un tercio de las reservas forestales primarias del mundo.

No se puede negar que estos pueblos han sido olvidados, masacrados, ignorados. Si nos remitimos a la conquista de América, los conquistadores arrasaron con sus culturas y les robaron sus riquezas. Cuando los pueblos de América se liberaron, la suerte de los indígenas no cambió sustancialmente. Vino el mestizaje y los pueblos originarios quedaron bastante rezagados del acontecer nacional. La iglesia ha jugado un papel positivo en algunos aspectos -los ha defendido, luchado por sus derechos, reconocido sus valores-, pero también, como institución inmersa en la realidad social de cada tiempo, creyó que la evangelización suponía ignorar sus culturas, incluso cambiarlas por la manera de ser occidental. Hace ya décadas que se ha transformado la manera de concebir la misión en esas tierras y se ha crecido en respeto, aceptación y valoración de estos pueblos ancestrales. Pero el Sínodo de Amazonía ha sido un paso mucho más fuerte y definitivo para la valoración, reconocimiento y compromiso con los pueblos indígenas.

La iglesia los “escuchó” verdaderamente. Fueron casi dos años de preparación previa, porque el Sínodo lo inauguró oficialmente el Papa Francisco en su visita a Puerto Maldonado (Perú) en enero de 2018. Desde entonces se hizo un proceso de consulta que abarcó unas 87.000 voces que permitieron la elaboración del Instrumento de Trabajo que se estudió en el Sínodo. Fue muy importante ver en el Vaticano a los pueblos indígenas con sus tradiciones, bailes y expresiones culturales y permitir que sus símbolos fueran ofrecidos y expuestos en aquellos lugares con una cultura tan distinta. Por supuesto, no faltó el rechazó de algunas tendencias conservadoras de la Iglesia y las falsas acusaciones de panteísmo o idolatría. Pero, no es de extrañar. Al Niño del pesebre tampoco lo reconocieron fácilmente como Hijo de Dios y solo los pobres y sencillos lo acogieron desde el primer momento.

El Papa recibió el documento final del Sínodo y seguramente responderá con una Exhortación post sinodal. Pero en el discurso final insistió en que lo más importante de esta experiencia debería ser el “diagnóstico de lo que pasa en esas tierras y en esos pueblos” para poder responder adecuadamente tanto en lo que respecta a la defensa de la vida -de los pueblos y de la creación- como a una evangelización que llegue al corazón de sus culturas y no avasalle la riqueza de sus tradiciones y el “Buen vivir” (armonía consigo mismo, con la naturaleza, con los seres humanos y con el ser supremo) que tienen los indígenas.

El documento final tiene 5 capítulos. El primero, “De la escucha a la conversión integral” y los otros cuatro, abordando “los nuevos caminos” que la iglesia ha de transitar en cuatro dimensiones: conversión pastoral, conversión cultural, conversión ecológica y conversión sinodal.

El primer capítulo es una clara voz profética que le levanta contra la realidad que allí se vive: “Hay una destrucción de la Amazonia y eso significa la desaparición del territorio y de sus habitantes, especialmente los pueblos indígenas” (n.2). “La Amazonía es hoy una hermosura herida y deformada, un lugar de dolor y violencia” (n.10). Aquí también se reconoce el papel que la iglesia puede jugar ante esa dura realidad: “En el momento presente, la Iglesia tiene la oportunidad histórica de diferenciarse de las nuevas potencias colonizadoras escuchando a los pueblos amazónicos para poder ejercer con transparencia su actividad profética” (n.15). Pero la iglesia no podrá tener esa voz profética si no escucha “el clamor de la tierra y el grito de los pobres y de los pueblos” (n.17). Ese clamor hará posible la urgente “conversión integral” a una vida “simple y sobria, todo ello alimentado por una espiritualidad mística al estilo de San Francisco de Asís” (n.17).

Los otros cuatro capítulos quieren concretar esa conversión integral al evangelio en las cuatro dimensiones antes señaladas. Cada una de ellas merecería una reflexión detallada, pero señalemos aquí, algunas de sus afirmaciones fundamentales: asumir el “pecado ecológico” (n.82), crear un “rito amazónico propio” (n.119), denunciar los “atentados contra los indígenas y su tierra” (n.46), rechazar toda evangelización de “estilo colonialista” (n.55) y todo “proselitismo” (n.56) , comprometernos con la “ecología integral” como único camino posible para salvar la región (n.67), denunciar la violación de los derechos humanos y la destrucción extractiva (n. 70), descentralizar las estructuras de la iglesia para una mayor sinodalidad (n.91); formación inculturada para los futuros presbíteros (n. 108), empoderar a las personas con un sano sentido crítico (n.59), traducción de la Biblia a las lenguas indígenas (n.24); promover el diálogo ecuménico, interreligioso e intercultural (n.24), reconocer la riqueza y espiritualidad de la teología india, la teología de rostro amazónico y la piedad popular (n.54). Y lo que llevó buena parte del sínodo: la petición de ordenar hombres casados -idóneos y reconocidos por la comunidad- (n.111), reconocer un ministerio para la mujer como dirigente de la comunidad (n.102) y retomar el tema del diaconado femenino (n.103).

De la pobreza de los pueblos de la Amazonía surgieron propuestas nuevas y audaces. Casi, se podría decir, que allí también se dio un pesebre que, si sabemos reconocer, “será alegría para todo el pueblo” (Lc 2, 10).