Una navidad con
sabor de Amazonía
El tiempo de Navidad se acerca y conviene irnos preparando. Navidad es tiempo de familia, de encuentro, de
fiesta. En la vida cristiana todo lo anterior expresa la celebración del
nacimiento del Niño Jesús que sigue convocándonos y remitiéndonos a los
orígenes sencillos de la vida cristiana, alrededor de un pesebre, con unos
pastores que anuncian la Buena Noticia del Salvador: Dios mismo se ha hecho uno
de nosotros y así, la vida divina, se hace posible y asequible a todo aquel que
quiera recibirla.
Guardadas las proporciones, el Sínodo de la Amazonía que se
realizó en octubre podría remitirnos a una escena similar a la del pesebre. De
lo que se trató fue de la evangelización de los pueblos indígenas de esa
región. La Amazonía, también llamada Panamazonía, es un extenso territorio con
una población estimada en 33.600.000 habitantes, de los cuales unos 2,5
millones son indígenas. Está formada por nueve países: Brasil, Bolivia,
Colombia, Ecuador, Perú, Venezuela, Suriname, Guayana Inglesa y Guayana
Francesa. Allí se concentra un tercio de las reservas forestales primarias del
mundo.
No se puede negar que estos pueblos han sido olvidados,
masacrados, ignorados. Si nos remitimos a la conquista de América, los
conquistadores arrasaron con sus culturas y les robaron sus riquezas. Cuando
los pueblos de América se liberaron, la suerte de los indígenas no cambió
sustancialmente. Vino el mestizaje y los pueblos originarios quedaron bastante
rezagados del acontecer nacional. La iglesia ha jugado un papel positivo en
algunos aspectos -los ha defendido, luchado por sus derechos, reconocido sus
valores-, pero también, como institución inmersa en la realidad social de cada
tiempo, creyó que la evangelización suponía ignorar sus culturas, incluso
cambiarlas por la manera de ser occidental. Hace ya décadas que se ha transformado
la manera de concebir la misión en esas tierras y se ha crecido en respeto,
aceptación y valoración de estos pueblos ancestrales. Pero el Sínodo de
Amazonía ha sido un paso mucho más fuerte y definitivo para la valoración,
reconocimiento y compromiso con los pueblos indígenas.
La iglesia los “escuchó” verdaderamente. Fueron casi dos
años de preparación previa, porque el Sínodo lo inauguró oficialmente el Papa
Francisco en su visita a Puerto Maldonado (Perú) en enero de 2018. Desde
entonces se hizo un proceso de consulta que abarcó unas 87.000 voces que
permitieron la elaboración del Instrumento de Trabajo que se estudió en el
Sínodo. Fue muy importante ver en el Vaticano a los pueblos indígenas con sus
tradiciones, bailes y expresiones culturales y permitir que sus símbolos fueran
ofrecidos y expuestos en aquellos lugares con una cultura tan distinta. Por
supuesto, no faltó el rechazó de algunas tendencias conservadoras de la Iglesia
y las falsas acusaciones de panteísmo o idolatría. Pero, no es de extrañar. Al
Niño del pesebre tampoco lo reconocieron fácilmente como Hijo de Dios y solo
los pobres y sencillos lo acogieron desde el primer momento.
El Papa recibió el documento final del Sínodo y seguramente
responderá con una Exhortación post sinodal. Pero en el discurso final insistió
en que lo más importante de esta experiencia debería ser el “diagnóstico de lo
que pasa en esas tierras y en esos pueblos” para poder responder adecuadamente
tanto en lo que respecta a la defensa de la vida -de los pueblos y de la
creación- como a una evangelización que llegue al corazón de sus culturas y no
avasalle la riqueza de sus tradiciones y el “Buen vivir” (armonía consigo
mismo, con la naturaleza, con los seres humanos y con el ser supremo) que tienen
los indígenas.
El documento final tiene 5 capítulos. El primero, “De la
escucha a la conversión integral” y los otros cuatro, abordando “los nuevos
caminos” que la iglesia ha de transitar en cuatro dimensiones: conversión
pastoral, conversión cultural, conversión ecológica y conversión sinodal.
El primer capítulo es una clara voz profética que le levanta
contra la realidad que allí se vive: “Hay una destrucción de la Amazonia y eso
significa la desaparición del territorio y de sus habitantes, especialmente los
pueblos indígenas” (n.2). “La Amazonía es hoy una hermosura herida y deformada,
un lugar de dolor y violencia” (n.10). Aquí también se reconoce el papel que la
iglesia puede jugar ante esa dura realidad: “En el momento presente, la Iglesia
tiene la oportunidad histórica de diferenciarse de las nuevas potencias
colonizadoras escuchando a los pueblos amazónicos para poder ejercer con
transparencia su actividad profética” (n.15). Pero la iglesia no podrá tener
esa voz profética si no escucha “el clamor de la tierra y el grito de los
pobres y de los pueblos” (n.17). Ese clamor hará posible la urgente “conversión
integral” a una vida “simple y sobria, todo ello alimentado por una
espiritualidad mística al estilo de San Francisco de Asís” (n.17).
Los
otros cuatro capítulos quieren concretar esa conversión integral al evangelio
en las cuatro dimensiones antes señaladas. Cada una de ellas merecería una
reflexión detallada, pero señalemos aquí, algunas de sus afirmaciones
fundamentales: asumir el “pecado ecológico” (n.82), crear un “rito
amazónico propio” (n.119), denunciar los “atentados contra los indígenas y su
tierra” (n.46), rechazar toda evangelización de “estilo colonialista” (n.55) y
todo “proselitismo” (n.56) , comprometernos con la “ecología integral” como
único camino posible para salvar la región (n.67), denunciar la violación de
los derechos humanos y la destrucción extractiva (n. 70), descentralizar las
estructuras de la iglesia para una mayor sinodalidad (n.91); formación
inculturada para los futuros presbíteros (n. 108), empoderar a las personas con
un sano sentido crítico (n.59), traducción de la Biblia a las lenguas indígenas
(n.24); promover el diálogo ecuménico, interreligioso e intercultural (n.24),
reconocer la riqueza y espiritualidad de la teología india, la teología de
rostro amazónico y la piedad popular (n.54). Y lo que llevó buena parte del
sínodo: la petición de ordenar hombres casados -idóneos y reconocidos por la
comunidad- (n.111), reconocer un ministerio para la mujer como dirigente de la
comunidad (n.102) y retomar el tema del diaconado femenino (n.103).
De
la pobreza de los pueblos de la Amazonía surgieron propuestas nuevas y audaces.
Casi, se podría decir, que allí también se dio un pesebre que, si sabemos
reconocer, “será alegría para todo el pueblo” (Lc 2, 10).
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