domingo, 24 de febrero de 2019


Vida cristiana y experiencia de fe


La vida cristiana hay que alimentarla día a día, precisamente, porque es “vida” y no “doctrina”. Si fuera solo doctrina, bastaría con saber el catecismo y tener los conocimientos adecuados para hablar de Dios, la Iglesia o los sacramentos, desde un punto de vista nocional y, seguramente, mantener una claridad y coherencia con los pilares fundamentales de la fe. No es que esto no sea necesario. Si lo es, y otras veces hemos insistido en la necesidad de una sólida formación. Sin embargo, poner el énfasis en la “vida” supone recordar que el encuentro con Dios es ante todo, diálogo vivo y cercano con el Señor, amistad que se cultiva y va creciendo, experiencias que van tejiendo una historia de amistad con Él de la que se puede dar testimonio con alegría y riesgo. Descubrir así la fe, como vida vivida, le imprime dinamismo y sentido al encuentro con Dios. Cada día es nuevo. Cada momento es una captación distinta de su presencia. Cada acontecimiento va mostrando diferentes facetas de la vida cristiana que la hacen plena y atractiva, dadora de sentido y de futuro. 

De ahí que sea tan importante la oración porque es mediación privilegiada para percibir la presencia de Dios en nuestra vida y entender mejor su designio sobre nosotros. Nos referimos a una oración que es ante todo diálogo y encuentro y no repetición de fórmulas sabidas, porque es el diálogo el que propicia el conocimiento mutuo. Y sin este conocimiento no puede haber crecimiento en el amor y en la confianza. A Dios lo vamos conociendo poco a poco y en él, nos vamos conociendo a nosotros mismos. Y desde esa verdad que somos, es que se afianza y se madura en la vida cristiana. Cuando se cultiva una vida de oración, podríamos decir como decía Job: “Te conocía de oídas, pero ahora te han visto mis ojos” (Job 42,5). Es decir, la oración nos permite experimentar como actúa Dios en nuestra vida y en el mundo en que vivimos.

Pero hay algo más. Necesitamos conocer a Dios como Él es y no como nosotros creemos que es. De ahí que, a imagen de lo que nos pasa en las relaciones con los demás -que siempre hay algo nuevo que conocer del otro-, también siempre hay algo nuevo que conocer de Dios porque “mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos, porque como los cielos son más altos que la tierra, así mis caminos son más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos” (Is 55,8-9). Por eso conocer al Dios revelado por Jesús, no fue fácil y no lo es aún hoy tampoco. En tiempos de Jesús, sus contemporáneos terminan matándolo porque el Dios que Él predicaba no se ajustaba a lo que ellos esperaban de Dios y les incomodó tanto ese Dios misericordioso, amigo de pecadores y publicanos, siempre dispuesto a perdonar, que prefirieron matar a Jesús. Y hoy sigue pasando lo mismo porque cuando se predica el Dios comprometido con los pobres, inclinado siempre a su favor, impregnado de la lógica de la caridad y la misericordia y no de la eficacia y la mayor ganancia, ese Dios sigue incomodando y prefiere acusarse a esos que lo predican, de estar en contra de la doctrina oficial. 

Ahora bien, precisamente esto es señal de que el cristianismo es una “vida”. Vida que hay que vivirla en cada tiempo con los desafíos que trae. Cada uno tiene que recorrer el propio camino y enfrentarse con las dificultades que se le presentan. Pero también cada uno tiene la responsabilidad de mantener la fidelidad, ante todo, al Dios que sigue hablando y saliendo a nuestro encuentro, para abrir nuevos caminos que permitan hacer significativa y atractiva la experiencia de fe en este mundo. Oración y capacidad de discernir los signos de los tiempos, son mediaciones indispensables. Fidelidad y riesgo para vivir y recorrer senderos distintos es lo que se espera hoy de los discípulos/misioneros. Está en nuestras manos, por tanto, sumergirnos en esta corriente de renovación y cambio, tan impulsada por el Papa Francisco y tan necesaria para una iglesia más viva y audaz.

lunes, 11 de febrero de 2019


Oración cristiana y otras prácticas de espiritualidad


De nuevo estamos viviendo en lo que el calendario litúrgico llama “tiempo ordinario”. Esto significa que no estamos en Pascua, ni en Navidad -tiempos que marcan momentos fuertes de nuestra fe-, sino en la cotidianidad del día a día, donde en verdad se juega nuestra fidelidad y se afirman nuestras convicciones. ¿Cómo alimentar nuestro encuentro con Dios y compromiso de fe en el transcurrir de los días? ¿cómo mantener la vitalidad y frescura de la creencia que profesamos? Cuando no hay referencias extraordinarias, se necesita constancia, perseverancia, esfuerzo para no decaer en la fidelidad, para no rebajar en la exigencia evangélica.

Los/as maestros/as espirituales siempre han señalado la oración como una mediación privilegiada para este cultivo continuo de la vida interior. Sin duda, su experiencia y la tradición que les acompaña, nos invita a seguir sus indicaciones. Pero las diversas circunstancias que vivimos, nos piden también, renovación y creatividad para ir al unísono de las sensibilidades actuales y encontrar una resonancia adecuada en los destinatarios. 

Es aquí donde las propuestas alternativas -tan practicadas hoy en día- de relajación, concentración, búsqueda y conocimiento interior, dominio de los sentidos, armonía con la creación, descubrimiento de los sentimientos y de la corporeidad, etc., acompañadas además, de unos escenarios holísticos, simbólicos, naturales –velas, luces, aromas, sonidos, danzas, etc.-, comienzan a jugar un papel importante en la espiritualidad. Y frente a la acogida que tienen estas prácticas, surgen varias preguntas: ¿Estas propuestas se asimilan a la oración cristiana? ¿la sustituyen? ¿la complementan? ¿qué tanto hay que integrarlas a la vida de fe? ¿cómo discernirlas? 

Hay personas para quienes estos medios son puerta de entrada a una experiencia de la Trascendencia y a una integración de su vida. Además, en muchos sentidos, resultan benéficas y saludables. En medio de esta vida llena de correrías, afanes e inmediateces, habituarse a tiempos de relajación, de silencio, de concentración, no puede más que traer efectos positivos y convertirse en signos de otra manera de vivir más integral e integradora.

Pero la pregunta que queda resonando es si eso es suficiente para la vivencia cristiana y el seguimiento de Jesús. Y aquí es, donde personalmente, temo que – sin negar los aspectos positivos que antes señalamos- se corre el peligro de convertirlas en sustitutos de la oración cristiana, es decir, se limite la espiritualidad a una mera búsqueda de bienestar personal, dejando de lado el aspecto profético, propio del Dios anunciado por Jesús. 

Vale la pena anotar, sin embargo, que muchas veces las más “clásicas” formas de oración cristiana también encierran en un intimismo y búsqueda personal y no lanzan al compromiso y a la solidaridad. Por tanto, el problema no está sólo en las técnicas o medios que se utilizan para orar, sino en todo el horizonte que las enmarca y que puede favorecer más un aspecto u otro. 

Y a todo esto se le suma que, a fin de cuentas, el encuentro con Dios es una gracia, un don que no conseguimos por nuestros esfuerzos, ni por las terapias, ejercicios o esquemas que nos propongamos. Orar es un esfuerzo humano en el sentido de que nos disponemos para ello buscando los mejores medios para favorecer el encuentro con Dios pero, sobre todo, orar es gracia divina que nos llega cuando Dios quiere y como Él quiere. 

Por tanto, lo fundamental es alimentar la vida de fe con la oración continua, constante, diaria. Y en ese empeño preguntarse qué medios son más fecundos para disponernos al encuentro con Dios pero también cuáles nos encaminan más hacia el amor y la misericordia, hacia la solidaridad y la transformación de las realidades injustas, hacia la compasión y la defensa de los más débiles. El encuentro con “la humanidad de Jesús” como decía Santa Teresa –maestra de oración- no puede faltar en la oración cristiana. Y esta humanidad se refiere al compromiso con la vida concreta, al amor a los hermanos, el ver al Cristo sufriente en el rostro de los demás. La lectura de los Evangelios no puede faltar para entender esa humanidad de Jesús en su anuncio del Reino: liberación de todo lo que oprime a las personas, inclusión de todos y todas en la mesa común –banquete del reino- dispuesta por Dios para todos sus hijos e hijas, comenzando con los más pobres. 

Busquemos, por tanto, un cultivo de nuestra oración, cada cual según su sensibilidad y con los medios y prácticas que más le ayuden, pero sin perder la interpelación y el compromiso –dimensión profética- que el encuentro con el Dios de Jesús suscita en la oración auténticamente cristiana.

lunes, 4 de febrero de 2019


¿Por qué Dios no me concede lo que le pido?


He escuchado a más de una persona quejarse ante el silencio de Dios o de los santos a los que les encomiendan sus causas. También preguntarse con insistencia por qué Dios, que todo lo puede, no cambia la situación de hambre, guerra o muerte que nos rodea. Esto nos sitúa en la oración de petición, talvez la más conocida por el pueblo cristiano y que moviliza a tantos peregrinos a los diferentes santuarios donde se acude para pedir por todo tipo de necesidades. Pero ¿qué sentido tiene esta oración? ¿De qué manera debe realizarse para no confundir a Dios con un “mago” que puede concedernos lo imposible? ¿Cómo entender que tantas peticiones no se cumplan y que parezca que Dios pide demasiado sacrificio para responder a algunas de ellas? ¿Qué papel juega la fe en esta oración?


Cuando las peticiones no se cumplen

Vale la pena insistir en que lo más importante es revisar una y otra vez la imagen de Dios que vivimos. Es muy fácil tener una idea de Dios como todopoderoso en el sentido de intervenir mágicamente en los procesos naturales y poder hacer lo que quiera. Pero esta no es la base de nuestra fe. El poder de Dios es, ante todo, el de trabajar desde dentro de los corazones humanos, para hacer de este mundo un lugar como El quiere. Por tanto, no es tanto que no se cumplan las peticiones, como el que no sabemos pedir lo que conviene. A Dios no se le tiene que pedir la solución mágica de las circunstancias sino la luz y la fuerza necesaria para afrontarlas y resolverlas. En palabras bíblicas, lo que tenemos que pedir es el Espíritu Santo porque él si sabe pedir lo que conviene (Cf. Rom 8, 26). 


Poner en Dios la confianza y descansar en su cariño

Un cuento oriental nos ilumina profundamente el sentido de la oración de petición.

El petirrojo le dijo al gorrión: “Me gustaría, de veras, saber por qué estos afanosos seres humanos se apresuran y se preocupan tanto”. Y el gorrión le dijo al petirrojo: “Amigo, estoy seguro que tiene que ser porque ellos no tienen un Padre celestial que se cuide de ellos como se cuida de ti y de mi”.

La oración de petición debe ser ese reconocimiento profundo de que nuestra vida está en manos de Dios. De esta manera esta oración es fuente de verdadera humildad y confianza infinita en el Señor. Realmente somos limitados, frágiles y finitos pero podemos vivir con alegría y confianza porque nos sentimos amados y cuidados por el Padre celestial que vela por sus pajaritos y, estamos seguros, de que nosotros valemos mucho más que ellos (Cf. Mt 6, 26). Lo que tenemos que pedir es que el Señor transforme nuestro corazón y nos libere de todo egoísmo y búsqueda propia. De toda falta de aceptación de las circunstancias que no podemos cambiar. De todo apego a aquello que tiene que partir. De no esforzarnos ante las cosas que sí podemos transformar. Pedir, sí, y con insistencia, pero no cosas extraordinarias sino que nos mantengamos abiertos a la acción de Dios para que se realice el milagro de que todo hermano necesitado encuentre en su camino a alguien que le tienda la mano.