Oración cristiana y otras prácticas de espiritualidad
De nuevo estamos viviendo en lo que el
calendario litúrgico llama “tiempo ordinario”. Esto significa que no estamos en
Pascua, ni en Navidad -tiempos que marcan momentos fuertes de nuestra fe-, sino
en la cotidianidad del día a día, donde en verdad se juega nuestra fidelidad y
se afirman nuestras convicciones. ¿Cómo alimentar nuestro encuentro con Dios y
compromiso de fe en el transcurrir de los días? ¿cómo mantener la vitalidad y
frescura de la creencia que profesamos? Cuando no hay referencias
extraordinarias, se necesita constancia, perseverancia, esfuerzo para no decaer
en la fidelidad, para no rebajar en la exigencia evangélica.
Los/as maestros/as espirituales siempre han
señalado la oración como una mediación privilegiada para este cultivo continuo
de la vida interior. Sin duda, su experiencia y la tradición que les acompaña, nos
invita a seguir sus indicaciones. Pero las diversas circunstancias que vivimos,
nos piden también, renovación y creatividad para ir al unísono de las
sensibilidades actuales y encontrar una resonancia adecuada en los
destinatarios.
Es aquí donde las propuestas alternativas -tan
practicadas hoy en día- de relajación, concentración, búsqueda y conocimiento
interior, dominio de los sentidos, armonía con la creación, descubrimiento de
los sentimientos y de la corporeidad, etc., acompañadas además, de unos
escenarios holísticos, simbólicos, naturales –velas, luces, aromas, sonidos, danzas,
etc.-, comienzan a jugar un papel importante en la espiritualidad. Y frente a
la acogida que tienen estas prácticas, surgen varias preguntas: ¿Estas propuestas
se asimilan a la oración cristiana? ¿la sustituyen? ¿la complementan? ¿qué
tanto hay que integrarlas a la vida de fe? ¿cómo discernirlas?
Hay personas para quienes estos medios son
puerta de entrada a una experiencia de la Trascendencia y a una integración de
su vida. Además, en muchos sentidos, resultan benéficas y saludables. En medio
de esta vida llena de correrías, afanes e inmediateces, habituarse a tiempos de
relajación, de silencio, de concentración, no puede más que traer efectos
positivos y convertirse en signos de otra manera de vivir más integral e integradora.
Pero la pregunta que queda resonando es si
eso es suficiente para la vivencia cristiana y el seguimiento de Jesús. Y aquí
es, donde personalmente, temo que – sin negar los aspectos positivos que antes
señalamos- se corre el peligro de convertirlas en sustitutos de la oración
cristiana, es decir, se limite la espiritualidad a una mera búsqueda de
bienestar personal, dejando de lado el aspecto profético, propio del Dios
anunciado por Jesús.
Vale la pena anotar, sin embargo, que
muchas veces las más “clásicas” formas de oración cristiana también encierran
en un intimismo y búsqueda personal y no lanzan al compromiso y a la
solidaridad. Por tanto, el problema no está sólo en las técnicas o medios que
se utilizan para orar, sino en todo el horizonte que las enmarca y que puede
favorecer más un aspecto u otro.
Y a todo esto se le suma que, a fin de
cuentas, el encuentro con Dios es una gracia, un don que no conseguimos por
nuestros esfuerzos, ni por las terapias, ejercicios o esquemas que nos
propongamos. Orar es un esfuerzo humano en el sentido de que nos disponemos
para ello buscando los mejores medios para favorecer el encuentro con Dios
pero, sobre todo, orar es gracia divina que nos llega cuando Dios quiere y como
Él quiere.
Por tanto, lo fundamental es alimentar la
vida de fe con la oración continua, constante, diaria. Y en ese empeño
preguntarse qué medios son más fecundos para disponernos al encuentro con Dios
pero también cuáles nos encaminan más hacia el amor y la misericordia, hacia la
solidaridad y la transformación de las realidades injustas, hacia la compasión
y la defensa de los más débiles. El encuentro con “la humanidad de Jesús” como
decía Santa Teresa –maestra de oración- no puede faltar en la oración
cristiana. Y esta humanidad se refiere al compromiso con la vida concreta, al
amor a los hermanos, el ver al Cristo sufriente en el rostro de los demás. La
lectura de los Evangelios no puede faltar para entender esa humanidad de Jesús en
su anuncio del Reino: liberación de todo lo que oprime a las personas,
inclusión de todos y todas en la mesa común –banquete del reino- dispuesta por
Dios para todos sus hijos e hijas, comenzando con los más pobres.
Busquemos, por tanto, un cultivo de nuestra
oración, cada cual según su sensibilidad y con los medios y prácticas que más
le ayuden, pero sin perder la interpelación y el compromiso –dimensión
profética- que el encuentro con el Dios de Jesús suscita en la oración auténticamente
cristiana.
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