domingo, 10 de mayo de 2015


Y a imagen de Dios los creó: varón y mujer los creó”

El mes de mayo nos remite a hablar de las madres y, por tanto, a hablar de las mujeres. Claro que a veces, los varones se quejan: ¿y cuándo es el mes de los varones? Y lo mismo dicen el 8 de marzo cuando se conmemora el día de la mujer: ¿y cuando es el día del hombre? Pero atención: es que hablar de la mujer no es gratuito. Supone reconocer la condición de subordinación a la que ellas han estado sometidas durante siglos y los intentos, ya no tan recientes, pero sí tan necesarios, de seguir creando conciencia para cambiar esa situación, trabajando porque los imaginarios y las prácticas reflejen el designio creador de Dios: “Y creo Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó” (Gén 1, 27).

En efecto, este texto del Génesis refleja esa igualdad fundamental entre varón y mujer. Los dos son imagen de Dios. Si pudiéramos decirlo de otra manera: varón y mujer son la imagen de Dios (no uno solo, sino los dos). Pero bien sabemos que este texto no ha sido el más invocado a la hora de hablar de la creación del ser humano por Dios, sino el de Génesis 2, 20-25 en el que se relata que la mujer fue formada de la costilla de Adán. Este último texto ha sido tomado al pie de letra y esto ha contribuido a fomentar la subordinación de la mujer, o su papel secundario, o su ser “complemento” del varón.

Por poner algún ejemplo –de los muchos que se podrían invocar- miremos la letra de una canción que explícitamente retoma este texto: “Azuquita pal Café”. A grandes rasgos la letra dice lo siguiente: “de la costilla de Adán Dios hizo a la mujer y le regaló a los hombres un huesito pa’roer (…) que inspirado el Creador cuando hizo a la mujer (…) y trajo al mundo esa miel, ese debe ser su nombre y le regaló a los hombres azuquita pa´l café”.  O sea el varón es el café, lo completo, lo importante, lo reconocido, lo que se ve, y la mujer el complemento: el azúcar para endulzar la vida del varón. Eso dice la canción pero bien conocemos la tradición machista que ha acompañado nuestra sociedad y, sobre todo antes, el deber de la mujer era “estar en casa para cuando el marido llegara, atenderlo y complacerlo, porque él era el protagonista y la mujer la encargada de hacerle la vida mejor”. Hoy en día las cosas van cambiando pero de manera lenta y aún no acertamos en expresar bien esta realidad. Por ejemplo las mujeres dicen: “mi marido me colabora mucho en la casa”. ¿Colabora? Eso no es suficiente. Tendría que ser “los dos se encargan de la casa, porque es de ambos, los dos realizan el trabajo de manera equitativa, porque la vida de familia es tarea y responsabilidad de los dos”.

Pero en fin, pensando en las madres ¿qué imaginarios seguimos teniendo de su realidad personal? ¿ella es el centro de la casa y se celebra su día por su dedicación al hogar y su estar siempre disponible para todos? O ¿se trabaja porque ella pueda realizarse a nivel personal, ser ella misma, antes que ser la madre, esposa, abuela, hija, tía… todos esos roles que de no cumplirlos parece que desdicen de su misión fundamental en la vida? Hay muchos temores frente a una nueva manera de ser mujer. Se teme que la familia se acabe si ella no se dedica las 24 horas del día a sus hijos y esposo. Se cree que desarrollarse en una profesión la descentra de su vocación fundamental a la maternidad. Se le sobrecarga con responsabilidades e imperativos que desde pequeña la cohíben de sentirse protagonista y la hacen situarse “detrás de los grandes hombres”, “al servicio de sus familias”, “en los trabajos y responsabilidades que suponen más cuidado, dedicación y entrega”.

No estamos proponiendo que la mujer pierda lo que culturalmente la ha ayudado a ser más dedicada y generosa con los suyos. Pero sí que junto a eso, sea capaz de valorarse más y vivir no como “complemento” de nadie sino que viva su vocación de imagen de Dios en igualdad con los varones. Volver sobre este tema en el mes de las madres no es un capricho. Es un compromiso de amor con todas las madres para que ese don inestimable de dar la vida se celebre desde una integralidad personal que no admita ningún tipo de discriminación, subordinación o infravaloración por su condición de mujer.

viernes, 8 de mayo de 2015



San Romero de América: Júbilo para la Iglesia del Continente


Este mes es un mes grande para la iglesia latinoamericana y, especialmente, para la iglesia de El Salvador. Uno de sus hijos, Monseñor Oscar Arnulfo Romero, será beatificado el 23 de mayo y, de esa manera, reconocida oficialmente (porque para el pueblo creyente ya lo era desde antes) la calidad de su vida, la profundidad de su testimonio, el significado de su martirio.


Pero ¿quién era Monseñor Romero? Nos hacemos esta pregunta porque lamentablemente la iglesia “de los pobres y para los pobres” (como el papa Francisco ha vuelto a designarla desde el inicio de su pontificado) ha sido perseguida, silenciada y, muchas veces, calumniada. Por eso, tal vez, muchos cristianos no conocen muy de cerca la figura de Romero y/o han oído algo de él de manera distorsionada.


Monseñor Romero fue nombrado Obispo en 1970 y Arzobispo de San salvador en 1977 sin  presentir el cambio existencial que él daría a su ministerio y por el cual “se ganaría la muerte”. De ser un Arzobispo situado en el nivel social que, lamentablemente, la iglesia ha consolidado, muchas veces, para sus ministros (una autoridad que comparte con las otras autoridades civiles los títulos, los honores, el protocolo, la prestancia social) pasó a ser, explícitamente, un Obispo “del lado de los pobres”. El hecho desencadenante de la orientación de su ministerio fue el asesinato –junto a dos campesinos- del padre Rutilio Grande, S.J. Este sacerdote llevaba cuatro años trabajando en la parroquia de Aguilares, totalmente comprometido con los campesinos de esa zona y fue asesinado por ese trabajo de organización y resistencia. Monseñor Romero convocó para su funeral, a una “misa única”, indicando con esto una iglesia unida en torno al compromiso con los pobres y dispuesta a defenderlos de los sistemas injustos.


Su talante profético se expresaba en su convicción de que, ante la realidad, no se puede ser neutro. Se está a favor de la vida o de lo contrario, se convierte uno en cómplice de la muerte de muchos seres humanos. El sentía que la pobreza extrema de los campesinos tocaba el corazón de Dios y por eso hablaba claro frente a los estamentos de su país: “A los ricos les dijo: “La oligarquía está desesperada y está queriendo reprimir ciegamente al pueblo”. A los militares: “Cese la represión”. Al gobierno: “¿Dónde están las sanciones a los cuerpos de seguridad que han hecho tantas violencias?”. A los medios de comunicación: “Falta en nuestro ambiente la verdad. “Sobra quienes tienen su pluma pagada y su palabra vendida”. Al gobierno de Estados Unidos: “Estamos hartos de armas y de balas. El hambre que tenemos es de justicia, de alimentos, de medicinas, de educación”[1].


No menos profético fue con la autocrítica frente a la misma iglesia cuando ésta se orientó hacia “unos intereses económicos a los cuales lamentablemente sirvió, pero que fue pecado de la Iglesia, engañando y no diciendo la verdad, cuando habría que decirla”. Cuando prostituyó la religión: “La misa se somete a la idolatría del dinero y del poder cuando se usa para cohonestar situaciones pecaminosas... Y lo que menos importa es la misa, y lo que más importa es salir en los periódicos, hacer prevalecer una convivencia meramente política”. Y elevando a tesis sus denuncias a la Iglesia, dijo lapidariamente: “El cristiano que no quiera vivir este compromiso con el pobre no es digno de llamarse cristiano”.


Detrás de sus palabras está su fe, su coherencia de vida, su amor a los pobres. De ellos decía: “El pueblo es mi profeta”. “Con este pueblo no cuesta ser buen pastor”. “Fíjense que el conflicto no es entre la Iglesia y el gobierno. Es entre gobierno y pueblo. La Iglesia está con el pueblo y el pueblo está con la Iglesia. ¡Gracias a Dios!”. “Yo tengo que escuchar qué dice el Espíritu por medio de su pueblo y, entonces, sí, recibir del pueblo y analizarlo, y -junto al pueblo- hacerlo construcción de la Iglesia”. “Que mi muerte sea por la liberación de mi pueblo”. “Mi vida no me pertenece a mí, sino a ustedes”.


No es de extrañar que esta voz profética fuera silenciada el 24 de marzo de 1980. Pero lo que sí es de extrañar es que no haya una vivencia cristiana más profética en esta realidad latinoamericana donde tantos y profundos problemas nos afectan, especialmente, a los más pobres. Con el reconocimiento oficial de su martirio, la llamada a vivir el compromiso cristiano desde las periferias, desde los más pobres, es inaplazable. Este es un camino querido por Jesús, vivido ya “de hecho” por muchos otros mártires latinoamericanos y, especialmente, por los más pobres que supieron reconocer en Monseñor Romero a un verdadero santo desde el día de su muerte. El sí oficial de la Iglesia a su martirio, solo confirma lo que ya el pueblo había definido. ¡Qué San Romero Mártir, avive nuestra fe, aliente nuestro camino y nos haga profetas del reino en el aquí y ahora de nuestra existencia!


 


 




[1] Palabras recopiladas por el jesuita Jon Sobrino  con ocasión de la celebración del vigésimo aniversario del Martirio de Monseñor Romero (Revista ECA (marzo 2000), Universidad Centroamericana UCA, San Salvador.)