miércoles, 27 de enero de 2021

 

La sinodalidad, la Asamblea Eclesial de América Latina y El Caribe y tantos desafíos pendientes

 


El papa Francisco en 2015 dijo que “el camino de la sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio”. Sinodalidad se refiere a “caminar juntos”: laicado (incluyendo vida religiosa), pastores, obispo de Roma. El papa lo propone como un “camino de vivir y obrar” en la Iglesia. Desde entonces se está hablando de la sinodalidad, incluso la Comisión Teológica Internacional publicó en 2018 un documento llamado “La sinodalidad en la vida y en la misión de la iglesia” considerándola como un “Kairós” para el momento presente, ofreciendo fundamentos teológicos y cómo, la sinodalidad, debe manifestarse en los sujetos, las estructuras, los procesos y los acontecimientos eclesiales. Todo esto supone una conversión, unas actitudes de escucha y discernimiento, una espiritualidad que sustente dicho camino y una apertura al ecumenismo y a la diaconía social.

En esa misma línea, el pasado 24 de enero se presentó la “Asamblea Eclesial de América Latina y el Caribe” que se llevará a cabo del 21 al 28 de noviembre de este año, en México. El lema de dicha Asamblea es “Todos somos discípulos misioneros en salida”, haciendo eco de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y Caribeño celebrada en 2007 en Aparecida (Brasil). El propósito de la Asamblea es hacer memoria, como discípulos misioneros, reunidos sinodalmente, de lo acontecido en la V Conferencia y, mirando contemplativamente la realidad latinoamericana, revivir el compromiso pastoral para que, en Jesucristo, nuestros pueblos tangan una vida plena.

Estas iniciativas hay que valorarlas, apoyarlas, acompañarlas y, en la medida de lo posible, participar de ellas. Ya es hora de que en nuestra iglesia la sinodalidad se haga una forma de ser y actuar porque así fue la iglesia de los orígenes de la que el libro de los Hechos nos presenta un sumario que sigue siendo referencia obligada para nuestro ser iglesia hoy: “Todos los creyentes vivían unidos y tenían todo en común; vendían sus posesiones y sus bienes y repartían el precio entre todos, según de la necesidad de cada uno. Acudían al Templo todos los días con perseverancia y con un mismo espíritu, partían el pan por las casas y tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón. Alababan a Dios y gozaban de la simpatía de todo el pueblo. El Señor agregaba cada día a la comunidad los que se habían de salvar” (2, 44-47).

Pero junto a esta buena disposición para acompañar todas las iniciativas que favorezcan la sinodalidad, hemos de estar atentos para señalar tantas cosas que deben cambiar. Cuando Francisco en la Exhortación Evangelii Gaudium (27) habla de la “conversión necesaria para la reforma de la Iglesia” apunta muy alto: “Sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en un cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la autopreservación”.

Cambiarlo todo nos invita a tomar en serio la “pirámide invertida” (figura que utiliza el papa para expresar la sinodalidad), integrando el Pueblo de Dios, el Colegio Episcopal y en él, con su específico ministerio de unidad, el Sucesor de Pedro. En ella el vértice se encuentra debajo de la base. Es decir, es una llamada a recuperar el protagonismo del laicado -protagonismo que nunca debió perder- y recuperar la esencia de los ministerios ordenados: el servicio a la Iglesia. Dicho así, puede escandalizar a más de uno porque puede sonar a darle la vuelta a la tortilla y nadie quiere quedar debajo de nadie. En realidad, la iglesia debería ser una “comunidad de iguales” cuyo símbolo más claro sería el de un “círculo”, pero dados los siglos de protagonismo clerical e invisibilización laical que llevamos, es casi necesario que se de ese cambio radical para recuperar lo esencial de los ministerios -servicio, no poder- y la corresponsabilidad y participación plena del laicado.

Lamentablemente esto es bien difícil. Como ejemplo reciente, fijémonos en la presentación de la Asamblea Eclesial a la que nos referimos antes. Aunque en la celebración que se hizo el 24 de enero participaron religiosas y laicado, si entramos a la página web (asambleaeclesial.lat), encontramos en primera plana, los mensajes centrales de dicho acontecimiento dados por el presidente del Celam, el secretario del Celam, la homilía de la misa dada por el cardenal de México y el mensaje del papa Francisco. Es decir, ninguno que no fuera clero presentó un mensaje que explicará la importancia de dicha Asamblea o que comenzará a mostrar que será una asamblea “eclesial”, con verdadero protagonismo de todo el pueblo de Dios. Algunos dirán que son detalles menores; otros que a fin de cuentas la Asamblea es organizada por el Celam y de ahí la presentación por parte de los miembros de este organismo. Sí, podrá ser, pero los cambios han de darse con más contundencia para que el sueño de una iglesia sinodal sea posible. Otro detalle, aunque parezca más pequeño aún: el lema dice “Todos somos discípulos…” y aunque luego explicitan (mujeres y varones, religiosos y religiosas) ¿por qué no asumir el lenguaje inclusivo para ayudar a visibilizar la presencia femenina? Pero las resistencias al cambio están en más personas de las que pensamos.

Y si quisiéramos nombrar otros cambios urgentes para vivir una iglesia sinodal no podemos dejar de lado los ministerios para las mujeres, las consultas al laicado en todos los ámbitos (comenzando por las parroquias y diócesis), la escucha real de lo que el laicado demanda (si repasamos las iniciativas que llegaron a los últimos sínodos, muchas cosas quedaron por fuera de los documentos finales) y, por qué no, revisar la Institución del Sínodo de los Obispos para que allí, ámbito donde se toman las decisiones, haya espacios para que todo el pueblo de Dios tenga voz y voto.

Esperemos que la Asamblea Eclesial de América Latina y El Caribe tenga la trascendencia que se espera y en verdad el Kairós que tanto esperamos en la iglesia, se concrete no solo en palabras sino en realizaciones y cambios estructurales.

 

 

miércoles, 20 de enero de 2021

 

Y después de la pandemia ¿volverán los cristianos al templo?

  

La pandemia no ha terminado y, aunque en algunos contextos comienza la vacunación, en otros lugares aún se ve lejos porque la injusticia social también se hace patente en este momento: unos países han comprado 6 dosis por cada habitante y otros ni siquiera han comenzado a negociar la compra. Lo cierto es que aún estaremos confinados por un buen tiempo, con las consecuencias que eso trae para tantos aspectos de nuestra vida, pero también para nuestras celebraciones litúrgicas. Y a esto último me quiero referir. ¿Qué habremos aprendido en este aspecto en este tiempo de confinamiento?

La primera realidad, a la que ya me he referido en otras ocasiones, es la vivencia del culto existencial por encima del culto litúrgico. Creo que la pandemia nos confronta con esto porque antes que ritos, la fe es vida, antes que celebración, la fe es compromiso. Ahora bien, esto parecen no entenderlo aquellos que siguen sufriendo porque los templos tienen que cerrarse de nuevo. Aunque no pudiéramos volver a celebrar el rito, ninguno está privado de ofrecer el culto agradable a Dios que consiste en “desistir del mal, aprender a hacer el bien, buscar lo justo, dar sus derechos al oprimido, hacer la justicia al huérfano y abogar por la viuda” (Is 1, 16-17).

Otra realidad es la experiencia comunitaria. El culto, la liturgia ha de ser una experiencia comunitaria. Es el pueblo de Dios que se reúne como comunidad para encontrarse con el Señor. Como dice el evangelista Mateo, “donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (18, 20), es decir, la comunidad no es un añadido sino una mediación de la presencia de Cristo. Y en este sentido, la pandemia nos confronta seriamente con la experiencia comunitaria de nuestras parroquias. ¿De qué se ha sentido falta? de ¿la comunidad? ¿los hermanos y hermanas? ¿el culto? ¿la oración hecha en el templo que hace creer que se está más cerca de Dios? Por supuesto pueden darse muchas respuestas, pero me parece que lo que más se extraña es el culto en sí y no tanto la comunidad. Se habla de no poder recibir a Jesús en la eucaristía, pero se olvida el contexto propio de este sacramento: una mesa común en la que todos comparten el mismo pan y el mismo vino (Mc 14, 22-25) o, en el caso del evangelista Juan, un lavatorio de pies donde lo que sobresale es el servicio de unos con los otros (Jn 13, 1-15).

En este sentido, se ha hablado mucho de la necesidad de crear comunidades o de que la parroquia sea una comunidad de comunidades, pero esto no se ha logrado suficientemente. La parroquia sigue siendo un lugar al que se asiste de manera anónima, nadie te echa en falta si no vas un domingo a no ser que formes parte del círculo más pequeño de colaboradores los cuales mantienen cierta relación, aunque a veces, cierta competencia de quien hace qué o quien controla mejor lo que ocurre en el templo.

Por eso ha sido relativamente fácil pasar del ir al templo a participar por algún medio digital de la celebración eucarística. En los dos casos “ves” o “escuchas” la eucaristía y, por supuesto, rezas en la intimidad de tu corazón, pero no hay una diferencia fundamental. Se cumple con el rito y eso para muchos es suficiente. Esa comunidad de hermanos que se quieren entrañablemente, que comparten la fe, la oración, las alegrías y las dificultades, no es la experiencia más común en muchos de los círculos católicos. En la década de los 70s-80s, las Comunidades Eclesiales de Base fueron una experiencia viva de un tipo de iglesia así: comunitaria, entrañable, con una fe que sobrepasaba las fronteras del templo y se ocupaba de la realidad social que se vivía. Pero ya conocemos la persecución y desprestigio que sufrieron y, aunque siguen presentes en algunos contextos, la fuerza de aquellos momentos no es la misma. Y nada ha conseguido suplirlas. Algunos movimientos de laicos que han surgido últimamente se constituyen en unos grupos selectos que realizan algunas celebraciones y cumplen algunos preceptos -casi siempre desde una perspectiva muy tradicionalista y casi contraria al dinamismo de Vaticano II- y consideran que los demás no “son como ellos” (algo parecido a la parábola del fariseo y el publicano (Lc 18, 9-14).

Y otra realidad, es la iglesia doméstica. La pandemia ha sido ocasión propicia para vivir la fe en casa, pero me temo que muchos no han sabido cómo hacerlo -develando la poca formación del laicado- y tampoco se ha promovido -por parte del clero- con mucha intensidad.

En definitiva, si este tiempo no nos sirve para tomar el pulso de lo que hay que fortalecer en la iglesia, habrá sido tiempo perdido. Y lo que sí alarma un poco es que, en algunos templos, el aforo permitido ha sido de 50 personas, por ejemplo, pero en realidad, solo asisten 10 personas. Es decir, aunque algunos han pedido y exigido la reapertura de los templos, muchos otros simplemente dejaron de ir y no sé si volverán. Por lo tanto, la tarea evangelizadora no se ha de detener por la pandemia sino, por el contrario, es tiempo propicio para una reflexión seria de manera que se puedan dar respuestas acertadas a tantos desafíos que este tiempo ha evidenciado con más fuerza.  

 

lunes, 11 de enero de 2021

 

Lectorado y acolitado para las mujeres ¿un paso adelante?

 

El papa Francisco publicó el 10 de enero la “Carta Apostólica en forma de ‘Motu Proprio’ Spiritus Domini” con la que modifica el Canon 230 §1 del Código de Derecho Canónico acerca del acceso de las personas de sexo femenino al ministerio instituido del lectorado y del acolitado. Si el canon decía que estos ministerios eran para los laicos “varones”, el cambio que ha introducido el papa es quitar la palabra varones, abriendo así la posibilidad para todo el laicado. Pero estos cambios muestran el “paso lento” que lleva nuestra iglesia y la “multitud de justificaciones” que se dan para no dar un verdadero paso.

 

En realidad, aunque sea necesario modificar los cánones para que la ley acompañe la práctica, la presencia de las mujeres en estos servicios ya es de larga data. Sin esa presencia, ¡cuántas celebraciones litúrgicas serían imposibles! Las mujeres son las que en su mayoría participan de la liturgia y las que ejercen casi todos los servicios. Por lo tanto, podría entenderse que más que un paso adelante debería ser el ponerse al día en la “deuda pendiente” que la iglesia tiene con las mujeres en esto (y en tantos otros aspectos). Casi debería dar vergüenza que en pleno siglo XXI, los cánones eclesiásticos tengan formulaciones que excluyen a las mujeres.

 

Además, en la carta que el papa dirige al Cardenal Ladaria -Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe- presentándole este “Motu Proprio”, se pueden visibilizar las “múltiples justificaciones” que la iglesia continuamente aduce para no dar pasos hacia adelante. Señalemos algunas. Se justifica que las “adaptaciones” no deben interpretarse como “superación de la doctrina anterior sino como una actuación del dinamismo que caracteriza la naturaleza misma de la Iglesia, siempre llamada con la ayuda del Espíritu de Verdad a responder a los desafíos de cada época, en obediencia a la Revelación”. Por supuesto, ese ha de ser el dinamismo de la iglesia y la igualdad de las mujeres en la iglesia es un desafío inaplazable en esta época, pero ¿por qué tanto temor a hacer cambios? ¿por qué tienen tanta seguridad de que lo que respecta con las mujeres y su participación eclesial en otros ministerios no pueden “modificarlo”? ¿no escuchan a este Espíritu de Verdad?

 

La carta continúa diciendo que “La variación de las formas de ejercicio de los ministerios ordenados, no es la simple consecuencia en el plano sociológico de adaptarse a las sensibilidades o a las culturas de las épocas y de los lugares, sino que está determinada por la necesidad de permitir a cada Iglesia (…) a vivir la acción litúrgica, el servicio de los pobres y el anuncio del Evangelio”. Hay tanto temor al plano sociológico como si Jesús no se hubiera “encarnado” en lo concreto de un pueblo y unas costumbres, es decir, si no se hubiera hecho historia humana donde tenemos que descubrirle y entender la presencia de su espíritu. No acabamos de superar esa división de planos, donde la realidad parece alejada de lo divino y lo divino no sabemos de dónde saca sus reflexiones.

 

Creo que la institución eclesiástica no es ingenua y sabe que estos pasos tan lentos no pueden dejar de suscitar críticas. Por eso sale al paso diciendo que “este servicio al mundo (…) amplía los horizontes de la misión de la Iglesia, evitando que se encierre en lógicas estériles encaminadas sobre todo a reivindicar espacios de poder”. Las lógicas de poder clerical son otra deuda pendiente que debería ser asumida para una verdadera reforma de la iglesia.

 

Finalmente, el papa señala en la carta que este cambio “da lugar a que las mujeres tengan una incidencia real y efectiva en la organización, en las decisiones más importantes y en la guía de las comunidades, pero sin dejar de hacerlo con el estilo propio de su impronta femenina”. ¿Qué será esto de la impronta femenina? ¿sin pedir reivindicaciones? ¿con sumisión? ¿de manera suave? ¿con generosidad ilimitada? Sinceramente creo que esa impronta femenina se refiere a lo que “culturalmente” se ha atribuido a las mujeres y esta es la razón de las preguntas que acabo de formular. Pero acaso ¿todas esas características no han de ser valores humanos para varones y mujeres, posibilitando así una sociedad de la bondad, el servicio, la generosidad, tan necesaria, pero sin caer en la falta de profetismo y audacia para denunciar lo que aún no está bien?

 

Definitivamente, los cambios eclesiales van a un paso demasiado lento y están llenos de temores, justificaciones y cegueras. Lamentablemente cuando la institución eclesiástica se atreva a dar los pasos necesarios, mucha gente habrá tomado otros caminos y no porque no quieran seguir a Jesús sino porque con su lentitud la gente habrá visto necesario tomar otros caminos.

 

 

 

 

 

martes, 5 de enero de 2021

 

¿Quién nos podrá separar del amor de Cristo?

 

Estamos iniciando el 2021 y parece que será un año de paciencia, confianza y buena disposición para lograr afrontar el covid-19 y conseguir que deje de ser una pandemia. Todo dependerá de las disposiciones de los países para hacer posible la vacuna y que llegue a todos. Ojalá que sean diligentes, pero mientras todo eso pasa, nuestra fe ha de estar más viva que nunca, porque es en estos momentos difíciles en los que se constata el significado de ella en nuestra vida.

El apóstol Pablo puede iluminar nuestra vivencia de estos tiempos, cómo lo hacía con sus comunidades, en las circunstancias que ellos tuvieron que vivir. Los instaba a la perseverancia confiada y a la esperanza gozosa con la práctica continúa de la caridad. A la comunidad de Filipos, por ejemplo, les invita a “estar siempre alegres en el Señor” (Flp 4, 4), no porque los tiempos fueran fáciles, sino por la confianza puesta en el Señor. Les pide también “no inquietarse por cosa alguna, antes bien, en toda ocasión, presentar a Dios sus peticiones, mediante la oración y la súplica, acompañadas de la acción de gracias” (Flp 4, 6). Les promete que “la paz de Dios, que supera todo conocimiento, custodiará sus corazones y sus pensamientos en Cristo Jesús” (Flp 4,7). No una paz mágica, ni por ausencia de conflictos, sino porque viene de Dios y no depende de sí las cosas van bien o no, sino del Señor Jesús, “en quien todo se puede ya que Él mismo es quien nos conforta” (Flp 4, 13).

En la carta a los Romanos Pablo presenta las circunstancias límite que podemos vivir y antes las cuáles el amor de Dios permanece, sosteniéndonos firmes: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿la tribulación? ¿la angustia? ¿la persecución? ¿el hambre? ¿la desnudez? ¿los peligros? ¿la espada? (…) en todo ello salimos vencedores, gracias a aquel que nos amó. Pues estoy seguro de que, ni la muerte, ni la vida, ni los ángeles, ni los principados, ni lo presente, ni lo futuro, ni las potestades, ni la altura, ni la profundidad, ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro” (Rm 8, 35-39).

Es muy honda la experiencia que el apóstol espera que vivamos en el amor del Señor Jesús. “Si él está con nosotros, ¿quién contra nosotros? (Rm 8, 31). Por supuesto estas palabras no significan que no nos va a pasar nada, ni que la enfermedad o la muerte no golpeará nuestras casas o las situaciones económicas serán todas positivas. Pero si significan que la complejidad de esta situación que vivimos no puede apagar nuestra fe, sino que, por el contrario, desde ella, seguir mirando el futuro con optimismo, trabajando sin descanso por un futuro mejor para la humanidad.

Esto supondría que en este año nos empeñemos en varias deudas pendientes de nuestro compromiso cristiano. Enumeremos algunas de ellas.

-        Un verdadero compromiso con el cuidado de “la casa común”. Al inicio de la pandemia vimos como los cielos se limpiaban debido a la quietud y el no uso de transporte. Por supuesto eso solo fue una sensación que no es suficiente para detener el cambio climático, que con tanta urgencia necesitamos. Pero tal vez todo lo vivido en estos meses nos haga conscientes de la responsabilidad que llevamos entre manos, comenzando por las acciones que podemos hacer en nuestras casas y exigiendo políticas públicas que preserven por encima de cualquier ganancia económica, el cuidado del medio ambiente. Esto no es un trabajo solo de los ecologistas, es también de los creyentes que afirmamos a Dios como creador del cielo y la tierra, una casa común que se nos ha confiado y de la que se pueda afirmar: “Y vio Dios que todo estaba bien” (Gn 1, 28-31).

-        Un verdadero compromiso con la dimensión social de la fe. Es decir, sacar nuestra fe de las iglesias -en el sentido de no reducirla a las celebraciones litúrgicas-, sino que ella se viva en la realidad sociopolítica y económica de nuestros pueblos. Hemos visto y palpado la precariedad económica que golpea a la mayoría y esto no es voluntad de Dios, ni consecuencia de la pandemia. Es a raíz de sistemas económicos que solo privilegian la ganancia y no el derecho al trabajo digno. Exigir esos derechos no es solo tarea de los líderes sociales es también de todo cristiano que vive la dimensión política de su existencia y sabe que allí se concreta también la fe que profesa.

-        Un verdadero compromiso con el diálogo intercultural e interreligioso porque la pluralidad es un signo de nuestros tiempos y hay que verlo como oportunidad de diálogo y enriquecimiento mutuo y no de actitudes intolerantes y llenas de “fobias”, llámense homofobia, xenofobia, aporofobia, etc.  En este último sentido la Encíclica Fratelli Tutti hace un llamado contundente al diálogo y la amistad social, a la fraternidad/sororidad, como el núcleo más profundo de la fe, el que en verdad nos hace vivir la vida “con sabor a evangelio” (FT n. 1)

En definitiva, la vida humana siempre tendrá muchos desafíos que tenemos que afrontar y hemos de hacerlo con toda la responsabilidad posible. Y nuestra fe ha de ser el motor y la fuerza para vivir a fondo lo que cada tiempo presente trae. Y para nosotros hoy, es luchar contra el covid, pero en el horizonte de toda la problemática que ha revelado, exigiéndonos buscar soluciones integrales, más allá de la sola vacuna. No olvidemos que “la fe sin obras es muerta” (St 2,17) y solo en el compromiso con el tiempo presente mostraremos que ella está viva y vale la pena ser creyente.