lunes, 24 de septiembre de 2018


Libres como San Pablo para encontrar a Jesús donde menos se espera

La vida de Pablo, “Apóstol de los gentiles” (como se le conoce por dedicarse al anuncio del evangelio fuera de las fronteras de Israel), siempre nos interpela por su testimonio y compromiso con el anuncio de la Buena Nueva.

Sabemos que no conoció personalmente a Jesús y que perseguía a los seguidores del “Camino” –como se les llamaba a los primeros cristianos- (Hc 22, 4) pero que su experiencia de “conversión” fue radical y definitiva. El mismo nos la relata: “Una gran luz que venía del cielo me envolvió y oí una voz que me decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Yo respondí: ¿Quién eres Señor? El dijo: Soy Jesús, el Nazareno, a quien tu persigues” (…) Yo le dije: Señor ¿qué debo hacer? Levántate y sigue tu camino a Damasco; allí te dirán lo que debes hacer” (Hc 22, 6-11). Efectivamente, Pablo fue a Damasco y Ananías le dijo lo que debía hacer (Hc 22, 14-15). Y, a partir de ese momento, Pablo dedicó toda su vida a anunciar el evangelio no por iniciativa propia sino con la conciencia de una misión que se le confía y que no puede dejar de realizar (1 Cor 9, 16-17).

Esta breve reseña de la experiencia fundamental de la vida de Pablo nos confronta con nuestra propia experiencia. Nuestra vida cristiana, como la de él, ha de fundarse en ese encuentro personal con el Señor Jesús. No somos cristianos simplemente por una tradición recibida (aunque ésta la posibilita). Es necesario sentirnos llamados por el propio nombre y entender la Buena Noticia que el Señor nos trae. Jesús no le habla de ritos y mandamientos. Pablo era un cumplidor inigualable, “un judío muy entregado al servicio de Dios” (Fp 3,6). Jesús le habla de lo que Pablo no había descubierto: que al perseguir a los cristianos por su “supuesta fidelidad al Dios de Israel”, estaba persiguiendo al mismo Jesús.

Esto no lo deberíamos olvidar nunca en nuestra iglesia. Siempre tendríamos que mantener la apertura suficiente para preguntarnos si aquello que dicen o hacen los demás no tiene mucho de verdad. Si las críticas que hacen a nuestra fe no tienen razón. Una y otra vez se nos olvida que el Espíritu no es posesión exclusiva nuestra sino que El sopla donde quiere y como quiere (Jn 3,8) y que su voz puede venir de las situaciones que a primera vista nos parecen más contrarias y ajenas.

Valdría la pena trabajar por la apertura y libertad de espíritu para escuchar su voz en todas las personas y realidades. No sentirnos tan seguros en aquello que hacemos sino dispuestos a dejarnos interpelar por los demás y enriquecernos con sus puntos de vista. Ofrecer con libertad lo que creemos porque no hemos de hacerlo por una iniciativa personal sino con la conciencia de que sólo somos mediadores de un Dios que siempre es más grande que nuestras comprensiones y criterios. La libertad de Pablo no fue entendida en su tiempo. Hoy tampoco es fácil entenderla. Pero recordar este testimonio nos impulsa a seguir sus pasos para que el evangelio mantenga su libertad y su capacidad de abrirse a los desafíos que cada tiempo trae y a los que hemos de dar una respuesta.



martes, 18 de septiembre de 2018


Liberarse de los apegos para quitar tanto sufrimiento del mundo


Hay mucho sufrimiento en el mundo, muchas circunstancias que causan dolor y que no se pueden evitar como la muerte, la enfermedad o los desastres naturales que llegan de manera repentina e impredecible. Hay otros sufrimientos que provienen de la libertad humana y que, a veces, se pueden evitar o llegar a superarlos, corrigiendo los propios errores o apelando a la conversión de los demás para superar esos conflictos o divisiones. 


Pero hay sufrimientos que son más sutiles, que no se notan tanto y que pueden incluso causar más sufrimiento que todo lo anterior, pero que dependen exclusivamente de nosotros evitarlos. Me refiero a todos los apegos que surgen en el corazón y que no distinguen entre cosas, personas, sentimientos, situaciones, pero que nos atan y esclavizan y nos impiden la felicidad profunda, aquella que “nada ni nadie nos puede quitar” (Jn 16, 22).


Cualquier apego nos hace sufrir inmensamente. No importa si el objeto de este apego es algo grande o pequeño. Si es una persona o una cosa. Si es una situación o un punto de vista. Si es una mentalidad o una tradición. Lo cierto es que los apegos nos atan, nos esclavizan y no hay otra solución más que decidirnos a romper con aquella atadura para poder ser libres. 


A lo largo de todo el evangelio encontramos ese llamado a la libertad y al cambio: “Cristo nos liberó para que fuéramos realmente libres” (Gál 5, 1) Pero, ¿somos conscientes de nuestros apegos? ¿Nos damos cuenta de la cantidad de energías que gastamos inútilmente cuando nos aferramos a cualquier cosa por valiosa que ella parezca? ¿Por qué no somos capaces de dejar que la vida fluya libre de egoísmos y creernos que la verdad triunfa por encima de toda manipulación propia?


No es fácil emprender ese camino. Tenemos muchas justificaciones para defender aquello a lo que estamos apegados. Supone un trabajo serio de reconocimiento del propio corazón y de darle nombre a todo apego para enfrentarlo y liberarnos. Pero no es una tarea imposible. Desde nuestra experiencia creyente con más fuerza hemos de emprender ese camino. Y no sólo por no sufrir personalmente sino por aprender a amar al estilo de Dios mismo. “Ustedes hermanos fueron llamados para gozar de la libertad; no hablo de esa libertad que encubre los deseos de la carne; más bien, háganse esclavos unos de otros por amor” (Gál 5, 13). El amor no tiene nada que ver con el apego, ni la posesión. De nada ni de nadie. Menos de las personas a las que se ama. Y en este punto también hay un camino largo por recorrer para que el amor sea auténticamente libre. Porque el amor no es búsqueda propia. Es ser capaces de reconocer al otro con su diferencia e imprescindible libertad. Aceptar que sea distinto, que se desarrolle según su propia ley y no según nuestros deseos. Respetar que existan otras presencias, otros ideales, otros planteamientos, otros sueños. Dejar que cada uno sea verdaderamente libre y sólo en ese horizonte de verdadero desprendimiento y respeto mutuo amar, servir, entregar, agradecer, compartir y caminar con otros/as.


La libertad se conquista cada día en la medida que nos desprendemos de los apegos. Un corazón libre de apegos es capaz de amar de manera auténtica. Y personas así son las que hacen posible que haya menos sufrimiento en el mundo. 






martes, 11 de septiembre de 2018


TIEMPO PARA CRECER EN EL AMOR


En estos tiempos en que las experiencias espirituales se multiplican y la gente busca con mucho interés “algo” o “alguien” que le ayude a equilibrar su vida, a encontrar sentido, a ser más feliz (muchísima gente está acudiendo a terapias alternativas, a maestros espirituales, a técnicas de relajación), se le plantea a la experiencia cristiana el desafío de mostrar su capacidad de transformar a los seres humanos y de hacerlos mejores personas, de manera que hagan de este mundo un verdadero hogar para todos y todas. 


¿Qué nos pueden aportar los evangelios para nuestra mayor realización? ¿Cómo vivirlos para que den sus mejores frutos? En ellos vemos que Jesús rechaza todo lo que signifique poder, riqueza o manipulación religiosa para actuar en este mundo. Su fuerza es el amor de Dios en su corazón y hacer de ese amor el centro de su vida.


¿Cómo se hace para que Dios sea el centro de nuestra vida? Al menos en la experiencia cristiana, por el misterio de la encarnación, esta realidad es muy concreta: Dios se hace presente en la medida que vemos su imagen en todas las personas y nos acercamos a ellas con el respeto,  comprensión y aceptación como lo haríamos con Dios mismo.


El cristianismo apunta alto cuando de amar a los semejantes se trata: “¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?” (Mc 3, 33) contesta Jesús ante la insistencia de sus familiares que lo buscan cuando él está con la multitud. En otras palabras él está diciendo que para el cristiano, todo ser humano debe ser un hermano y esto con todas las consecuencias. Difícil tarea porque las relaciones -de familia, amistad, compañerismo- son fuertes pero al mismo tiempo son frágiles: los seres humanos somos limitados y nos equivocamos con facilidad. Todos hemos ofendido y herido a otros. Por lo tanto, también a todos nos han ofendido. El cristiano está llamado no a NO cometer errores en las relaciones, pero SI a tener la humildad suficiente para pedir disculpas o para perdonar todas las veces que sea necesario. Para ser capaces de perdonar es necesario hacernos la pregunta ¿Quién puede decir que no ha ofendido a los demás? Responder con sinceridad nos orienta a reconocer, como dice el evangelio, que muchas veces nos convertimos en jueces de “la paja del vecino sin percibir la viga que tenemos en nuestro propio ojo” (Mt 7, 3). Las justificaciones nos sobran a la hora de excusar nuestros errores pero no encontramos razones cuando de perdonar a los otros se trata. Así se destruyen familias, se dejan de hablar los hermanos, se rompen las amistades, todo esto por no aceptar que efectivamente se cometió un error pero que también todos tenemos derecho a corregirlo y comenzar de nuevo. Sorprende ver como los seguidores de otras experiencias espirituales buscan la armonía con el cosmos, con los animales, con los demás. Sería absurdo que los cristianos no fuéramos pioneros en esas actitudes. Para nosotros no es sólo buscar la armonía. Es el encuentro con Dios mismo lo que esta en juego. 


Muchos propósitos se podrían hacer pero tal vez basta escuchar el querer de Dios y entusiasmarnos por realizarlo: El sólo quiere “que practiques la justicia, que SEPAS AMAR y te portes humildemente con tu Dios” (Mi 6, 8).

martes, 4 de septiembre de 2018


Los jóvenes y la misión: Hacia la JMJ 2019

Todos sabemos de la fuerza de los jóvenes cuando se entusiasman por algo. No hay quien los detenga y se entregan con alma y corazón en aquello que se proponen. Esto lo vivimos a nivel social y a nivel eclesial. En el primer caso, hechos recientes del país nos lo muestran. Cuando se perdió el plebiscito, un buen grupo de jóvenes universitarios acampó en la plaza de Bolívar hasta que se dio una salida a esa situación. Lo mismo se ha podido constatar en las pasadas elecciones. Muchos jóvenes militaron activamente en política y soñaron con un cambio frente a la política tradicional. De igual manera así se vive en las muchas experiencias de misión que desde diferentes ambientes (educativos, parroquiales, pastorales, etc.) se proponen en las épocas de vacaciones. Los jóvenes invierten su tiempo y sus fuerzas para estar con los más pobres y no vuelven igual después de esas experiencias.

Lamentablemente, lo anterior no es la experiencia de todos los jóvenes y, por eso en muchos otros, abunda el cansancio, la falta de oportunidades y, por consiguiente, falta de sentido, y con gran preocupación se constatan excesos, desvíos, equivocaciones, vidas que parece, van a perder definitivamente su rumbo. De ahí que toda la preocupación que la Iglesia muestra por los jóvenes ha de ser secundada y apoyada. Eso es lo que tenemos entre manos, tanto la próxima Jornada Mundial de la Juventud en enero de 2019 en Panamá, como el sínodo sobre los jóvenes en octubre de este año (De este último nos ocuparemos en otro momento).

Las Jornadas Mundiales de la Juventud (JMJ) han sido, todas ellas, experiencias extraordinarias. Los jóvenes que participan quedan realmente marcados para toda su vida. Pensando en esto, el Papa Francisco dedicó el mensaje del 25 de marzo pasado a motivar las jornadas mundiales diocesanas que preparan la JMJ de 2019. El mensaje se centró en la figura de María y en las palabras que el ángel le dirigió en el momento de la anunciación: “No temas María porque has encontrado gracia ante Dios” (Lc 1,30).

A partir de esas palabras, el Papa pretende despertar en los jóvenes lo mejor de sus energías. Parte del “no temas”. Contrario a lo que tantas veces decimos a los jóvenes de que no se arriesguen porque son demasiado jóvenes, el Papa muestra como las palabras del ángel apuntan a que nadie se quede corto en sus sueños. Es verdad que hay temores sobre la propia vida y el futuro que nos espera pero, cuando esta se ve como llamada del Señor a hacer con ella lo mejor, no hay porque temer sino, por el contrario, arriesgarse, lanzarse, abrir nuevos caminos, confiar que si el Señor suscita altos ideales en la vida, Él no dejará de dar su gracia para conseguirlos.

Ahora bien, todo gran paso necesita “discernimiento” para identificar los miedos y abrirnos a la vida, afrontando con serenidad los desafíos que nos presenta. Pero el discernimiento no se queda en este nivel de madurez humana sino que se abre a la llamada de Dios que siempre nos transciende y nos empuja a realizar lo que nunca imaginábamos que haríamos. La juventud es una etapa privilegiada para oír la voz de Dios y secundar sus palabras. Confiar en ellas y hacer de la propia vida un don para el mundo. No se refiere esta llamada exclusivamente a la vocación religiosa y sacerdotal. Por el contrario, es la llamada a la vida cristiana que alcanza a toda persona y que la hace centrar su existencia en lo único absoluto: Dios mismo y para lo único necesario: el amor total y generoso hacia todos los demás en armonía con la creación.

La llamada del Señor a la vida cristiana es una llamada personal -por nuestro nombre- y no porque tengamos méritos propios sino porque Dios nos ama a cada uno como somos y tiene un designio maravilloso sobre nuestra vida. Esta certeza no elimina las dificultades que se nos presentan pero si da la fuerza para superarlas y la certeza de que el primer interesado por nuestra felicidad es Dios mismo.

La vocación cristiana nos compromete con el aquí y ahora de la realidad en la que estamos y en el seno de una “Iglesia en salida” nos invita a traspasar fronteras para anunciar la gracia recibida a todos los confines de la tierra. Por esto la vida cristiana es misión y nadie más que los jóvenes están llamados a cultivar ese dinamismo misionero en sus propias vidas.

Caminar hacia la JMJ del próximo año en Panamá es una oportunidad privilegiada para acompañar a los jóvenes en el descubrimiento de su propia vocación con la mirada amplia y generosa que Dios regala. Ellos necesitan testigos y nosotros debemos serlo. Necesitan apoyo y la iglesia ha de saber dárselo siempre. Pero sobre todo necesitan que no se ahoguen sus sueños, su generosidad, su deseo de servir a los otros y su empuje por transformar el mundo en que viven. Por eso el Papa termina su mensaje con unas palabras llenas de fuerza para los jóvenes: “el Señor, la Iglesia, el mundo, esperan también su respuesta a esa llamada única que cada uno recibe en esta vida. A medida que se aproxima la JMJ de Panamá, los invito a prepararse para nuestra cita con la alegría y el entusiasmo de quien quiere ser partícipe de una gran aventura”. La JMJ es para los valientes, no para jóvenes que sólo buscan comodidad y que retroceden ante las dificultades. ¿Aceptan el desafío?”