domingo, 26 de abril de 2020

Ponernos en camino en este tiempo pascual con más fe, más esperanza, más amor

Estamos en tiempo de Pascua y las lecturas bíblicas nos traen los encuentros de Jesús con sus discípulas y discípulos (no olvidemos que se apareció, en primer lugar, a María Magdalena) mostrándose Resucitado e invitándolos a anunciar la “buena noticia” de la vida para siempre, de la vida que no se acaba ni con la limitación humana (la muerte, la enfermedad, las pandemias) ni con la maldad humana (injusticias, asesinatos, masacres, guerras) sino que se transforma en la vida definitiva con Dios.

Por tanto, la Resurrección de Jesús no cambió las situaciones que los discípulos vivían. Lo que hizo fue hacerles superar el miedo y ponerse en camino para transformarlas. Es decir, no hace que las cosas sean distintas, sino que dispone para seguir viviendo la realidad -como ella es- desde la perspectiva de la fe, de la esperanza, del amor. La vida de los primeros no fue nada fácil. Pedro y Pablo van a ser perseguidos y martirizados. A María Magdalena la tradición cristiana la invisibiliza como discípula y luego la confunde con la pecadora arrepentida. Los primeros cristianos son perseguidos y tienen que esconderse en las catacumbas para celebrar su fe. Y aunque luego el cristianismo se volvió la religión del imperio y, por lo tanto, tuvo posibilidad de expandirse y de construir una cultura cristiana, la historia nos muestra que no ha faltado la persecución, incomprensión y hasta martirio, para aquellos que no pierden la referencia a la Buena nueva de liberación de los inicios y la saben encarnar en el tiempo en que viven. Mártires actuales, como Monseñor Romero, nos muestran una vida que supo mirar la realidad de opresión y muerte que sufría su pueblo y la fuerza del resucitado le hizo levantarse y ponerse en camino, para denunciar las injusticias que se estaban cometiendo y anunciar que eso no era voluntad de Dios y, por lo tanto, había que transformarlo.

Y en este tiempo pascual ¿qué está produciendo la resurrección del Señor en nuestras vidas? ¿qué buena noticia llevamos en el corazón para anunciarla a los demás? ¿Cuánto hemos crecido en la fe, la esperanza y el amor? Son preguntas que pueden ayudarnos a tomarnos el pulso sobre los frutos de la Pascua en nuestra vida. Pero la respuesta no está solo en las palabras que digamos sino en las obras que estemos realizando.

Ahora bien, en tiempos de cuarentena no parece que hubiera muchas obras para hacer, aunque contradictoriamente, la situación nos invita a hacer muchas cosas que sin esta experiencia no habríamos imaginado. A nivel personal, es bien interesante pensar sobre lo que en verdad llevamos dentro. Cuando no se puede salir y buscar distracciones externas ¿qué resuena en nuestro interior? ¿cuáles son mis pensamientos, mis preocupaciones, mis intereses, mis búsquedas? Claro que en este aspecto la conectividad a las redes sociales juega ese doble papel que toda realidad tiene: positivo y negativo. Resultan una mediación indispensable y positiva para estar comunicados y acompañar lo que va sucediendo. Pero, al mismo tiempo, tienen de negativo el que pueden impedir que nos encontremos con el propio yo, con lo que realmente somos, por las muchas distracciones externas que nos ofrecen -inclusive hasta ser espectadores de la misa. 

A nivel familiar y de amistades nos confronta con las relaciones verdaderas. ¿Qué tanto diálogo familiar existe? ¿con cuáles amistades ha seguido esa comunicación fuerte y constante? Muchos viven distraídos con la cantidad de personas que se cruzan en la vida por el trabajo, estudio o simplemente por salir a la calle, pero cuando hay aislamiento social ¿qué afectos son fuertes? ¿cuáles nos constituyen? ¿quiénes ocupan nuestro mundo afectivo?

A nivel social este es un tema hondo porque las consecuencias de la pandemia nos invitan a quejarnos pero, tal vez, no a hacer una seria reflexión sobre la forma como el mundo está organizado: unos que lo tienen todo y otros a los que les falta hasta lo indispensable; unos que pueden guardar bien la cuarentena y otros que han de exponerse para ganarse el pan diario. En fin, la economía que rige nuestro mundo es injusta, individualista, consumista y acaparada por unos pocos. Pero una situación así nos ayuda a pensar cómo seguir, qué economía alternativa establecer, cómo los bienes básicos han de ser derecho de todos en tiempos de pandemia y en tiempos normales, pero el inmediatismo que vivimos solo nos lleva a responder a la urgencia de salir a trabajar para que todo siga como antes. ¿No seremos capaces, ante las consecuencias económicas que vemos- de pensar otra economía que impulse la comunión de bienes y no el enriquecimiento de unos pocos?

La Pascua del Señor no se refiere solo a la realidad religiosa sino a esta vida en todas sus dimensiones como hemos señalado hasta aquí. Pero, por supuesto, también nos hace mirar nuestras prácticas, creencias y expresiones religiosas para reflexionar sobre lo que en verdad nos constituye y distinguirlo de lo que es superfluo. Ya se ha hablado mucho de la iglesia doméstica o las liturgias “de la propia vida” y no solo de los ritos. Pero esto no es fácil hacerlo realidad. Siempre es más cómodo pedir que se “abran las iglesias”, así se sigue yendo al culto y la conciencia queda tranquila. Eso de orar en nuestro cuarto o de compartir la fe con los que nos rodean expresando quién es Dios para mi vida y cómo lo veo acontecer en ella, no forma parte de la vida de la mayoría de los creyentes. Eso de encontrar a Jesús en el necesitado con la misma fuerza que en la Eucaristía sacramental, es más una teoría que una realidad. En otras palabras, una vida espiritual honda y una fe madura es un desafío pendiente para muchos. 

Que el Resucitado saque lo mejor de nosotros mismos en estos momentos difíciles y nos ponga en camino para crecer cada vez más en la fe, la esperanza y el amor.

viernes, 17 de abril de 2020


De la eucaristía sacramental a la eucaristía existencial



La lectura del evangelio de Mateo 12, 1-8 nos recuerda las críticas que los fariseos le hicieron a Jesús porque sus discípulos, en día sábado, tenían hambre y al pasar por unos trigales, comenzaron a sacar las espigas y se comieron los granos. Eso no lo podía hacer un buen judío. Los discípulos estaban mostrando poco dominio de sí, poco sacrificio y, sobre todo, no estaban cumpliendo la ley que es lo que garantizaría su fidelidad a Dios. Jesús les responde con el ejemplo de lo que hicieron David y sus compañeros cuando estaban muertos de hambre: “entraron a la casa de Dios y comieron los panes sagrados que ni él ni sus compañeros podían comer, sino solamente los sacerdotes”. Pero como parece que los fariseos eran “de dura cerviz” Jesús tuvo que seguir explicándoles: ¿No han leído en la Ley que los sacerdotes trabajan los sábados en el Templo y no por eso pecan? Entonces Jesús les explica la novedad del reino que Él anuncia: “Aquí hay uno que es más grande que el Templo”, es decir, Jesús supera toda Ley, todo cumplimiento, toda norma y con esa autoridad puede decirles: “Si ustedes entendieran claramente lo que significa “yo no les pido ofrendas, sino que tengan compasión” no estarían condenando a estos inocentes -es decir a los discípulos por haber comido el trigo-. Jesús termina diciendo: “el Hijo del Hombre tiene autoridad sobre el sábado”.
Pues bien, estas lecturas sobre el sábado que hemos leído y meditado tantas veces, hoy más que nunca nos interpelan y nos invitan a ponerlas en práctica. La vida cristiana no es una vida de cumplimiento. Es una vida de libertad. Y no por un relativismo absurdo sino porque Jesús pone al ser humano en el centro de toda religión y todo lo demás a su servicio: leyes, sacramentos, ritos, doctrinas, normas, costumbres, tradiciones, etc. La vida cristiana es misericordia, compasión, fraternidad/sororidad, disponibilidad, servicio, entrega, donación de sí, entrega de todo y, por supuesto, de sí mismo.
La situación de cuarentena que vivimos nos ha quitado la posibilidad de participar de la eucaristía “sacramental” pero no de la eucaristía “existencial” que, si entendemos el mensaje del reino, no significa que ahora veamos la misa por televisión o que partamos un pan en nuestras casas y hagamos muchas oraciones. La verdadera eucaristía existencial la celebramos en este asumir las circunstancias que hoy vivimos y las hagamos un verdadero “partir el pan”.
Hay eucaristía existencial cuando nos duele la cantidad de personas que han muerto por este virus. Cuando nos comenzamos a quitar el pan de nuestra boca para compartirlo con tantos que tienen necesidad. Cuando pagamos el salario a las personas que nos sirven (servicio doméstico, portería, jardinero, etc.) sin que vengan a trabajar. Cuando pensamos en serio qué modelo económico tenemos que fomentar para que todas las personas tengan cubiertos sus derechos básicos. Nunca como ahora ha quedado evidente (aunque ya lo sabíamos, pero seguíamos pasando de largo) que son muchísimos los pobres que viven del día a día y que no tienen casa, comida, servicios públicos -especialmente agua-, trabajo digno, educación y, por supuesto, un sistema de salud capaz de responder a las necesidades de todas las personas.
Hay eucaristía existencial, cuando contemplamos la creación y vemos que está descansando de nuestra explotación absurda y el aire parece un poco más claro, los animales están volviendo a su hábitat, los mares parecen más transparentes, aunque todo esto es infinitamente poco, comparado con todo el cambio ecológico que deberíamos hacer para cuidar efectivamente de la casa común.
Hay eucaristía existencial cuando los grandes empresarios y los bancos, tal vez, por primera vez en su vida, no piensan en ganar sino en repartir lo que tienen para que todos puedan vivir.
Pero también habrá eucaristía existencial cuando la iglesia institución se replantee su estructura externa y su énfasis -a veces casi exclusivamente- en la vida sacramental. Muchas comunidades y parroquias comienzan a estar afectadas económicamente porque la situación está impidiendo que entre dinero para su sostenimiento. ¿Será la oportunidad de hacer real una iglesia pobre? Y ¿será la oportunidad de una iglesia que no se centra en lo sacramental sino en la vida de la gente, en sus necesidades vitales, en esa liberación que anunció Jesús de todo lo que impide la vida plena y sana para todos?
Ojalá que esta pandemia nos ayude a vivir la eucaristía de la vida que es asumir el momento presente y hacer todo por salir adelante, no a nivel individual sino comunitario. Y, por supuesto, no es fácil, no deja de tener dolor porque la circunstancia es bien difícil -pero así vivió Jesús la última cena, a un paso de ser asesinado-.
Pero, sobre todo, ojalá que tanta celebración sacramental que se transmite por los medios de comunicación no nos evada de la vida concreta y de la espiritualidad encarnada y nos hagan creer que por mucho “ver” liturgias e “invocar el nombre de Dios” estamos cumpliendo la ley. En realidad, la verdadera religión -la que el Señor quiere- asume la vida y se compromete con ella.


sábado, 11 de abril de 2020


¿Cómo celebrar la resurrección del Señor en estos tiempos que vivimos?





La vigilia pascual nos invita a renovar nuestra confesión de fe: “El Señor ha resucitado”, “ÉL vive”, “Él se queda para siempre con nosotros”, “Su espíritu impulsa nuestra vida y renueva la faz de la tierra”. Pero ¿qué resonancia tienen esas confesiones de fe cuando estamos confinados en casa y las noticias de cada día solo son números de más contagiados, de más muertos, de más pobres por las consecuencias que de todo esto se están derivando? ¿Para qué nos sirve creer si a todos está situación nos está afectando por igual sin importar el credo? ¿No está Dios escuchando nuestros ruegos que se han multiplicado porque casi todos los clérigos están transmitiendo las liturgias o sus devociones por las redes y muchos cristianos asisten a estas o hacen sus propios rezos y demandas? Con todo esto ¿se puede hablar del Cristo que venció a la muerte? ¿del Resucitado que nos trae vida en abundancia? 

Contra todos los pronósticos esta circunstancia nos permite afirmar con más fuerza: ¡Sí! ¡el Señor ha resucitado y por eso estamos alegres! En efecto, la resurrección no significa que la cosas vayan bien, que los problemas se arreglen, que no haya sufrimiento, ni muerte. La resurrección significa que el espíritu del Señor nos fortalece y vive en nosotros para afrontar la vida como ella es, como la hemos construido, como la bondad humana la defiende, como la irresponsabilidad humana la destruye. 

El Resucitado en todas sus apariciones envía a sus discípulos a anunciar la Buena Noticia de que su espíritu se queda con nosotros para siempre y por eso la vida humana se vuelve vida en el espíritu, vida con afecto, vida con fuerza, vida con paz, vida con alegría, vida con fortaleza, vida con mansedumbre, vida con sabiduría, vida con Dios. Es decir, la confesión de fe no es una afirmación sino una acción. Creer en Jesús Resucitado es ponernos en camino para vivir la misión que Él nos confía.

Pero me preocupa que los cristianos estemos como los discípulos de Emaús que, aunque habían escuchado decir que algunas mujeres  habían ido al sepulcro y no lo habían encontrado y unos ángeles les habían dicho que Él estaba vivo y que otros discípulos habían ido y habían encontrado todo como lo habían dicho las mujeres pero a Él no lo habían visto (Lc 24, 22-24), aún así, ellos volvían a Emaús desanimados y abandonando el camino que habían recorrido con Jesús. 

Nos puede estar pasando como a estos discípulos. Esta circunstancia actual puede no dejarnos ver los frutos de la resurrección. Los discípulos del Emaús reconocen a Jesús cuando parte el pan con ellos. Pero ¡atención! Ese partir del pan no es el rito litúrgico con el que ahora lo celebramos, es la vida compartida de Jesús de darse y entregarse a todos y, especialmente, a los más necesitados. Pues bien, la pandemia actual nos hace ir a lo esencial y ojalá lo sepamos hacer.

Los frutos de la resurrección en este tiempo podrían ir por ese gozo que surge de dentro porque nos hemos dado cuenta que lo importante no son los templos, sino la presencia de Dios en nuestra historia; lo importante no son los ritos, sino la capacidad de vivir lo que cada día nos depara con toda la atención y cuidado que amerita; lo importante no es invocar al Señor de los cielos sino ver al Cristo sufriente en todos los afectados por esta pandemia, no sólo por la situación de salud sino por las consecuencias económicas, familiares, laborales, culturales que nos está trayendo. 

Cristo habrá resucitado en nosotros si nos sacudimos esa tristeza que cargaban los discípulos de Emaús y lo reconocemos en este pan partido del sufrimiento actual de nuestro mundo que nos hace volver a Jerusalén para lanzarnos a la apasionante tarea de la evangelización, no desde la abstracción de unas normas que deben cumplir los que nos escuchan, sino desde la realidad que nos invita a ser profetas de esperanza, de solidaridad, de misericordia, de conciencia lúcida para afrontar lo que vivimos, señalar las causas de lo que nos está pasando y hacer todo lo que está en nuestra manos para superarlo. 

Se dice mucho, ¡y con razón! que ojalá esta circunstancia nos haga tomar conciencia del cuidado urgente que necesita la creación ya que, gracias a la cuarentena, la contaminación ha disminuido, los paisajes están más claros y se ven volcanes y montes que era imposible divisar a la distancia, los animales se han acercado a las ciudades porque ahora no son territorios hostiles, en otras palabras, parece que el mundo ha respirado un poco mejor y esto será beneficioso.

Pero ¿esta circunstancia nos ayudará a crecer en nuestra fe o, tan pronto podamos, volveremos a la práctica del rito y a la religión sin rostros sufrientes? Seria maravilloso y signo de resurrección que todo lo que hemos reflexionado, palpado, discernido, propuesto sobre el ser iglesia, sobre las celebraciones litúrgicas, sobre el papel del laicado, sobre otros medios de evangelización, sobre el Cristo sufriente y vivo en cada hermano/a, no se quedará en ideas sino lo pusiéramos en práctica. La pandemia no puede dejarnos igual en muchos sentidos, pero tampoco en nuestra manera de vivir y expresar la fe. Que el Señor Resucitado en verdad nos purifique de todo lo accesorio y nos lance al apostolado de la vida, del compromiso, de la transformación de nuestro mundo en un lugar habitable y justo para todos y todas.
   

martes, 7 de abril de 2020


Este año, la Pascua no solamente se conmemora … ¡se vive!

 

Llega el triduo pascual y esta vez se hace más evidente que los “misterios de nuestra fe” no son un recuerdo del pasado o una celebración litúrgica, sino que expresan lo que vivimos en el día a día y, en esta ocasión, incluso, lo que vivimos a nivel mundial. Este año la muerte ha llegado inesperadamente y se ha llevado -y sigue llevándose- a muchas personas de todas partes del mundo. Y, al mismo tiempo, la esperanza se ha reforzado de muchas maneras, en todos los lugares del planeta, y lo constatamos en tantos gestos de bondad y solidaridad que surgen del corazón humano cuando topamos con los caídos en el camino.

Ahora bien, podemos quedarnos en este devenir de la historia externo, lo que vemos, lo que pasa, lo que hacemos y no profundizar en lo que hay detrás de los acontecimientos para descubrir los errores y pecados a nivel mundial y las inmensas transformaciones que la actual situación nos exige.

Eso pasa con el significado que damos al misterio pascual vivido por Jesús y que se expresa en los ritos litúrgicos que se celebran en esta época. Se predica el amor inmenso que Jesús nos tiene, su muerte por nuestros pecados y su fidelidad a la voluntad del Padre. Se explota muchas veces todo el dolor que pasó al ser flagelado y crucificado. En verdad, nos da compunción de corazón y se espera el pregón pascual para volver a sentir la alegría de que Cristo venció a la muerte. Sin embargo, muy poco se explicitan las causas históricas de la muerte de Jesús y de ahí, el significado también histórico de nuestra confesión de fe en su resurrección. 

A Jesús lo matan porque anunció el reino de Dios que implica la justicia, la misericordia, la inclusión, la paz. Y todo esto solo es posible si las estructuras humanas las favorecen y cada uno sale de su propio egoísmo para sentirse prójimo de los otros y se toma en serio que el bien común es superior al bien propio. Además, Jesús cuestionó la imagen de Dios que surge de una religión acomodada a los propios intereses. Por eso su enfrentamiento con las élites religiosas de su tiempo, con aquellos que “velaban” por el estricto cumplimiento del rito y la interpretación “correcta” de la Escritura. Los llamó “sepulcros blanqueados” y realizó signos “provocativos” frente a lo que estas élites consideraban ortodoxo: curar en sábado, comer con pecadores, juntarse con publicanos, samaritanos, mujeres, niños, etc. No anunció un reinado de poder, grandeza, honores sino un reinado de servicio, sencillez, humildad.

Es todo esto lo que hemos de actualizar en este presente que vivimos, en la pandemia que nos atemoriza. Y ya lo hemos expresado en otros momentos. La pandemia en sí expresa nuestra vulnerabilidad, nuestra limitación como seres humanos. Pero los remedios a la pandemia nos confrontan con el modelo de mundo que hemos construido que no estaba preparado para garantizar la vida de todos y todas en los aspectos imprescindibles: salud, alimentación, vivienda, servicios públicos, y todos los demás bienes que deberían pertenecer a la humanidad y no a los pocos “privilegiados” de cada país. La pandemia ha revelado que, si todos no cuentan con todos estos derechos, en una situación así, a todos los afecta, aún a los más privilegiados. 

Por tanto, la celebración de este triduo pascual no necesita de mucha imaginación o introspección. La vida real está ahí afectándonos, interpelándonos. El lavatorio de los pies, esta vez, denuncia el poco servicio que hemos realizado con los más pobres: hemos convivido, en cierta manera -tranquilamente- con tantas personas sin bienes básicos, y no nos detuvimos suficientemente a luchar porque se les reconocieran esos derechos. El partir el pan y tomar el vino, signo del Jesús que se entrega, nos revela que comulgar nos exige una fraternidad y sororidad efectiva: si todos no se pueden sentar a la misma mesa, aún no realizamos la cena del Señor. 

Así llegamos al viernes de pasión donde tenemos mucho porque pedir perdón. Ya hablamos de la injusticia que ha producido, mantiene y promueve el sistema neoliberal que rige nuestro mundo. Pero también han salido otros sufrimientos cotidianos: la violencia intrafamiliar se ha disparado en muchos lugares, los feminicidios han aumentado, la convivencia se ha hecho difícil pero también la soledad de muchos se ha hecho evidente en este encierro. También se nota la diferencia entre quienes tienen grandes casas y pueden salir a caminar en sus grandes jardines y los que tienen un espacio tan pequeño que ya no saben cómo pasar un día más encerrados en sus cuatro paredes. Y qué decir de los medios digitales a los que no todos tienen acceso para estudiar, para informarse, para distraerse, para comunicarse. Estas y muchas otras realidades hacen evidente la pasión de Cristo real en nuestro mundo. 

¿Cómo creer en la resurrección? ¿cómo esperarla? ¿cómo celebrarla? Si miramos el evangelio los apóstoles están desconsolados, miedosos e incrédulos. Pero Jesús se les aparece, les dice “no teman” y los envía a anunciar la buena noticia de su resurrección. Y así comenzó la iglesia. Hoy la presencia del resucitado se hará realidad cuando retomemos el camino y trabajemos por hacer de este mundo un lugar habitable para todos y todas. Solo entonces el pregón pascual no lo repetiremos como fórmula, sino como vida; solo entonces el triduo pascual será una celebración no encerrada en una liturgia impecable o en un espectáculo televisivo. Será la vida que una vez más se impone ante la muerte fruto de la condición humana y del pecado del mundo.

sábado, 4 de abril de 2020


Domingo de Ramos: Hoy Jesús entra a la Jerusalén de nuestro mundo







Comienza la semana santa con la lectura de Jesús entrando a Jerusalén (Mt 21, 1-10). En este relato, Jesús llega como un rey, pero de características distintas a la de los reyes de la época, encarnando lo que ya había dicho el profeta Zacarías: “Mira que tu rey viene a ti con toda sencillez, montado en una burra, una burra de carga, junto a su burrito” (9,9). Aunque solemos referirnos a este texto como la entrada “triunfante” de Jesús a Jerusalén, en realidad, Jesús está contrastando las expectativas de los judíos que estaban allí y por eso ellos se preguntan conmocionados: ¿quién es este? Y, tal vez, son los sencillos los que lo pueden responder: “Este es el profeta Jesús de Nazaret de Galilea” (Mt 21, 10).

Pero en este domingo, en nuestro mundo hay conmoción por una pandemia que nos mata. Y ¿qué puede decirnos este texto frente a la situación que vivimos? Es probable esperar que Jesús nos traiga la salud, porque en aquella época, cuando llegaba el rey podía conceder algún favor y el pueblo esperaba ansioso esa benevolencia de su parte. Seguramente muchas de las oraciones o celebraciones litúrgicas de hoy pidan el superar esta situación. Por supuesto es válido contarle nuestra angustia y pedirle su fuerza. Pero esto nos puede separar de lo esencial: reconocer la manera como Dios es rey y el camino que escoge para hacernos presente el reino. La propuesta de Jesús arranca por los pequeños y apuesta por la vida de todos. No viene a alabar a los que cumplen la ley o pueden ir al templo. De hecho, el texto que sigue en el relato del evangelio es la ida de Jesús al templo y los gestos simbólicos que allí realiza -expulsión de los vendedores- muestran que la oración no es un negocio sino el sanar a todo el que lo necesita como Él lo hizo con los ciegos y cojos que le presentaron en el Templo (Mt 21, 14).

La pandemia nos está revelando que nuestro mundo continúa en la injusticia. Porque la salud que es un derecho básico no tiene la estructura adecuada para atender a todos los hijos e hijas de Dios. Y eso en los países pobres y en los ricos. Y, especialmente, en nuestros países pobres, ha quedado manifiesto que mucha gente vive “del día a día” y si llega una calamidad, no puede afrontarla. Los gobiernos están dando ayudas, pero ¡escandalizan! porque al menos en Colombia se les da una cantidad irrisoria para que vivan todo el mes. Y la educación virtual ha salido al paso para que no se suspendan los estudios. Pero en muchas familias no hay computador, ni mucho menos internet. Y, lo más grave, la pandemia propone como medio indispensable para protegerse, el lavado frecuente de manos. Pero muchos no tienen agua en casa -si tienen casa, claro-. 

Y no sólo con los más pobres esto está quedando evidente. Hay una clase media que está también sufriendo las consecuencias porque sus negocios o empleos, dependen del flujo de capital donde todo se compra y se vende y si no hay movimiento no están cubiertos los derechos básicos para todas las personas de un país. Muchas otras situaciones puntuales podrían ser invocadas. Pero bastan estas para conmemorar la entrada de Jesús a Jerusalén en su tiempo y hoy en el nuestro. ¿Quién es este al que no le hemos entendido el mensaje? ¿cómo podemos afirmar que es Jesús de Nazaret si no hemos gastado nuestra vida en garantizar los derechos básicos de salud, agua, vivienda, alimentación, educación, empleo, para todos y todas?

Jesús llega hoy a nuestro mundo y estamos lejos de haber entendido su propuesta de vida. Todos, incluidos los que nos llamamos cristianos, nos hemos casado con un sistema económico injusto y lo hemos justificado de mil maneras. Hemos defendido las políticas neoliberales porque hemos tenido con que “pagar” los servicios básicos que deberían ser “gratuitos”. Hemos demonizado las políticas sociales que apuntan a garantizar esos derechos básicos porque las hemos considerado “populistas”. Simplemente, metidos en un mundo que privilegia la riqueza de los que pueden, nos hemos acomodado y mejor o peor hemos venido sobreviviendo. Pero una pandemia nos ha sacado a la luz las consecuencias de este neoliberalismo salvaje, tal como lo denunció el editorial del “Washington Post”: “La realidad ha quitado el efecto de la anestesia del capitalismo salvaje; y ha tirado sus cartas sobre la mesa. Ha llegado la hora de replantear y de humanizar este modelo económico; y hacernos el siguiente planteamiento: ¡O muere el Capitalismo Salvaje, o muere la Civilización Humana!

Hoy Jesús entra a la Jerusalén de nuestro mundo, que las palmas que levantemos sean las de la justicia para que todos y todas tengan vida y ¡vida en abundancia! (Jn 10, 10)

viernes, 3 de abril de 2020


Y ¿hasta cuándo podremos comulgar sacramentalmente?




Dictando clases de sacramentos y, por supuesto, haciendo referencia a la liturgia por su estrecha relación, siempre hago énfasis en la “vida” que se celebra en el sacramento, especialmente la vida de amor y servicio a todos y con más atención a los pobres, para no caer en un rito vacío. Curiosamente no han faltado los estudiantes que no aceptan esa forma de presentar los sacramentos y defienden el rito litúrgico diciendo que lo otro tiene el peligro de caer en sociologismos. Detrás de esas distintas visiones está la diferente formación que hemos recibido y, lamentablemente, algunos jóvenes, hoy en día, han sido más formados en defender la estructura externa de la iglesia y con mucho rechazo a lo social por todos esos temores y hasta persecuciones que se vivieron en las décadas anteriores.

Pero ahora ya no es una clase, ya no son diferentes visiones, sino una realidad externa que nos ha afectado a todos y ha cambiado nuestra forma de celebrar la fe. Al principio, hubo muchas resistencias a cualquier cambio. En Bogotá, algunos fieles protestaron por las indicaciones del Cardenal de dar la comunión en la mano. Pero ahora ya ni se puede dar en la mano porque, simplemente, ya no habrá celebraciones de Semana Santa en los templos. 

Han abundado las propuestas de eucaristías por televisión y por las redes sociales y se anuncian los horarios para transmitir todas las celebraciones de esta Semana Mayor, incluso por los canales comerciales. Ahora bien, es loable el uso de todos estos medios (que valga el comentario, en otros momentos hemos criticado por su uso excesivo, pero que ahora casi “bendecimos” porque son los que nos permiten mantener las relaciones, aunque estemos en cuarentena) pero quedan algunos interrogantes: ¿estaremos “celebrando” o “asistiendo como espectadores”? y, personalmente, cuando vi por Facebook a un amigo sacerdote con toda su comunidad celebrando la eucaristía sentí la diferencia entre el clero y el laicado. Los clérigos siguen la vida -casi como si no pasara nada afuera- y pueden celebrar la eucaristía diariamente. El laicado puede seguir las transmisiones. Le comenté esto a mi amigo sacerdote y me respondió que por eso ellos dejaban bastante tiempo para que los laicos -espectadores- hagamos la comunión espiritual. En fin, no dudo de la buena voluntad en todos estos intentos por vivir la fe y animar a todo el pueblo de Dios a vivirla, pero quedan muchos desafíos en el aire. Y si esto se prolongara indefinidamente, ¿no podría la iglesia doméstica celebrar verdaderas eucaristías, con una persona que presida? ¿No sería el momento de ejercer el sacerdocio bautismal? ¿no podríamos recuperar esa experiencia de las primeras comunidades cristianas que el libro de Hechos nos relata de partir el pan en las casas con alegría y sencillez (2, 44-46)?

Estos pensamientos me hacen recordar las muchas discusiones que se dieron a propósito del Sínodo de Amazonía sobre permitir el sacerdocio para varones casados y sobre el diaconado de las mujeres. Se ofrecieron tantos argumentos teológicos, pastorales, sociales para rechazar cualquier cambio que ahora me pregunto: ¿no nos dicen las circunstancias concretas lo relativo de tanto argumento y lo urgente de responder a la vida? Sinceramente creo que es necesario poner la liturgia y toda la experiencia eclesial al servicio de la vida y ser mucho más libres como lo fue la primera comunidad cristiana en sus condiciones concretas. Por supuesto no quiero quitarle valor al sacramento como la tradición de la iglesia lo ha preservado. Tampoco quiero caer en el relativismo de que ahora cualquiera presida la eucaristía. No digo que no nos unamos a las transmisiones televisivas. Digo que nos preguntemos muy a fondo ¿cuál es la vida que yo llevaría a celebrar en esta Semana Santa el Domingo de Ramos, el jueves santo, el viernes santo y el domingo de resurrección? ¿Qué es lo que yo celebraría? ¿O pensaba ir al templo a “asistir” a los ritos litúrgicos que tantas veces tranquilizan la conciencia? 

Todas las circunstancias difíciles nos confrontan en muchos sentidos. Creo que esta cuarentena es una ocasión para no echar en falta el rito como tal sino vivirlo desde la circunstancia en la que nos encontramos, teniendo como contenido de fe -no la celebración ritual dirigida por el clero- sino la propia vida que en tantos momentos y de tantas maneras experimenta el misterio pascual y descubre la fuerza de la resurrección de Jesús en la propia vida. En otras palabras, tenemos por delante la oportunidad de “vivir la fe” y “celebrar la vida” en el seno de la iglesia doméstica.