domingo, 10 de marzo de 2013


LAS COSAS PUEDEN CAMBIAR EN LA IGLESIA

Hace unos días despertamos con la noticia de la renuncia del Papa Benedicto XVI. Sin duda causó sorpresa porque aunque en la historia de la iglesia otros Papas han renunciado y el Derecho Canónico contempla esta posibilidad, lo cierto es que a lo que estábamos acostumbrados, era al ejercicio papal vitalicio y que dejarlo sería romper con una fuerte tradición eclesial. Sin embargo, sorprendentemente también, la renuncia de Benedicto fue muy bien acogida. Primero porque mostró su humanidad: “Ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino (…) os doy las gracias de corazón por todo el amor y el trabajo con que habéis llevado junto a mí el peso de mi ministerio y pido perdón por todos mis defectos”. Segundo, porque es un signo que puede iluminar muchas situaciones: los seres humanos tenemos el derecho y el deber de tomar decisiones desde lo que rectamente nos dice la conciencia, podemos ejercer la fidelidad a la vocación cristiana desde muchos ministerios – el Papa dice que lo hará con “una vida dedicada a la plegaria”- y de alguna manera está dando muestras de una gran sensatez, responsabilidad, humildad y libertad en el ejercicio de un ministerio confiado. No se cree imprescindible, no se quiere perpetuar en el poder y se retira con la confianza  de una iglesia que está “al cuidado de su Sumo Pastor, Nuestro Señor Jesucristo”. Todo esto es motivo de agradecimiento porque tiene sabor a “Dios”, a “Evangelio”, a “fe”.
Esto no significa que olvidemos los grandes problemas que preocupan a la institución eclesial y el urgente “aggiornamento” (término que inspiró el Vaticano II en su urgencia de actualizarse para responder a los signos de los tiempos) que hoy nuevamente la iglesia necesita, problemas que sin duda, pesaron también en la decisión de Benedicto y que Él valientemente reconoció que necesitaban “el vigor tanto del cuerpo como del espíritu”.  
Por eso también ahora hemos de sentirnos convocados a acompañar este momento con oración, sin duda, pero también con fidelidad para conseguir una iglesia más parecida al querer del mismo Jesucristo. Muchos aspectos podrían tratarse. Quiero referirme a dos. El primero, el título con el que inicié este escrito: “Las cosas pueden cambiar en la Iglesia”. Frente a tantos temores, tanto apego a modelos caducos, tanta lentitud para afrontar los signos de los tiempos, la iglesia debe convencerse que puede abrirse a nuevas realidades, recorrer nuevos caminos, proponer con obras y en verdad gestos, acciones, decisiones que permitan mostrar la libertad, la acogida, el respeto, la equidad, la justicia y tantos otros aspectos que el mundo plural de hoy nos reclama y con toda razón. El evangelio no puede ser una carga pesada que cierre la puerta a las nuevas realidades. Ha de ser esa puerta abierta que ofrece la salvación gratuita y definitiva de Dios para todos los seres humanos.
Se elegirá un nuevo Papa pero, previo a eso, es importante pensar hacia dónde queremos que vaya nuestra Iglesia. Y por aquí va el segundo aspecto que enunciaba antes: hemos de pensar en algunos deseos concretos que sería importantísimo que se realizarán. Uno de ellos, una vivencia del colegio episcopal más fraterna, donde la primacía del Papa no ahogue la libertad de las iglesia locales. Una iglesia más libre, sencilla, pobre, con menos honores y más misericordia. Una iglesia capaz de anunciar “buenas noticias” a los pobres con la libertad y profetismo del mismo Jesús de Nazaret en la Sinagoga. Una iglesia capaz de reconocer sus errores y pedir perdón por ellos. Una iglesia más inclusiva y más dialogante con la diferencia. Una iglesia que no tema meterse con “lo social” porque su misión ha de encarnarse en la historia humana, como ella es, sin caer en tantos “espiritualismos” que hoy en día parecen florecer. Una iglesia preocupada más por la vida que por los ritos, más por las personas que por las estructuras. Tal vez es mucho pedir al reflexionar sobre una circunstancia actual como es la renuncia del Papa. Pero tal vez es importante soñar que las cosas pueden cambiar porque “el Espíritu no deja de aletear en medio de su pueblo” (Cfr. Gn 1,2).
 

Urge el compromiso eclesial con las mujeres

La celebración del Día de la Mujer siempre es una ocasión para “tomar el pulso” sobre la participación de la mujer en la sociedad y en la iglesia porque este asunto no es una “moda” de estos tiempos sino que responde a un imperativo de hacer concreto y visible el plan original de Dios en su creación: “Creó, pues, Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó” (Gn 1,27).

Bien sabemos que durante siglos, por condicionamientos culturales, reforzados por visiones religiosas parciales y erróneas, se dio una subordinación de la mujer y, por tanto, una negación de su dignidad en iguales condiciones que el varón. Aunque han cambiado algunas cosas, el documento de Aparecida reconoce que “en esta hora de América Latina y de El Caribe urge tomar conciencia de la situación precaria que afecta la dignidad de muchas mujeres. Algunas, desde niñas y adolescentes, son sometidas a múltiples formas de violencia dentro y fuera de casa: tráfico, violación, servidumbre y acoso sexual; desigualdades en la esfera del trabajo, de la política y de la economía; explotación publicitaria por parte de muchos medios de comunicación social que las tratan como objeto de lucro” (DA 48). El mismo documento refuerza ese plan originario de Dios invocando la praxis del Jesús histórico quien no temió hacerlas partícipes de su resurrección (Mt 28, 9-10) antes que a los mismos apóstoles, ni incorporarlas a su grupo (Lc 8, 1-3) e invita a superar la “mentalidad machista” que tanto mal ha hecho a la sociedad y la Iglesia (DA 453).

Todas estas exigencias reclaman más compromiso al constatar que la mujer ha sido participe y protagonista en la vida de la Iglesia: “transmisora de la fe en los hogares y colaboradora de los pastores” (Cfr. DA 455) dinamizando la vida parroquial, encargándose de la catequesis, formando parte de los grupos y movimientos eclesiales, liderando pastorales y ministerios laicales y respondiendo con su compromiso social a tantas acciones de atención y cuidado a los más débiles. Reconocer estos y otros tantos servicios eclesiales –actualmente también el ministerio teológico- lleva a urgir lo que en Aparecida se expresó como “poder participar plenamente de la vida eclesial, familiar, cultural, social y económica, creando espacios y estructuras que favorezcan una mayor inclusión (DA 454).

Pero ¿cómo llevar adelante este compromiso? No es una tarea fácil porque, como ya se afirmó, si el machismo existe en la sociedad no es ajeno a la vida de la iglesia. A tal punto que el mismo documento pide a los pastores que “atiendan, valoren y respeten” la participación de las mujeres (DA 455). Ahora bien, el compromiso supera estas actitudes de atención, valoración y respeto (son las mínimas que merece todo ser humano). Supone, como bien lo concreta Aparecida en las propuestas pastorales sobre la mujer, promover un “más amplio protagonismo” de las mujeres, garantizar su efectiva presencia en los ministerios que en la iglesia son confiados a los laicos, así como también en las instancias de planificación y decisiones pastorales y acompañar las asociaciones civiles que trabajan por la dignidad y promoción de la mujer (Cfr. DA 458). Con sólo llevar a cabo estas propuestas ya se podría avanzar mucho. Sin embargo, en esta celebración del Día de la mujer, cabe preguntarnos: ¿cuántas parroquias han hecho efectivas estas líneas? ¿cuántas facultades de teología y seminarios tienen la voluntad política de dar un testimonio de inclusión y participación de las mujeres en las instancias de planificación y decisión? ¿cuánta conciencia se vive en la iglesia de la mentalidad machista que permea nuestra cultura? ¿qué tiempo de reflexión, estudio e inserción en la realidad de las mujeres dedican los miembros del Pueblo de Dios –clero y laicos (religiosos/as)- a entender el nuevo momento que viven las mujeres para no estigmatizar de antemano los movimientos que trabajan por su dignidad y las reflexiones de las diferentes disciplinas –incluyendo la teología- que favorecen un cambio de mentalidad en pro de una mayor integridad de la realidad femenina?

En fin, nadie niega el compromiso eclesial con algunas dimensiones de la mujer en su rol de esposa y madre. Pero falta mucho compromiso en las demás dimensiones de la mujer que son esenciales y no admiten más desatención. La comunidad eclesial está llamada a dar testimonio de su compromiso con las mujeres porque en eso se juega también su credibilidad y significación en estos tiempos no fáciles para la vida de la iglesia, donde sólo las obras pueden respaldar el mensaje que anuncia.