LAS COSAS PUEDEN
CAMBIAR EN LA IGLESIA
Hace unos
días despertamos con la noticia de la renuncia del Papa Benedicto XVI. Sin duda
causó sorpresa porque aunque en la historia de la iglesia otros Papas han
renunciado y el Derecho Canónico contempla esta posibilidad, lo cierto es que a
lo que estábamos acostumbrados, era al ejercicio papal vitalicio y que dejarlo
sería romper con una fuerte tradición eclesial. Sin embargo, sorprendentemente
también, la renuncia de Benedicto fue muy bien acogida. Primero porque mostró
su humanidad: “Ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio
petrino (…) os doy las gracias de corazón por todo el amor y el trabajo con que
habéis llevado junto a mí el peso de mi ministerio y pido perdón por todos mis
defectos”. Segundo, porque es un signo que puede iluminar muchas situaciones:
los seres humanos tenemos el derecho y el deber de tomar decisiones desde lo
que rectamente nos dice la conciencia, podemos ejercer la fidelidad a la
vocación cristiana desde muchos ministerios – el Papa dice que lo hará con “una
vida dedicada a la plegaria”- y de alguna manera está dando muestras de una
gran sensatez, responsabilidad, humildad y libertad en el ejercicio de un
ministerio confiado. No se cree imprescindible, no se quiere perpetuar en el
poder y se retira con la confianza de
una iglesia que está “al cuidado de su Sumo Pastor, Nuestro Señor Jesucristo”.
Todo esto es motivo de agradecimiento porque tiene sabor a “Dios”, a
“Evangelio”, a “fe”.
Esto no
significa que olvidemos los grandes problemas que preocupan a la institución
eclesial y el urgente “aggiornamento” (término que inspiró el Vaticano II en su
urgencia de actualizarse para responder a los signos de los tiempos) que hoy
nuevamente la iglesia necesita, problemas que sin duda, pesaron también en la
decisión de Benedicto y que Él valientemente reconoció que necesitaban “el
vigor tanto del cuerpo como del espíritu”.
Por eso
también ahora hemos de sentirnos convocados a acompañar este momento con
oración, sin duda, pero también con fidelidad para conseguir una iglesia más
parecida al querer del mismo Jesucristo. Muchos aspectos podrían tratarse.
Quiero referirme a dos. El primero, el título con el que inicié este escrito:
“Las cosas pueden cambiar en la Iglesia”. Frente a tantos temores, tanto apego
a modelos caducos, tanta lentitud para afrontar los signos de los tiempos, la
iglesia debe convencerse que puede abrirse a nuevas realidades, recorrer nuevos
caminos, proponer con obras y en verdad gestos, acciones, decisiones que permitan
mostrar la libertad, la acogida, el respeto, la equidad, la justicia y tantos
otros aspectos que el mundo plural de hoy nos reclama y con toda razón. El
evangelio no puede ser una carga pesada que cierre la puerta a las nuevas
realidades. Ha de ser esa puerta abierta que ofrece la salvación gratuita y
definitiva de Dios para todos los seres humanos.
Se elegirá
un nuevo Papa pero, previo a eso, es importante pensar hacia dónde queremos que
vaya nuestra Iglesia. Y por aquí va el segundo aspecto que enunciaba antes: hemos
de pensar en algunos deseos concretos que sería importantísimo que se
realizarán. Uno de ellos, una vivencia del colegio episcopal más fraterna,
donde la primacía del Papa no ahogue la libertad de las iglesia locales. Una
iglesia más libre, sencilla, pobre, con menos honores y más misericordia. Una
iglesia capaz de anunciar “buenas noticias” a los pobres con la libertad y
profetismo del mismo Jesús de Nazaret en la Sinagoga. Una iglesia capaz de
reconocer sus errores y pedir perdón por ellos. Una iglesia más inclusiva y más
dialogante con la diferencia. Una iglesia que no tema meterse con “lo social”
porque su misión ha de encarnarse en la historia humana, como ella es, sin caer
en tantos “espiritualismos” que hoy en día parecen florecer. Una iglesia preocupada
más por la vida que por los ritos, más por las personas que por las
estructuras. Tal vez es mucho pedir al reflexionar sobre una circunstancia
actual como es la renuncia del Papa. Pero tal vez es importante soñar que las
cosas pueden cambiar porque “el Espíritu no deja de aletear en medio de su
pueblo” (Cfr. Gn 1,2).
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