lunes, 1 de diciembre de 2014


La urgencia de una formación cristiana que lleve al profetismo y a la audacia

Entre los propósitos para este año –que anotábamos en el escrito de la edición anterior- estaba el de la formación cristiana. Pero esto no es una idea nuestra sino una necesidad urgente que ya señalaba la V Conferencia del Episcopado latinoamericano y del Caribe, celebrada en Aparecida, en el 2007. En ese documento no sólo se insiste a lo largo del mismo en la formación, sino que se dedica todo el capítulo 6 al “Itinerario formativo de los discípulos misioneros”. Allí se invita, entre muchos otros aspectos, a tener una formación integral, kerygmática, permanente y misionera que atienda a las diversas dimensiones de la persona, respetuosa de los procesos y contando con un acompañamiento adecuado.

Miremos con más detenimiento algunos de estos aspectos. Una formación integral supone partir de una concepción de ser humano que vive la fe partiendo de su realidad humana. La gracia divina transforma a las personas pero no puede obviar la necesidad de una madurez humana como base para su recepción. Muchas veces se piensa que con instruir en la doctrina, los seres humanos están capacitados para la fidelidad al seguimiento. La gracia de Dios no es mágica. Se encarna en seres humanos concretos que necesitan crecer en todas sus dimensiones de manera integrada e integral y sólo entonces podrán asumir responsablemente la opción personal que implica el seguimiento del Señor Jesús. Una formación kerygmática supone también no creer que sólo la instrucción doctrinal –como dijimos antes- llena el corazón humano. Son necesarios los conocimientos pero igual de necesario es el anuncio del Dios vivo que nos sale al encuentro, nos llama y nos invita a seguirle. No son sólo razones lo que fortalece la vida cristiana. Ésta necesita experiencia y afecto. De ahí que toda formación que no integre estas dimensiones no puede garantizar una vida cristiana viva y renovada. En el mismo sentido se inscribe el otro aspecto que se señala de la formación: que sea “permanente”. Tanto clérigos como laicos/as no pueden dejar de actualizarse. No hacerlo es quedarse anquilosados y seguir viviendo la fe en moldes viejos que rompen los odres nuevos que el presente nos trae. Y, una formación misionera, aspecto tan débil en el pueblo cristiano que no sabe anunciar lo que vive –porque no se le formó así- pero indispensable para la vivencia del discipulado misionero al que todos y todas estamos llamados.

Ahora bien, a la hora de optar por una formación cristiana es importante preguntarse cuál formación, dictada por quién, con qué orientación y esto porque nuestra experiencia de fe –como toda realidad humana- se encarna en personas, intereses, tendencias, orientaciones. No hay ninguna formación “neutra”. Toda ella lleva el sello de la persona o grupo que la promueve y tiende a enfatizar algunos aspectos más que otros. Esto no es negativo, sino profundamente humano. Pero precisamente por eso se exige -en los que quieren formarse- la práctica del discernimiento. Los cristianos hemos de preguntarnos por la orientación que tiene la formación que se nos brinda para disponernos a ella. No es una tarea fácil y pueden convivir diversas tendencias, muchas de ellas necesarias para la edificación del Pueblo de Dios. Sin embargo, podemos señalar algunas características que podríamos pedir y desear, estén incluidas en la formación que recibimos. En primer lugar, una formación que integre espiritualidad y acción. Hay demasiados rezos y prácticas espirituales que “alivian” al individuo pero que no lo comprometen con la realidad que vive. Por ahí no va la vida cristiana. En segundo lugar una seria, actualizada y fundamentada formación teología. Una cosa es repetir doctrinas y otra saber apropiárselas actualizándolas en las categorías y comprensiones de cada momento histórico. En tercer lugar, una formación cuyo criterio y norma sea la praxis de Jesús y no doctrinas abstractas y esencialistas, muchas veces tan alejadas del principio de encarnación cristiana. Finalmente, toda formación que lleve al compromiso con los más pobres, al servicio desinteresado, a modelos eclesiales igualitarios e inclusivos, a prácticas litúrgicas vivas, capaces de alimentar la fe y a una expresión de la fe razonable y seriamente fundamentada, será adecuada para una vivencia cristiana profunda y atrayente.

No hay duda que es urgente la formación pero es igual de urgente buscarla con ciertos criterios, de manera que los frutos de este esfuerzo sean de profetismo y audacia, de compromiso y creatividad con el mundo de hoy que nos sigue pidiendo una vivencia cristiana capaz de no satanizar el tiempo presente sino de salir a su encuentro a modo de “fermento en la masa” o de “sal y luz para el mundo”. De esa manera contribuiremos con sentido y esperanza cristiana en medio de tantos hombres y mujeres que también viven, trabajan, luchan y buscan un mundo mejor.

 

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