viernes, 29 de mayo de 2020


En estos tiempos de pandemia: Necesitamos mucho del Espíritu de Jesús



Llegamos al final del tiempo pascual con la fiesta de Pentecostés. La promesa de Jesús de dejarnos su Espíritu para continuar su misión, se hizo realidad. El Espíritu de Jesús, como dice la carta a las Gálatas, nos trae amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí (5, 22-23). ¡Qué gran regalo para estos tiempos de pandemia!

Necesitamos mucho del Espíritu de Jesús para vivir este momento con amor porque la prolongación de la cuarentena nos desgasta por dentro: los días se hacen rutinarios -en cierto sentido-, los espacios son pequeños -la propia casa-, la falta de hacer otras cosas que nos distraigan y, especialmente la falta de relaciones con los demás de manera presencial -porque a través de las redes se han podido tener- van agotando psicológicamente y solo la vivencia de un amor profundo nos ayuda a no perder la novedad y la fuerza que trae cada día. Amor a la vida, por eso cuidarnos y cuidar a los otros. Amor a las posibilidades con las que se cuenta en este momento. Amor a los que salen cada día, arriesgando la propia vida, para cuidar de los otros -especialmente el personal de la salud- y todos aquellos que proveen la alimentación, el transporte, las medicinas, etc., indispensables para abastecernos y continuar adelante.

Mucho amor para seguir cultivando las relaciones con los demás porque esto se contrasta fuertemente en estos tiempos. Salen a la luz las buenas relaciones y el fortalecimiento de ellas. Pero también las relaciones que no son tan buenas, acentuándose los desacuerdos, intolerancias, incomprensiones y, muchas veces, violencia tanto psicológica -silencios, indiferencia- como la física que no ha faltado y, según, algunos informes, se ha hecho mayor, con el agravante de no poder denunciar ni tener otro lugar a donde ir. 

Necesitamos mucho del Espíritu de Jesús para no perder la alegría y la paz. Aquí es donde se puede percibir qué tipo de alegría vivimos. La que surge de dentro, de la satisfacción con la propia vida y la orientación que le damos a ella -esa alegría que nadie nos puede quitar- (Jn 16,22) o la que proviene de las cosas de afuera que nos distraen -fiestas, cines, calle, música, etc.- pero una vez terminadas nos dejan con la ansiedad de buscar otro distractor. 

Necesitamos mucho del Espíritu de Jesús para tener paciencia, mansedumbre, dominio de sí y vivir la responsabilidad que implica este momento porque nada sacamos con depender de que el gobierno prolongue o levante la cuarentena, si no hay una actitud responsable y consciente de que este virus no ha sido controlado y es poco lo que pueden hacer las leyes externas si, interiormente, no ponemos todo de nuestra parte para cuidarnos y cuidar a todos.

Necesitamos mucho del Espíritu de Jesús para vivir la afabilidad y mansedumbre que se requiere. No podemos hacer demasiado para controlar la situación porque depende de una vacuna y de las políticas que se implementen. Pero si se necesita mantener la buena disposición, la mano que se extiende con generosidad a todos, el salir de sí para redoblar en bondad y saber que todos estamos afectados, pero dependiendo de las circunstancias personales, unos pueden dar mucho y otros recibir mucho. Un intercambio de vida y posibilidades de los bienes y dones que Dios nos ha dado, a cada uno, para el servicio de todos.

Y también necesitamos de ese Espíritu de Jesús que irrumpió en Pentecostés, como ráfaga de viento impetuoso (Hc 2, 1-13) y logró el milagro de que todos se entendieran manteniendo cada uno la propia lengua -es decir la capacidad de vivir la diversidad en la unidad- para que impulse nuestra vida hacia nuevos caminos post pandemia, es decir, que no volvamos a ser los mismos sino que de todo lo vivido ganemos en humanidad, en cuidado, en comunión con la creación, en justicia social, en interioridad espiritual, en riqueza sacramental -no desde el culto- sino ante todo desde la vida.

Es tiempo de anunciar que el espíritu de Jesús nos fortalece en todas las situaciones y de ellas podemos sacar las mejores consecuencias. El Señor no se ha ido, sino que su Espíritu se queda con nosotros para hacer de este mundo, la casa de los hijos e hijas de Dios, confiados en que nada ni nadie nos separa de su amor. Como dice Pablo a los Romanos: ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación? ¿la angustia? ¿la persecución? ¿el hambre? ¿la desnudez? ¿los peligros? ¿la espada? (…) Pero en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó” (8, 35-37). 

Que el Espíritu de Jesús que celebramos en esta fiesta, nos impulse a más generosidad, a más amor, a más entrega, a más servicio, a más esperanza, a más apertura a su acción para hacer posible el reino en el aquí y ahora que nos toca vivir.

lunes, 25 de mayo de 2020


25 de mayo: Día nacional por la dignidad de las mujeres víctimas de violencia sexual



Hay gente que todavía duda del sufrimiento que llevan las mujeres por el hecho de ser mujeres. Para todos aquellos que lo dudan y que les parece inútil el seguir hablando de la realidad de las mujeres, podrían fijarse en la violencia sexual que vivieron las mujeres en el conflicto armado colombiano. Más de dos millones de mujeres sufrieron violencia sexual por parte de todos los actores armados: guerrilla, paramilitares y ejército nacional. Los testimonios que estas mujeres cuentan son desgarradores. Muchas niñas violadas por más de 40 hombres, uno tras otro. Muchas madres de familia violadas frente a sus hijos e hijas. Muchas esposas despreciadas por sus esposos o familiares por haber sido violadas por esos hombres desconocidos que hirieron “su honor” de jefes de familia. 

Algunas de estas mujeres no soportaron el sufrimiento que vivieron y se suicidaron, otras han vivido con el dolor y el silencio porque saben que hablar de eso les trae burlas y desprecio y porque les han introyectado una culpa que les impide ver que ellas no son culpables, lo son sus victimarios. Más de una, fue a poner la denuncia frente a las autoridades, pero allí sufrieron un doble abuso: miradas y palabras que las victimizaban nuevamente. Pero no faltaron las que se han levantado -como las mariposas- y hoy siguen luchando por su dignidad y la de todas las que sufrieron tanta violencia sexual y exigen justicia y reconocimiento de lo atroz de semejante violencia, invisibilizada por la sociedad patriarcal que no quiere reconocer su manera de concebir a las mujeres y la consecuencia que esto trae.

Gracias a esa lucha, se decretó en Colombia, en 2014, el “Día nacional por la dignidad de las mujeres víctimas de violencia sexual”. En esta conmemoración fue central el trabajo incansable de la periodista Jineth Bedoya quien en 2009 fue secuestrada, torturada y abusada por un grupo de paramilitares mientras estaba ejerciendo su tarea periodística. Actualmente, más de 23.000 mujeres están registradas como víctimas de ese tipo de violencia, muchas otras, por supuesto, no se atreven a hacerlo porque saben que la justicia tarda demasiado. 

Precisamente en los Acuerdos firmados con la FARC-EP, uno de los capítulos valiosos fue la perspectiva de género que permitía reconocer este crimen como uno de los más atroces cometidos en el conflicto armado colombiano. Pero la resistencia a comprender la profundidad de lo que sufren las mujeres, hizo que se tergiversara la perspectiva o enfoque de género de esos acuerdos y, lamentablemente, muchas personas -en su mayoría gente que se dice “creyente”, voto en contra de tales acuerdos. Afortunadamente, al final ganó la sensatez y se aprobó tal perspectiva que permite que estas víctimas hoy puedan reclamar sus derechos y exijan la reparación que merecen.  

Justamente el pasado 23 de mayo se presentó ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP, sistema de justicia creado, a raíz de los Acuerdos de Paz, para la verdad, justicia, reparación y no repetición) la denuncia de 47 casos de abusos sexuales de 39 mujeres entre 1983 y 2014 en los Montes de María (una región colombiana entre dos departamentos -Bolívar y Sucre-). Según este informe, estos actos fueron cometidos por miembros de la FARC-EP, seguidos por 10 cometidos por miembros del Ejército Nacional y uno por la Policía. En todos los casos la consigna era “castigar, dominar, regular o desplazar a las mujeres víctimas”. Ya se tienen acreditados otros casos, pero en todos ellos la mayor dificultad es que los victimarios reconozcan estos crímenes porque les resulta más fácil confesar que cometieron masacres a aceptar que la violación sexual es un crimen atroz que no puede ser ignorado y que exige la transformación real de la mentalidad patriarcal que ha modelado nuestras sociedades e iglesias.

La firma de los “Acuerdos de Paz” ha bajado la intensidad de la violencia en Colombia pero esta continúa porque existen otros grupos con los que es urgente firmar la paz (pero la ceguera humana hace que no se trabaje por hacerlo posible sino por dificultarlos) y siguen existiendo las otras violencias -o pandemias, por lo que hoy vivimos con el covid-19-, reales y devastadoras, llámense, injusticia social, violación de los derechos humanos más básicos, etc., de tantas mayorías en el país, impidiendo la construcción de la paz. Y en todo esto las mujeres siguen siendo víctimas de violencia sexual porque esto forma parte de la violencia que se ejerce de tantas formas.

Este 25 de mayo se está conmemorando esta fecha, con un documental “Mariposas violeta” que vale la pena verlo para entender un poco más el dolor vivido por tantas mujeres, pero también esa capacidad de entender “que no es hora de callar” y de “levantar el vuelo” como las mariposas y de color violeta porque en oriente el color violeta es el símbolo de la dignidad.

miércoles, 20 de mayo de 2020


La fiesta de la Ascensión del Señor: No mirar al cielo sino a la tierra





El tiempo pascual ahora nos trae la fiesta de la Ascensión del Señor. Cumplidos 40 días, el Señor se aparece nuevamente a los discípulos, pero esta vez para decirles que recibirán la fuerza del Espíritu Santo para ser sus testigos hasta los confines de la tierra. Ellos no comprenden lo que Él les ha prometido porque están pensando en “cuando restablecerá el reino de Israel” y le hacen esa pregunta. Jesús les dice que eso solo lo sabe el Padre. Luego, asciende al cielo y los discípulos parece que se quedan inmóviles mirando hacia arriba. Para ponerse en camino, necesitaron que dos hombres vestidos de blanco se aparecieran y les dijeran: “¿Qué hacen mirando al cielo? Este Jesús que ha sido llevado, vendrá tal como lo han visto subir (Hc 1, 6-10).

Esto nos puede estar pasando con el covid-19. Está siendo una situación tan inesperada y difícil que, por supuesto, hemos acudido a Dios y confiamos en su fortaleza. Pero, tal vez, no llegamos a ponemos en camino para ser sus testigos en esta circunstancia que nos toca vivir. No estamos solos porque la promesa del Espíritu -que celebraremos la próxima semana- ya es una realidad. La iglesia ha vivido estos XXI siglos gracias a su impulso y, efectivamente, la buena noticia se ha extendido hasta los confines de la tierra. Pero cada presente nos lanza nuevos desafíos y en esas circunstancias concretas es que tenemos que mostrar que no nos quedamos mirando al cielo, sino que caminamos con los pies en la tierra, haciendo presente el reino de Dios. En otras palabras, no hay que preguntar, ¿cuándo vendrá Jesús? sino como hemos de hacerlo presente aquí y ahora. 

Ya se ha dicho, casi hasta el cansancio, que no podemos volver a la normalidad sin cambiar absolutamente nada. Eso sería haber perdido estos meses que llevamos de cuarentena y que seguirán por más tiempo (aunque se vaya dando una apertura gradual), jugándose en cada salida la posibilidad de contagiarse. ¿Qué es urgente cambiar? ¿Cuál es la Buena Nueva que hoy el Espíritu nos esté invitando a comunicar? No hay duda de que lo de una ecología integral es uno de los horizontes ineludibles. Justamente esta semana se están celebrando los cinco años de la publicación de la encíclica Laudato si y, sin embargo, fueron cinco años en los que no hubo acciones contundentes para un cambio. Por el contrario, al menos en Colombia, algunos siguen diciendo que se ha de implementar el fracKing, otros que se han de continuar las aspersiones aéreas con glifosato para erradicar los cultivos ilícitos y, aunque el año pasado se llevó a cabo el Sínodo de Amazonía, si hay una región que está mostrando la precariedad de recursos para afrontar la pandemia, es Amazonas en su vasto territorio compartido por nueve países. ¿Qué estará cambiando en nuestra vida cristiana sobre este aspecto del cuidado de la ‘casa común’?

Por otra parte, hay una búsqueda de espiritualidad y de confiar en Dios para salir de esta situación. Pero ¿a qué Dios se sigue buscando? ¿cuál es el contenido de la oración que se hace en estos días? Escucho a gente decir que salen confiadas de sus casas porque rezan antes de hacerlo y están seguras de que Dios las protege. Y, todos aquellos que se infectan ¿será que Dios nos los protege? ¿se contagiaron porque no rezaron? Ya hemos visto a ciertos pastores y hasta a algún sacerdote católico repartiendo bendiciones, agua bendita, rosarios y más gestos -como al estilo exorcista- buscando que salga el virus de ese lugar. Es tiempo de purificar nuestra imagen de Dios y de no esperar esos hechos asombrosos -como tal vez esperaban los discípulos con el restablecimiento del reino de Israel-, sino de entender la “encarnación” del Dios al que decimos amar: ese que cuenta con el trabajo humano para hacer de este mundo un lugar de amor y vida para todos y todas.

La liturgia también es uno de los aspectos que merecen una renovación profunda. Al cerrarse los templos, muchas personas quedaron muy afligidas porque parecía que, al no poder ir al templo, perdían sus prácticas religiosas. Y, están deseando que se vuelvan a abrir e incluso, en algunos lugares, se ha llegado a afirmar que los gobiernos “les han robado la misa” o están violando su libertad religiosa, etc. Pero esta circunstancia ha hecho preguntas hondas a la propia fe: ¿está se basa sólo en los sacramentos? Y ¿dónde está la vivencia de estos en la vida concreta? Y ¿qué pasó con la iglesia doméstica? Y ahora que tendremos que seguir practicando el distanciamiento social y las no aglomeraciones ¿se van a celebrar más eucaristías para que puedan ir todos los fieles? Pero ¿habrá que pedir turno para poder ir en determinado horario? Y eso de ser comunidad ¿dónde queda? En fin, tantas preguntas que surgen nos invitan a superar el sacramentalismo y a vivir los sacramentos en la vida.

Muchos otros aspectos podríamos retomar y hacernos preguntas. Las respuestas serán múltiples porque las situaciones particulares son distintas. Pero el desafío que queda es qué rumbo debemos emprender no cuando termine la pandemia sino desde ya, en nuestro día a día, en lo que pensamos, sentimos, sufrimos, celebramos. No solamente las personas de fe han de buscar este cambio sino todos porque la pandemia nos está afectando de la misma manera. Pero, los que nos confesamos creyentes, no podemos hacer menos. Y esta festividad de la Ascensión nos invita a “no mirar al cielo” porque allí no está el Señor sino a “mirar a la tierra” y caminar por donde Jesús caminaría en esta circunstancia concreta con la fe, la esperanza y el amor que su Espíritu nos regala. Lo que se afirmó al inicio del evangelio de Mateo sobre Jesús: Él es el Emmanuel -Dios con nosotros- (1,23), la ascensión nos lo vuelve a recordar: Jesús no subió al cielo sino se quedó en la tierra, de otra manera, con nosotros, a través nuestro.

miércoles, 13 de mayo de 2020


Este 14 de mayo, “orar para implorar a Dios que ayude a la humanidad 
a superar la Pandemia”



Con estas palabras el Papa Francisco convocó a todos los creyentes, desde su propia tradición religiosa, a orar a Dios en estos momentos de dificultad. Junto a la oración, el Papa invitó al ayuno y a realizar obras de caridad. Todos estos términos son los que en las diversas religiones marcan la vida creyente y tienen el valor de hacernos conscientes de la grandeza de Dios y la limitación humana, de la exigencia del dominio de sí mismo para poder amar con obras que expresen la caridad, justicia y misericordia, actitudes imprescindibles para construir un mundo mejor para todos y todas. 

Pero convine ahondar en lo que esta jornada de oración podría significar. No será suficiente si nos quedamos en una actitud un tanto “mágica” creyendo que, por mucha oración o ayuno, Dios nos va a librar de la pandemia. Si así fuera, nuestra imagen de Dios estaría bastante distorsionada. Parecería que Él nos mandó ese castigo y ahora dependerá de nuestra oración que Él lo quite. 

En realidad, implorar a Dios que nos ayude a superar esta pandemia es una actitud más que necesaria porque lo que este virus está significando tiene demasiadas dimensiones y el camino que nos queda por andar, es demasiado largo. Sin duda necesitamos de su amor y de su fuerza para no quedarnos pasivos esperando que las cosas se resuelvan por la inercia del tiempo o viviendo todo esto sin tomarnos en serio los desafíos que este covid-19 nos ha traído.

Necesitamos la ayuda de Dios para aceptar nuestra limitación y vulnerabilidad humana, sin creernos dioses que logramos dominar nuestra vida y su destino. 

Necesitamos la ayuda de Dios para hacer algo por los miles de necesitados que este covid-19 ha sacado a la luz: la inmensa mayoría de pobres -de todos los países- y también todas esas otras pobrezas humanas que se padecen: la soledad, la violencia intrafamiliar, la violencia de género, la insolidaridad, la irresponsabilidad ante las medidas tomadas en algunos países que han supuesto la pérdida de más vidas humanas, etc. 

Necesitamos la ayuda de Dios para repensar nuestro mundo a nivel socioeconómico, a nivel ecológico, a nivel cultural. Ser capaces de denunciar que la situación vivida por la pandemia tiene mucho del mal entendido “progreso humano” que solo se mide por el lucro y el consumo y no por garantizar la salud, la vivienda, el acceso a los servicios públicos e, incluso, a los medios tecnológicos para todos y todas. 

Necesitamos la ayuda de Dios para recrear y reorientar nuestra vida eclesial. Como han dicho muchas personas, salir de la iglesia aferrada al culto y promover una iglesia aferrada a la celebración de la vida, de la solidaridad, de la justicia, de la paz. Dejar de centrar la vida espiritual en los dirigentes de las comunidades y empoderar a todos los creyentes en una vida de fe, de oración, de reflexión, de acción, que excede el templo y la escucha pasiva de lo que se predica en el culto.

En fin, necesitamos la ayuda de Dios para que esta situación no pase como tantas otras sin que hallamos dado un salto cualitativo en calidad de vida, de fe, de iglesia, de justicia. 

Que esta jornada de oración nos permita sentir que las palabras del Señor: “no temas, yo te ayudo” (Is 41, 13) son nuestra fuerza para responder con todo lo que depende de nosotros en esta situación histórica que nos ha tocado vivir.

lunes, 11 de mayo de 2020


La deuda pendiente con la mujer en la sociedad y en la iglesia



La pandemia del coronavirus está trayendo muchas consecuencias, no todas tenidas en cuenta o divulgadas con la misma insistencia, porque por supuesto, lo principal en este tiempo es lo que se refiere a los contagios. Una de ellas ha sido la constatación de la violencia intrafamiliar, especialmente contra la mujer. Las alertas se han despertado porque el hecho de estar encerrados hace más difícil que las mujeres puedan denunciar y acudir a los centros de ayuda. Además, las circunstancias que trae la cuarentena facilitan esa violencia: casas demasiado pequeñas donde no hay cómo mantener un mínimo de privacidad; escasez económica, rayando con el hambre; sensación de temor por la posibilidad de contagio, incomodidad de estar juntos cuando se llevan años de malos tratos, falta de diálogo, indiferencia, etc. Las cifras son para alarmarse: del 20 de marzo a la fecha se han dado 16 feminicidios en Colombia y más de 3.000 denuncias de violencia, siendo más de la mitad, por violencia sexual. Cada país podrá revisar las cifras y seguro que son muy altas.

Algunos invocan que ya se ha hablado demasiado de la violencia contra las mujeres y que los varones también sufren. Sin duda, la violencia sale del corazón de varones y mujeres y se ejerce contra todos, pero a la mujer la ha afectado mucho más porque la estructura social se ha configurado de tal modo, que ella está más expuesta a dicha violencia. A esto se le llama “sociedad patriarcal” y es lo que en la cotidianidad vivimos sin darnos cuenta: nos da seguridad la figura de un varón, se prefiere un varón en algunas profesiones, se desea que el primer hijo sea un varón, algunas familias privilegian la formación del varón y parece secundaria la de la mujer y así, podríamos multiplicar los ejemplos en que lo masculino parece de más valor, más seriedad, más profesionalismo, más competencia y lo de la mujer parece menos serio, más intuitivo, más sentimental, más tierno. Toda esta realidad social exige mucho trabajo para seguir transformándola. Se han dado pasos, pero faltan muchos más. Ahora bien, todo esto no es ajeno a la iglesia que es lo que también quisiera señalar aquí.

Históricamente las mujeres han sido relegadas a un segundo lugar. Tanto es así que aún hoy, no están en ninguna instancia de decisión, aunque ellas son las más presentes en la iglesia: llevan adelante la mayoría de los grupos apostólicos y obras de caridad y están atentas a todas las necesidades de la comunidad parroquial. Precisamente, porque ocupan tantos lugares de servicio, se aduce que no hace falta pedir más espacios.
Ahora bien, estos tiempos son de cambio y nos exigen buscar transformar “lo que siempre fue así” por lo que sea “más del evangelio”, más de una comunidad cristiana. El mismo Papa Francisco tiene esa inquietud porque sabe que es “un signo de los tiempos” y una “exigencia ética” con las mujeres, el darles el lugar que les corresponde en la iglesia. Desde el inicio del pontificado ha dicho que hay que dar más espacios a la mujer, reconociendo todos sus aportes.

Sin embargo, Francisco no parece encontrar el camino para hacerlo efectivo. Sus acciones no son todavía significativas y sus intentos de explicar por qué y cómo se le ha de dar ese campo a la mujer, no llegan a tener la audacia y la profecía que necesitarían. En cierto sentido, el Papa tiene que enfrentarse a una estructura eclesial que no quiere cambiar en este aspecto. Por eso, aunque en el Sínodo de Amazonía se pidió el diaconado para las mujeres, en la Exhortación Querida Amazonía, el Papa dice que eso sería clericalizarlas, pero al mismo tiempo, crea por segunda vez, una comisión para estudiar el diaconado. Lamentablemente ya hay varias voces que dicen que algunos de los integrantes de esta segunda comisión, no son expertos en el tema y no parecen estar a favor.

Normalmente los cambios no vienen de arriba para abajo. La conciencia que hoy tenemos sobre la sociedad patriarcal y la violencia contra la mujer vino y sigue dándose en la medida en que las que lo sufren -o los que entienden ese injusticia- reclaman un cambio sin cansarse en su demanda. Un cambio en la iglesia será posible cuando las mujeres sean conscientes de ese segundo puesto que han ocupado y exijan ese cambio y no se cansen de exigirlo. Pero lamentablemente aún en muchos ambientes sigue el patriarcalismo eclesial introyectado en las mismas mujeres: prefieren un ministro de comunión varón, un director espiritual varón, un profesor de teología varón, un conferencista varón, un coordinador de la parroquia varón. La presencia de la mujer es bien acogida pero cuando se ocupa del orden, la belleza, la acogida, el servicio y las múltiples tareas que se le han atribuido a las mujeres. Es verdad que en ciertos lugares se van dando pasos, pero todavía son demasiado pocos y la deuda sigue pendiente.

Mayo es un mes en el que en Colombia y en otros países se reconoce la figura de las mamás y también de la virgen María. La cuarentena no va a permitir que haya muchas celebraciones públicas y, tal vez ni privadas por las restricciones que existen. Pero nadie nos impide regalarle -a todas las mujeres- un compromiso con la erradicación de esa mirada patriarcal que produce tanta violencia sobre las mujeres en la sociedad y en la iglesia. La violencia no es sólo física, sexual, psicológica, económica, cultural. La violencia también es religiosa cuando se le dice a la mujer que ella no puede acceder a muchas instancias porque su “esencia” es el servicio y no también la toma de decisiones eclesiales.

La pandemia nos está confrontando en muchos aspectos y no se escapa -por la violencia que sufren las mujeres-, la urgencia de acabar con el patriarcado. Pero no solo en la sociedad sino también en la iglesia.

lunes, 4 de mayo de 2020


No se olviden de los pobres



Cuando el cardenal Bergoglio fue elegido Papa, el cardenal Hummes le dijo: “No te olvides de los pobres”. Según el mismo Bergoglio, ese consejo le hizo elegir el nombre de Francisco -por Francisco de Asís- y, como hemos visto, esa indicación sigue inspirando su pontificado en muchos sentidos, entre ellos el eclesial, soñando con “una iglesia pobre y para los pobres”.

Pero esa centralidad de los pobres antes que del actual Papa es del Evangelio. Jesús inició su misión en Nazaret encarnando las palabras del profeta Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva” (Lc 4, 16-18); la propone como programa del reino: “Bienaventurados los pobres porque de ellos es el reino de los cielos” (Lc 6, 20) y, lo más decisivo, Jesús mismo se identifica con los pobres: “En verdad les digo que cuanto hicieron a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mi me lo hicieron (…) En verdad les digo que cuanto dejaron de hacer con un de estos más pequeños, también conmigo dejaron de hacerlo” (Mt 25, 40.45).

Por eso “para la Iglesia la opción por los pobres es una categoría teológica antes que cultural, sociológica, política o filosófica. Dios les otorga su primera misericordia. Esta preferencia divina tiene consecuencias en la vida de fe de todos los cristianos, llamados a tener los mismos sentimientos de Jesucristo (…) Esta opción -enseñaba Benedicto XVI- está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza” (Evangelii Gaudium 198).

Pues bien, en estos tiempos de coronavirus ha salido a la luz lo que ya era evidente pero que no logramos afrontar decisivamente: las consecuencias de esta pandemia están afectando a todos, pero, indiscutiblemente, mucho más a los pobres. Es verdad que a nivel mundial la recesión que comienza a darse, según dicen los expertos, será peor que la Gran Depresión de 1929. También es verdad que muchas personas de clase media/alta están viviendo de sus ahorros y esto les está llevando a descapitalizarse y, por tanto, comienzan a formar parte de la lista de desempleados y endeudados. Pero los pobres del mundo evidencian “con creces” la desprotección en que viven: el hambre les está golpeando abrumadoramente, los contagios son inevitables porque para ellos la cuarentena es muy difícil de guardar ya que viven en casas de cualquier material, con hacinamiento exagerado y sin servicios públicos y el teletrabajo o la educación virtual es inalcanzable para ellos. Las ayudas que les llegan son irrisorias cuando se comparan con lo que uno gasta yendo al mercado para comprar alimentos para una semana. Los pobres han de sobrevivir con esa ínfima ayuda, un mes o todo lo que dure la pandemia. Y, esto, a los que les llega algo porque están inscritos en algún listado oficial, pero todos los demás que no están registrados, ni eso han recibido. Por eso no es de extrañar que “Dios les otorgue su primera misericordia”, como se dijo antes, o como dice el salmista: “Sé que Yahveh le hará justicia al humilde y llevará el juicio de los pobres” (140,13). 

Lo que interesa pensar aquí, es sobre nuestro compromiso cristiano con la justicia, con la vida de los más pobres. Aunque ha habido desborde de solidaridad de muchos creyentes, esto no basta. Es preciso preguntarse si estamos pensando en un cambio estructural que modifique la distribución de las riquezas del mundo y, para las próximas situaciones límite, no sean los pobres los que, una vez más, salgan peor librados. Sin embargo, no es fácil dar pasos decisivos en este sentido. Aunque el presidente de Francia reconoció la fragilidad del sistema de salud pública de su país (fragilidad que él había promovido al no escuchar sus reclamos en los meses anteriores a esta pandemia) otros se siguen lavando las manos como el presidente de Brasil que raya con la inhumanidad al declarar que “él no hace milagros”. 

Lamentablemente, hay muchas personas colonizadas “mentalmente” por el afán de riqueza capitalista y solo están esperando que se suprima la cuarentena para retomar la vida -como ella ha sido- trabajando mucho más duro para recuperar lo perdido, pero seguramente con la misma lógica del consumismo, del acaparamiento, del triunfo del más fuerte (o del más “avivato”, como se dice en Colombia). De hecho, es una vergüenza para el país que un gobernador ya fue suspendido y muchos otros mandatarios locales están siendo investigados porque los montos recibidos para distribuir entre los pobres fueron a manos de contratistas que han facturado “sobrecostos” -típicos del sistema de corrupción instalado en tantos frentes- que solo piensa en cómo ganar más, a costa de lo que sea. Seguramente, luego muchos de estos mandatarios investigados saldrán bien librados “legalmente” porque las leyes son fácilmente manipulables para mostrar que algo fue “legal” aunque no haya sido “moral”. 

El Papa Francisco había propuesto, para el pasado mes de marzo, un encuentro sobre economía para pensar “una economía de hoy y de mañana, más justa, fraterna, sostenible y con un nuevo protagonismo de los excluidos de hoy”. Dicho encuentro se aplazó para noviembre, aunque no sabemos si será posible hacerlo. Pero el pensar otro sistema económico, promoverlo y hacerlo realidad es algo que excede una propuesta del pontífice. Es una exigencia humana y cristiana inaplazable. ¿Nos comprometeremos de una vez por todas con la suerte de los más pobres? 

Nuestras acciones irán diciendo la hondura de nuestro seguimiento del Jesús pobre y del lado de los pobres o, desafortunadamente, mostrarán que nuestra fe se reduce a cantos de alabanza o a exigir que se abran los templos o, en el mejor de los casos, a hacer obras de caridad -que se necesitan- pero no superan la exclusión estructural que sigue matando mucho más que el mismo coronavirus.