No se
olviden de los pobres
Cuando el cardenal Bergoglio fue elegido Papa, el cardenal Hummes
le dijo: “No te olvides de los pobres”. Según el mismo Bergoglio, ese consejo
le hizo elegir el nombre de Francisco -por Francisco de Asís- y, como hemos
visto, esa indicación sigue inspirando su pontificado en muchos sentidos, entre
ellos el eclesial, soñando con “una iglesia pobre y para los pobres”.
Pero esa centralidad de los pobres antes que del actual Papa es
del Evangelio. Jesús inició su misión en Nazaret encarnando las palabras del
profeta Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para
anunciar a los pobres la Buena Nueva” (Lc 4, 16-18); la propone como programa
del reino: “Bienaventurados los pobres porque de ellos es el reino de los
cielos” (Lc 6, 20) y, lo más decisivo, Jesús mismo se identifica con los
pobres: “En verdad les digo que cuanto hicieron a uno de estos hermanos míos
más pequeños, a mi me lo hicieron (…) En verdad les digo que cuanto dejaron de
hacer con un de estos más pequeños, también conmigo dejaron de hacerlo” (Mt 25,
40.45).
Por eso “para la Iglesia la opción por los pobres es una categoría
teológica antes que cultural, sociológica, política o filosófica. Dios les
otorga su primera misericordia. Esta preferencia divina tiene consecuencias en
la vida de fe de todos los cristianos, llamados a tener los mismos sentimientos
de Jesucristo (…) Esta opción -enseñaba Benedicto XVI- está implícita en la fe
cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para
enriquecernos con su pobreza” (Evangelii Gaudium 198).
Pues bien, en estos tiempos de coronavirus ha salido a la luz lo
que ya era evidente pero que no logramos afrontar decisivamente: las
consecuencias de esta pandemia están afectando a todos, pero,
indiscutiblemente, mucho más a los pobres. Es verdad que a nivel mundial la
recesión que comienza a darse, según dicen los expertos, será peor que la Gran Depresión
de 1929. También es verdad que muchas personas de clase media/alta están
viviendo de sus ahorros y esto les está llevando a descapitalizarse y, por
tanto, comienzan a formar parte de la lista de desempleados y endeudados. Pero
los pobres del mundo evidencian “con creces” la desprotección en que viven: el
hambre les está golpeando abrumadoramente, los contagios son inevitables porque
para ellos la cuarentena es muy difícil de guardar ya que viven en casas de cualquier
material, con hacinamiento exagerado y sin servicios públicos y el teletrabajo
o la educación virtual es inalcanzable para ellos. Las ayudas que les llegan
son irrisorias cuando se comparan con lo que uno gasta yendo al mercado para
comprar alimentos para una semana. Los pobres han de sobrevivir con esa ínfima
ayuda, un mes o todo lo que dure la pandemia. Y, esto, a los que les llega algo
porque están inscritos en algún listado oficial, pero todos los demás que no están
registrados, ni eso han recibido. Por eso no es de extrañar que “Dios les otorgue
su primera misericordia”, como se dijo antes, o como dice el salmista: “Sé que
Yahveh le hará justicia al humilde y llevará el juicio de los pobres” (140,13).
Lo que interesa pensar aquí, es sobre nuestro compromiso cristiano
con la justicia, con la vida de los más pobres. Aunque ha habido desborde de
solidaridad de muchos creyentes, esto no basta. Es preciso preguntarse si estamos
pensando en un cambio estructural que modifique la distribución de las riquezas
del mundo y, para las próximas situaciones límite, no sean los pobres los que,
una vez más, salgan peor librados. Sin embargo, no es fácil dar pasos decisivos
en este sentido. Aunque el presidente de Francia reconoció la fragilidad del
sistema de salud pública de su país (fragilidad que él había promovido al no
escuchar sus reclamos en los meses anteriores a esta pandemia) otros se siguen
lavando las manos como el presidente de Brasil que raya con la inhumanidad al
declarar que “él no hace milagros”.
Lamentablemente, hay muchas personas colonizadas “mentalmente” por
el afán de riqueza capitalista y solo están esperando que se suprima la
cuarentena para retomar la vida -como ella ha sido- trabajando mucho más duro
para recuperar lo perdido, pero seguramente con la misma lógica del consumismo,
del acaparamiento, del triunfo del más fuerte (o del más “avivato”, como se
dice en Colombia). De hecho, es una vergüenza para el país que un gobernador ya
fue suspendido y muchos otros mandatarios locales están siendo investigados
porque los montos recibidos para distribuir entre los pobres fueron a manos de
contratistas que han facturado “sobrecostos” -típicos del sistema de corrupción
instalado en tantos frentes- que solo piensa en cómo ganar más, a costa de lo
que sea. Seguramente, luego muchos de estos mandatarios investigados saldrán
bien librados “legalmente” porque las leyes son fácilmente manipulables para
mostrar que algo fue “legal” aunque no haya sido “moral”.
El Papa Francisco había propuesto, para el pasado mes de marzo, un
encuentro sobre economía para pensar “una economía de hoy y de mañana, más
justa, fraterna, sostenible y con un nuevo protagonismo de los excluidos de
hoy”. Dicho encuentro se aplazó para noviembre, aunque no sabemos si será
posible hacerlo. Pero el pensar otro sistema económico, promoverlo y hacerlo realidad
es algo que excede una propuesta del pontífice. Es una exigencia humana y
cristiana inaplazable. ¿Nos comprometeremos de una vez por todas con la suerte
de los más pobres?
Nuestras acciones irán diciendo la hondura de nuestro seguimiento
del Jesús pobre y del lado de los pobres o, desafortunadamente, mostrarán que
nuestra fe se reduce a cantos de alabanza o a exigir que se abran los templos
o, en el mejor de los casos, a hacer obras de caridad -que se necesitan- pero
no superan la exclusión estructural que sigue matando mucho más que el mismo
coronavirus.
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