sábado, 26 de agosto de 2017


LA FIESTA DE LA TRANSVERBERACIÓN DE SANTA TERESA


Tal vez para muchos es desconocida la fiesta teresiana, llamada la “transverberación de Santa Teresa”, que se celebra el 26 de agosto. Se refiere a la experiencia mística que la santa tuvo y que la describió con la imagen de un pequeño ángel que lanzaba un dardo encendido de amor a su corazón y ella quedaba “toda abrasada en amor grande de Dios”. Fue una experiencia intensa que marcó toda su vida y la hizo entregase por entero a la vocación a la que fue llamada. En otras palabras, comunión de amor, apertura total a la gracia divina que la fue trasformando enteramente en “Teresa de Jesús”, como bien lo expresaba su nombre. Ahora bien, estas experiencias místicas no ocurren todos los días pero no porque se traten de fenómenos extraordinarios sino porque dejarse tomar por la gracia divina, abrirse a su acción y seguir incondicionalmente el llamado que recibimos, supone mucha disposición interior. Muchas veces nos hace falta ese deseo profundo de conocerle más, de seguir los llamados al compromiso que tantas veces sentimos en el corazón pero que no escuchamos porque cerramos el corazón al clamor por la justicia y la paz que la situación actual nos reclama. Pero el amor de Dios está ahí dispuesto a abrazarnos. A colmarnos. A derramarse en nuestros corazones como dice la carta a los Romanos (5,5). Él nos amó primero y sigue amándonos incondicionalmente. Y los santos nos dan testimonio de ello y su vida nos invita a participar de esa misma experiencia. Recordar por tanto esta fiesta teresiana es la oportunidad de reconocernos profundamente amados por nuestro Dios y, precisamente, porque Él nos ama, disponernos a amar a los que nos rodean. Así la cercanía de nuestro Dios se hace real en nuestra vida y, a través nuestro, puede llegar a muchos otros. De esa manera en el mundo podrá haber más experiencia del amor de Dios, traducido en paz, justicia y fraternidad.
Foto tomada de: http://www.udg.mx/sites/default/files/u31/el-extasis-de-santa-teresa.jpg

lunes, 21 de agosto de 2017


¿Espiritualidad o Compromiso social?


La vida cristiana se debate, muchas veces, entre dos polos. Por una parte, se hace énfasis en la necesidad de ahondar en la vida interior, en la oración, en la celebración de los sacramentos, en las experiencias de interiorización, reflexión, encuentro consigo mismo y con Dios. Por otra parte, se reconoce la necesidad de dar un testimonio creíble de la fe que se profesa, siendo capaz de comprometerse con las realidades más difíciles que vivimos. La mayoría de personas tal vez está de acuerdo en la necesidad de mantener la tensión dialéctica entre esos dos polos, aunque no faltan los que se inclinan por un aspecto y descuidan el otro.

Sin embargo, no basta mantener la tensión entre los dos aspectos. Es preciso ahondar en qué consiste cada uno y cuál es más cercano al evangelio de Jesús. No toda interioridad nos acerca a Jesucristo, no todo compromiso social responde a transformaciones con saber a evangelio donde se incluyan a todos los seres humanos y se favorezca la dignidad de cada persona, según el querer de Dios.

En lo que se refiere a la interioridad, hagamos las siguientes reflexiones. Todos aquellas prácticas, técnicas o ejercicios que nos dan armonía, relax, concentración, conciencia corporal, flexibilidad o que nos introducen en el silencio, en el descanso, en la propia interioridad, sin duda, son buenas y vale la pena practicarlas. La pregunta es, si esto por sí mismo, realiza el encuentro con el Señor Jesús, centro y razón de nuestra fe. La respuesta, en primera instancia, es que todos estos medios han de ser disposiciones, ayudas, medios para la experiencia profunda de fe. Pero no pueden confundirse. Más aún, a veces pueden “confundirnos”. El conseguir relajación corporal, silencio de los sentidos, no es exactamente una experiencia de fe. El encuentro con el Señor da consolación y alegría –como se dice en algunas espiritualidades- pero también desinstala, compromete, renueva, ensancha el corazón y la mirada, hace crecer en el amor, nos transforma en personas no solamente más equilibradas psicológicamente –resultado de muchas terapias- sino, especialmente, en personas más capaces de amar y de disponernos al servicio y entrega a los demás. Es decir, la espiritualidad, al menos la del Jesús de los evangelios, va en la línea del amor y la entrega a los demás y es esto lo que puede validar la experiencia de fe cristiana. Lamentablemente, algunas veces se cultivan espiritualidades que responden sólo a experiencias psicológicas de bienestar o de ritos, rezos y liturgias que pretenden “agradar” al Señor sin tener ninguna conciencia del entorno en que se vive.

En lo que respecta al compromiso social no hay duda de la cantidad de obras de caridad que realizan muchas personas e instituciones. No hace falta ser creyente para socorrer necesidades puntuales que saltan a la vista y que supondrían un corazón muy duro, no salir a su encuentro. Por eso ante catástrofes naturales, se percibe una gran solidaridad mostrando, de esa manera, la bondad humana inscrita en nuestros corazones. Pero esto no es suficiente en el compromiso cristiano que brota de los evangelios. Este no consiste en obras de caridad. Va mucho más allá. Supone esa disposición constante a la presencia del reino, anunciado por Jesús. ¿En qué consiste ese reino? Un símbolo esencial de ese reino es la “mesa común” donde puedan sentarse todos, sin que nadie quede fuera y puedan estar allí sin ningún tipo de exclusión o subordinación. Eso significa que el compromiso cristiano no va solamente en la línea de la caridad sino en la línea de la fraternidad-sororidad donde se acaben los privilegios para unos y se repartan efectivamente los bienes de la creación entre todos. El reino implica la justicia social –esa que se fija en primer lugar en los pobres y los privilegia en todo sentido- y en la línea de la gratuidad porque el amor de Dios se entrega a todos sin reservas, ni condiciones.

Muchas otras precisiones sería necesario hacer para afinar la experiencia cristiana. Pero por ahora basta reflexionar sobre la necesidad de mantener esa tensión entre la interioridad personal y el compromiso cristiano pero no cualquier interioridad ni cualquier compromiso. Urge mirar los evangelios. Entenderlos bien. Apropiarnos de su verdadero significado para no distorsionar la imagen de Jesús. Volver a poner en el centro de la vida cristiana el reino anunciado por Jesús. No temer vivir un cristianismo arriesgado y audaz. Sin miedo a la persecución y la cruz que supone todo compromiso en pro de la justicia.

Es urgente que nuestra vida cristiana viva una espiritualidad que comprometa con la realidad y un compromiso que tenga la impronta del reino anunciado por Jesús: “anunciar la buena noticia a los pobres, a los cautivos la libertad y a los ciegos que pronto van a ver. A despedir libres a los oprimidos y a proclamar el año de la gracia del Señor” (Lc 4, 18-19).

lunes, 14 de agosto de 2017


La Asunción de María y la esperanza cristiana


La fiesta de la Asunción de la Virgen María que celebramos el 15 de agosto nos invita a reflexionar sobre varios aspectos que iluminan la vida cristiana. En primer lugar, es una fiesta de la esperanza cristiana. En María reconocemos que el don escatológico, la comunión definitiva con Dios, ya se ha dado en una de las “nuestras”. Es decir, María ser humano como nosotros, ya goza de la esperanza escatológica, ya ha sido introducida en la vida divina a la que aspiramos.

Pero no sólo esto. Toda su humanidad -como dice el dogma- “fue elevada a la gloria celestial en cuerpo y alma”. Es decir, no es la parte “espiritual” de María la que goza de la eternidad, sino toda su humanidad, todo lo que fue en esta tierra, toda ella, íntegramente. En este aspecto hemos de tener en cuenta que algunas antropologías que se han formulado para la comprensión del ser humano han adolecido de un dualismo que nos llevó a despreciar la parte corporal, finita y a valorar solamente lo espiritual. Pero hoy sabemos que dichas antropologías no corresponden a la integralidad de lo humano ni a la propuesta cristiana. Es todo nuestro ser el que está llamado a la santidad y por tanto el cuerpo es bueno y es, en esta historia, con lo que somos, que podemos vivir el encuentro con Dios que se consumará definitivamente en la eternidad. Esta fiesta por tanto nos invita a recordar que hemos de salvarnos integralmente y que la vida futura que esperamos no es de nuestra alma sino de todo lo que somos, sentimos, vivimos, deseamos, amamos. Todo nuestro ser llamado a la esperanza escatológica. Es en cierto sentido, una reivindicación de lo humano y un compromiso por vivir la vida cristiana en todas las dimensiones de nuestra realidad personal.

Otro aspecto importante a tener en cuenta en esta fiesta es que este dogma fue proclamado como punto de llegada de una fe vivida por el pueblo de Dios. Es decir, fue fruto de una fe sentida por el común de los fieles que llegó a formularse como dogma porque se reconoció esa fe popular en sintonía con la revelación divina. El Papa Pío XII proclamó el dogma de la Asunción de María el 1 de noviembre de 1950, no sin un camino largo de discernimiento y consultas. Y esto significa, entre otras cosas, que la verdad surge de la comunidad, del común de los fieles. Por eso escuchar al Pueblo de Dios es una exigencia eclesial y habría que prestarle más atención porque, efectivamente, Dios se revela en la comunidad. El escuchar, el ver, el partir de la vida, tendría que ser irrenunciable a la hora de formular cualquier pastoral.

Es interesante anotar que lo que movía a los fieles a formular este dogma era su convencimiento de que una vida tan llena de Dios –como fue la de María- no podía sufrir la destrucción de la muerte. Por eso hablaban de la “dormición” de María y no de su muerte. Y, en definitiva, lo que significa es que una vida que ha hecho la voluntad de Dios no puede ser dañada por la muerte, no puede ser alcanzada por la corrupción.

Finalmente, esta fiesta nos invita a  vivir esa presencia cercana de María en nuestro caminar, sabiendo que ella nos precede “como signo de esperanza cierta y de consuelo hasta que llegue el día del Señor” (LG 68). En efecto, celebrar la glorificación de María es alimentar nuestra esperanza en ese futuro definitivo al que estamos llamados. Futuro que no nos aleja del compromiso presente sino que nos compromete con la historia que vivimos donde se juega nuestra eternidad. Que esta festividad aliente nuestra esperanza y avive nuestra espiritualidad mariana.

jueves, 10 de agosto de 2017


Apostémosle a la fuerza del perdón


Mucho se habla del perdón para poder superar el conflicto que vivimos en Colombia. Y es que sin perdón no se puede vislumbrar un futuro posible. Lógicamente, es difícil perdonar porque hay situaciones que resultan tan dolorosas que pensar en el perdón en esas experiencias, supondría “perdonar lo imperdonable”. Pero es precisamente esa situación límite, la que confronta con la posibilidad o no del perdón y la urgencia de que se haga realidad.

El perdón ha de alcanzar al victimario y transformarlo. Algunas veces sucede así. Por lo menos es lo que uno imagina en la tan conocida parábola del Hijo prodigo (Lc 15, 11-32), cuando el Padre misericordioso acoge al Hijo que lo ha ofendido hasta el extremo –pedir la herencia al Padre, en ese contexto, suponía desearle la muerte-. El pasaje parece mostrar que el Hijo se arrepiente ya no sólo por la necesidad “deseaba llenar su vientre de las algarrobas que comían los cerdos pero nadie se las daba”, sino por ese amor infinito de su Padre cuando llega, que en lugar de tratarlo como a un jornalero –ero lo máximo a lo que aspiraba el hijo- organiza una fiesta en su honor y restituye su dignidad vistiéndolo con las mejores ropas, calzándolo y poniendo el anillo en su mano.

Se podría pensar que tal vez no fue todo tan maravilloso como parece relatarlo la parábola o que el hijo no llegó a cambiar tanto como se esperaba, ya que muchas veces se constata que la mano que se tiende no es acogida suficientemente o, en algunos casos, totalmente rechazada con los actos que vuelven a cometerse, como si no hubieran recibido tanto perdón. Los seres humanos gozamos de una libertad que no se puede controlar y ésta puede optar por el agradecimiento y el cambio o el rechazo y la vuelta al mal tan fácil de habitar en nuestros corazones.

Sin embargo, la parábola nos remite, tal vez con más fuerza, al hijo mayor, que parece tan bueno y cumplidor del deber pero que en el momento del perdón brindado al hermano, deja ver lo pequeño de su amor y la envidia que corroe su corazón. Y es que la parábola precisamente está dicha para los fariseos y escribas quienes al ver a Jesús comiendo con pecadores y publicanos, murmuran de Él (Lc 15, 1-2). Con la parábola Jesús quiere mostrarles, que El Dios del reino que Él anuncia, se inclina por los pecadores y siempre les brinda la posibilidad de comenzar de nuevo. Pero eso era lo que no llegaban a comprender los que decían ser judíos piadosos, olvidando el único mandamiento importante: amar a Dios y al prójimo (Lc 10, 27), como dos caras de la misma moneda, que no pueden separarse.

Que el perdón es difícil, como ya dijimos, que nada se saca con perdonar porque el victimario no cambia, que perdonar puede llevar a la impunidad y a la injusticia (….), todo eso es verdad. Y el reproche del hijo mayor al Padre: “He aquí, tantos años que te sirvo, no habiéndote desobedecido jamás y nunca me has dado ni un cabrito para gozarme con mis amigos, pero cuando viene ese hijo tuyo, que ha consumido tus bienes con rameras, has hecho matar el becerro gordo para él”, parece resonar en nuestros oídos cuando se habla del perdón en situaciones de guerra. Pero el énfasis está puesto no en los males cometidos sino en la posibilidad de superarlos o, como está dicho en la parábola, en el aceptar la explicación del Padre: “Este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y ha sido hallado”.

Los cristianos hemos de aportar una voluntad decidida por el perdón. No con impunidad pero si con “justicia transicional”, es decir, posibilidad de un nuevo comienzo. De lo contrario la fraternidad/sororidad rota, nunca podrá restablecerse. Hay, por tanto, que apostarle al poder del perdón para liberar el propio corazón del dolor y el resentimiento y para ofrecer un nuevo comienzo al victimario. Nada está garantizado pero todo es posible. Y la gracia de Dios acompaña, sin duda, todo ese proceso.

jueves, 3 de agosto de 2017


Cristologia ¿feminista?



Este título causa gran desconcierto. Cristología se refiere al estudio sobre Cristo. Pero ¿feminista? El término feminista produce gran rechazo. Casi siempre se asocia a la pérdida de la “feminidad”, es decir, a las mujeres que parece quieren acabar con los varones y viven un libertinaje en muchos sentidos. No harán falta mujeres que sean así y algunas de estas que se llamen feministas. Pero no hay un solo feminismo y no todos se inscriben en esa descripción que acabamos de hacer. En realidad, el feminismo en su significado original es un movimiento social que ha luchado por los derechos humanos de las mujeres y ha conseguido establecerlos en las legislaciones de los países, garantizando que sean reconocidos y se pueda exigir su cumplimiento. Como lo dice el Papa Francisco “si surgen formas de feminismo que no podamos considerar adecuadas, igualmente admiramos una obra del Espíritu en el reconocimiento más claro de la dignidad de la mujer y de sus derechos” (Amoris Laetitia 54).


Ahora bien, como en este momento, ya gozamos de estos derechos, perdemos “la memoria histórica” de un pasado de muchos siglos durante los cuales, las mujeres no fueron ciudadanas, ni gozaban de derechos. Por eso cobra sentido hablar de feminismo. Por una parte, para recordar, cómo fue que llegamos a tener derechos y, por otra, para seguir trabajando porque esos derechos lleguen a todas las mujeres de todas partes del mundo.


Pero no basta que la ley brinde condiciones de igualdad. Más difícil que cambiar leyes, es cambiar mentalidades. Y la mentalidad machista –introyectada en varones y mujeres- hace más difícil esa puesta en práctica de los derechos de las mujeres en la sociedad y en la Iglesia.


Pero ¿qué tiene que ver todo eso con la teología y, concretamente, con la cristología? Pues bien, en las últimas décadas se ha tomado conciencia de que hablar sobre Dios no es algo ajeno a la realidad y por eso han surgido muchas preguntas sobre de qué manera la religión contribuye a transformar las situaciones que no son dignificantes para las personas. Y, en el caso que nos ocupa, de qué manera lo que decimos sobre Cristo contribuye a la dignidad de la mujer. En este sentido es que al tratado de cristología se le añade la palabra feminista.


Alguno pensará que no hace falta hacerse preguntas en ese sentido porque el mensaje de Cristo es liberador siempre. Por supuesto que sí. Pero, a veces, la manera cómo se enseña y cómo se vive, no ha ido en esa dirección.


De varios temas trata la cristología feminista. Tal vez el más conocido, es la relación que Jesús establece con las mujeres y la misión que les confía. Parece obvio, pero esto no ha sido siempre así. La figura de los discípulos ha sido tan sobrevalorada que la presencia de las mujeres se ha considerado accesoria. Es en tiempos recientes que se destaca el papel de María Magdalena como la primera a la que Jesús se le aparece una vez resucitado. No es que no estuviera en la Sagrada Escritura. Pero no se le daba la importancia que tenía. O la confesión de fe que hace Marta, la hermana de Lázaro: “Yo creo que Tu eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Jn 11, 27), es igual a la que hace Pedro: “Tu eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16). Pero la de Pedro se ha predicado insistentemente, la de Marta es ahora que comienza a tenerse en cuenta. Y, así se podrían invocar muchos otros ejemplos del evangelio, donde la presencia de las mujeres es mucho más importante de los que nos han hecho creer.


Pero otros temas también son importantes. Y si Jesús se encarnó en un varón, ¿la salvación que nos trae es igual de efectiva para las mujeres? Tal vez nunca lo habíamos pensando, pero no es una pregunta irrelevante. De hecho, algunos padres de la iglesia y teólogos tan importantes como Santo Tomás, no dudaron en decir que la mujer era un varón imperfecto o que la mujer solo se salvaría si de alguna manera su alma se hacía varonil. Todo esto hay que estudiarlo con detenimiento y es necesario hacer precisiones. Pero lo que no se puede negar es que el prejuicio contra las mujeres ha sido real y algunas posturas eclesiásticas no han favorecido la igualdad de mujeres y varones.


Sobre los títulos dados a Jesús, todos conocemos el de Mesías, Logos, Hijo de Dios, etc. Pero la Sagrada Escritura nos habla de otro título, el de “Sabiduría de Dios”. Este título no se ha predicado con la misma fuerza que los demás y la ventaja que tiene es que al ser una palabra de género gramatical femenino, nos permite entender que lo femenino también expresa la realidad de Dios.


Finalmente, la cruz de Cristo siendo tan importante y central en la fe cristiana, necesita una comprensión adecuada a los condicionamientos sociales. Las mujeres han sido más propensas a vivir el lado de sufrimiento y resignación que puede verse en la cruz. Menos el lado de profecía y compromiso que fue lo que hizo que Jesús fuera condenado a la muerte en cruz. Cuando se mira la cruz desde la dinámica de recuperación de la dignidad de las mujeres se comprende que la predicación de la cruz tiene que tener más el aspecto de compromiso que el de aguante y resignación a su suerte.


En otras palabras, no es que el feminismo haga que la fe sea liberadora para las mujeres. La fe es liberadora por ella misma. Pero como la fe es encarnada, mientras culturalmente no haya transformación de mentalidades, la fe se distorsiona más de lo que pensamos. Y al intentar articular estos aspectos con las necesarias transformaciones que la realidad de la mujer hoy nos presenta, se abren nuevas dimensiones que potencian la experiencia de fe y la hacen más significativa para el mundo de hoy.