La Navidad no deja
de lado la dificultad ni el sufrimiento
Se acerca cada vez más la navidad y todo se torna fiesta,
alegría, celebración, compartir fraterno. Este clima ayuda a cambiar el
horizonte y a involucrarse en este ambiente. Sin embargo, lo que cada persona
vive por dentro sigue allí sin que se pueda cambiar fácilmente porque “la
procesión va por dentro” -como dice un dicho popular- y puede disimularse o
dejar un poco de lado para dejarse llevar por esta corriente de festividades
navideñas, pero no significa que las cosas cambien mágicamente. Pero,
precisamente, las condiciones en que se da el nacimiento del Niño Jesús salen
al encuentro de las personas que más sufren, más necesitadas o con situaciones
difíciles en la vida.
Nacer en un pesebre -como el evangelista Lucas nos relata el
nacimiento de Jesús- (Lc 2, 1-20), no es ninguna buena noticia. Fue la
consecuencia de “no encontrar lugar para ellos en el mesón”, es decir pasar
angustias buscando un lugar para tener el bebé y, finalmente, no encontrar más
que un pesebre para resguardarse. Quienes los visitan son los pastores, pobres
entre los pobres, que no son amigos de la familia pero que están en la zona y
se acercan a saludarles, tal vez por la novedad de un nacimiento en ese lugar
inhóspito donde ellos se encuentran. Lógicamente el evangelista coloca en boca
de los pastores la alegría por el nacimiento de aquel niño entre ellos, pero
parece que nadie más lo reconoció y simplemente pasados aquellos días, María y
José van a cumplir con los ritos religiosos previstos para los niños judíos. Pero
no fue fácil dicho nacimiento: solos, en tierra extraña, en las condiciones más
precarias.
La manera como el evangelio de Mateo relata el nacimiento (Mt
2, 1-18) no es muy diferente en el sentido de las dificultades que rodean dicho
acontecimiento. Una vez que el niño nace en Belén, se desata un tiempo de
persecución e inseguridad. Aunque el evangelista relata la visita de los reyes
magos -con la que pretende mostrar la repercusión universal que este nacimiento
tiene- José es avisado en sueños que el rey Herodes los está buscando para
matar al niño. De ahí que tienen que huir a Egipto para librarse de ese
peligro. Según el relato, aunque Herodes no puede matar al Niño Jesús, podemos
imaginar el horror que supuso para los demás niños que si fueron alcanzados por
su espada. La muerte de los inocentes es una realidad tan cruda como los miles
de inocentes que se han asesinado en tantas guerras y conflictos que no dejan
de suceder en nuestro mundo.
Ahora bien, recordar estas dificultades que rondan la
navidad nos hace buscar el sentido profundo de la misma y no quedarnos en la
superficialidad de la algarabía y los festejos, tapando la realidad difícil que
sigue existiendo en nuestras historias personales y sociales. Navidad también es
tiempo de asumir el dolor, la incertidumbre, el fracaso, la enfermedad e
incluso, la muerte, que se hace presente tantas veces en nuestra vida. Tal vez
desde el propio sufrimiento podemos entender mejor lo que supuso el nacimiento
del Salvador: nos trae la vida, pero no la reconocemos fácilmente, nos trae la
paz, pero se desata la persecución, nos trae la esperanza, pero se vive en la
incertidumbre.
No hay que disimular u ocultar los dolores de la vida. Hay
que afrontarlos, asumirlos, transformarlos. Y el pesebre nos dice que es
posible cambiar la realidad, aunque parezca que solo existan pesebres frágiles
y solitarios en nuestra vida. Cuando todo parece difícil, el anuncio de los
pastores puede abrirnos caminos porque “ha nacido el Salvador del mundo que
será alegría para todo el pueblo” (Lc 2, 10). Es decir, para todas las
situaciones de nuestra vida hay salvación y un nuevo comienzo. Esa es la
promesa del Señor que se repite en cada navidad y Él jamás deja de cumplirla.
Acogerlo en nuestro pesebre personal es el punto de partida para ponernos en
camino y hacer posible un futuro mejor que tarde o temprano llega, de la forma
menos esperada. Navidad es entonces tiempo de alegría y esperanza, no desde la
superficialidad de las luces que adornan las ciudades sino desde la profundidad
del corazón que, muchas veces herido, confía en el Niño que nace trayéndonos vida
y vida en abundancia (Jn 10,10).
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