¿Orar por las vocaciones?
Olga Consuelo Vélez
Cada vez más, constatamos una realidad: las vocaciones a la vida
religiosa y sacerdotal, decrecen. A veces, se ven despuntes que animan. También
en Asia y África hay más esperanza. Pero algunas llamadas “nuevas comunidades”,
aunque parece que atraen un número significativo de jóvenes, muchas de ellas
tienen una línea tradicionalista y moralista que desdice bastante del Vaticano
II y los escándalos de sus fundadores no parecen garantía de esos carismas. Además,
el papa Francisco insiste en que los seminarios se unan para que haya un número
más razonable de seminaristas y se les pueda brindar una mejor formación. En
conclusión, la crisis de vocaciones es real.
Pero este problema no es nuevo. Ha sido una preocupación constante expresada
en las Conferencias del Episcopado Latinoamericano y Caribeño. En la
Conferencia de Río de Janeiro (1955) se anotaba como un angustioso problema del
continente la escasez de clero y por eso el Documento conclusivo considera el
tema de “Las vocaciones y formación del clero secular” en el primero y segundo
capítulo.
En el documento de la Conferencia de Medellín (1968) también se
constata “la escasez numérica de los presbíteros, más aún cuando se pondera en
relación con el crecimiento demográfico” (Sacerdotes, 3) y de la vida
religiosa: “La crisis en las comunidades religiosas toma grandes proporciones,
mientras disminuye el número de los que se presentan para ingresar en las
mismas (Religiosos, 10).
En la conferencia de Puebla se afirma lo siguiente: “La escasez de
sacerdotes es alarmante, aunque en algunos países se da un resurgimiento de
vocaciones” (n. 116). “A pesar del reciente aumento de vocaciones, hay una
preocupante escasez de ministros, debida -entre otras causas- a una deficiente
conciencia misionera (n. 674).
En la Conferencia de Santo Domingo (1992) aunque se reconoce “un
aumento en las vocaciones sacerdotales” (n. 79) se vuelve a señalar “la escasez
de ministros” (n. 68) y por eso se propone “la pastoral vocacional como una
prioridad” (n. 79).
En la Conferencia de Aparecida (2007) también se habla de la “relativa
escasez de vocaciones al ministerio y a la vida consagrada (n. 100e; 185) y por
eso “ante la escasez en muchas partes de América Latina y el Caribe de personas
que respondan a la vocación al sacerdocio y a la vida consagrada, es urgente dar
un cuidado especial a la promoción vocacional (n. 315).
Junto a esta realidad no se ha dejado de orar por las vocaciones, pero
pareciera que Dios no escuchara porque la situación no cambia. ¿vale entonces
la pena orar por las vocaciones? Se invoca la cita de: “Rueguen al dueño de la
mies que envíe obreros a su mies” (Mt 9, 38) para darle valor a tal pedido.
Pero ¿qué pasa que los ruegos no parecen tener efecto en el dueño de la mies?
Aclaremos algunos aspectos para intentar responder estas preguntas. Por
supuesto que la oración de petición es válida porque ella expresa el reconocimiento
de nuestra limitación e impotencia ante muchas realidades y la confianza que
ponemos en el Señor para seguir trabajando por conseguir aquello que
necesitamos. Esto es muy distinto de la concepción más generalizada que tenemos
de esta oración en la que por nuestras súplicas conseguimos que Dios se compadezca
y “milagrosamente” intervenga para cambiar las cosas según se lo pedimos. Este
Dios mágico no es el Dios de Jesús, aunque se enseñe, tantas veces, de esa
manera.
Por otra parte, la petición por los obreros para la mies, no se refiere
a las vocaciones sacerdotales y religiosas sino a todo el pueblo de Dios,
llamado a anunciar el reino de Dios. Lo que esperamos no termine -y hemos de
pedirlo- es el acoger la llamada de Dios a vivir el reino y a dar testimonio para
que más y más personas reciban esta “buena noticia” y se dispongan a construir este
mundo de hermanos y hermanas, hijas e hijos del mismo Dios Padre y Madre, donde
se viva la igualdad fundamental y “nadie pase necesidad” (Hc 2, 45). Pero las
estructuras -no el ministerio- de vida sacerdotal y religiosa, pueden terminar
-como de hecho algunas comunidades se han acabado-, y, tal vez, es urgente que
terminen en las formas y modos que hoy tienen para que puedan ser atrayentes
para la juventud.
Se habla mucho de que la juventud no tiene ideales o no se compromete
con nada o no le interesa lo que pasa en nuestro mundo, pero eso no es verdad.
Al menos en América Latina, la juventud está siendo protagonista de las
demandas sociopolíticas de nuestros pueblos. La conciencia ecológica es muy
fuerte entre los jóvenes. Y basta con estar en las universidades para ver que la
juventud sigue teniendo ideales y proyectos en lo que emplea todas sus fuerzas.
Lamentablemente para muchos jóvenes esto no es posible pero no porque no tengan
sueños sino porque la injusticia estructural no les permite realizarlos.
Tal vez no tengamos que pedir por las vocaciones sino porque
descubramos en qué carismas, en qué ministerios, en que estructuras hoy la mies
es abundante y allí podrían llegar los segadores. Hay carismas que ya no tienen
sentido porque las necesidades que los suscitaron, hoy están cubiertas por el
Estado o ya no tienen ningún sentido -por ejemplo, comunidades femeninas al
servicio doméstico del clero-. El ministerio ordenado sería más fecundo si se
abriera a las mujeres, a los casados -estas son peticiones constantes en muchas
instancias eclesiales: sínodo de Amazonía, Asamblea Eclesial, Sínodo de la
sinodalidad- pero no se quiere dar el paso. Y, definitivamente, las estructuras
eclesiales necesitan una conversión radical para que cumplan su única razón de
ser: estar al servicio de reino.
La vitalidad de nuestra fe no depende de mantener estructuras que están
mostrando su insignificancia para el momento actual sino de escuchar al
Espíritu que todo lo renueva (Ap 21,5). Pedir que sepamos escucharlo no debe estar
lejos de pedir obreros para la mies allí donde efectivamente hoy el Señor está
llamando pero que, tal vez, no queremos escucharlo.
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