¿Y si aviváramos la esperanza?
Olga Consuelo Vélez
El tiempo litúrgico de Adviento se conoce como tiempo de esperanza. Y,
como dice Pablo a los Romanos “la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha
sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido
dado” (5, 5). En efecto, la esperanza cristiana no es una mera ilusión, una
proyección, un deseo, un sueño, sino que es una persona -el mismo Jesús- quien,
con su humanidad nos mostró que este mundo puede ser distinto y que todos nuestros
esfuerzos pueden contribuir a la construcción de una realidad mejor. Más aún,
Jesús nos dejó su mismo Espíritu para que continuemos su obra, sin desfallecer.
Sin embargo, en nuestro mundo son tantos y tan graves los problemas que
nos agobian que, a veces pareciera, que la esperanza se ha ido. No logramos
parar las guerras. No consolidamos sistemas políticos que garanticen la
justicia social. No se consigue acabar la violencia contra las mujeres. No hay una
conciencia ecológica que haga que se tomen medidas reales para frenar el cambio
climático. No cambian las instituciones religiosas. Y así podríamos enumerar
tantas otras realidades que nos duelen y las cuales no parecen vislumbrar un
futuro distinto.
Pero, precisamente ante ese panorama de nuestro mundo, los cristianos
estamos llamados a aportar lo que vivimos y celebramos. Mejor aún, como dice la
primera Carta de Pedro, los cristianos hemos de estar “dispuestos a dar razón
de nuestra esperanza a todo el que nos lo pida” (3,15). De ahí la pregunta que
encabeza este escrito: ¿y si aviváramos la esperanza?
Tal vez si los cristianos aviváramos la esperanza sería más fácil que
los conflictos se arreglaran con el diálogo y el encuentro. Lamentablemente, a
veces los cristianos son los que menos creen en el diálogo y solo piden el
castigo para los malos. No parece que esto tuviera que ver con el Niño del
pesebre que desde el lugar de los últimos anuncia la paz para todos los pueblos
(Lc 2, 14).
Tal vez si los cristianos aviváramos la esperanza sería más fácil
trabajar por la justicia social. La injusticia es fruto del ansia de tener, de
acaparar, de llenar los graneros -como lo dijo Jesús en la parábola narrada por
Lucas- en la que el rico acumula y construye graneros más grandes, diciéndose a
sí mismo que tiene muchos bienes en reserva y por eso puede descansar, comer y
beber. Pero Dios le dice: “Necio, esta misma noche te pedirán el alma y las
cosas que tienes ¿para quién serán? Así es el que tiene riquezas para sí y no
se enriquece en orden a Dios” (12, 16-21). El Niño del pesebre aviva la
esperanza de que la felicidad no está en el tener sino en el compartir. Por eso
los pastores que llegan al pesebre pueden sentir “una inmensa alegría” (Lc 2,
10) porque sin tener nada, saben reconocer al Salvador del mundo. Lástima que,
muchas veces, tantos cristianos no viven desde estos valores sino buscando más
riquezas y más poder.
Tal vez si los cristianos aviváramos la esperanza sería más fácil hacer
realidad la fraternidad y la sororidad donde todos pueden sentarse en la misma
mesa. El Niño del pesebre no pudo nacer en el mesón porque no había lugar para
ellos (Lc 2, 7). Pero desde el pesebre abrió las puertas a la verdadera
hermandad, esa que se construye desde abajo, desde los últimos. La vida
cristiana podría aportar esa sencillez de vida, esa capacidad de acoger a todos
por lo que son y no por lo que poseen. Pero en tantas instancias eclesiales los
títulos honoríficos siguen siendo los que marcan las distancias entre los
hermanos e impiden la comunión de mesa a la que estamos llamados. O, con las
palabras de hoy, solo desde la esperanza que brota del pesebre es posible una iglesia
sinodal, donde todos caminan juntos porque “nadie se considera el primero entre
ellos” (Jn 13, 14)
Tal vez si los cristianos aviváramos la esperanza sería más fácil
cuidar de la casa común porque ella es parte integrante de la fe que profesamos.
No somos seres aislados sino en comunión con Dios, con los demás y con la
creación. El texto del Génesis nos permite ver cómo el autor sagrado relata la
creación del mundo donde todo lo creado ha sido querido por Dios: “vio Dios que
era bueno” (Gn 1, 31). Pero en esa creación y en comunión con ella se da el
aliento de vida para el ser humano a quien le confía su cuidado. Lamentablemente
se entendió el verbo “dominar la tierra” (Gn 1, 28) como explotarla
irracionalmente. Y así, muchos creyentes no se disponen a reorientar el
progreso para que el objetivo no sea producir más sino garantizar la
sostenibilidad. El Niño del pesebre nos habla de esa capacidad de vivir en
armonía con la creación y encontrar en ella la fuerza de un anuncio de vida.
En otras palabras, Adviento nos invita a avivar la esperanza, dando
cuenta de ella con nuestras obras. Que esto se haga realidad en estas fiestas
que ya estamos celebrando.
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