La presencia de las mujeres en los orígenes del
cristianismo
La necesidad de incorporar plenamente a las
mujeres en la vida eclesial no es una moda pasajera o una idea que se les ocurrió
a algunas mujeres “desestabilizadoras” de los roles que tradicionalmente se han
atribuido a cada sexo. Es una exigencia evangélica y está fundamentada en los
orígenes del cristianismo. Lo que sucedió es que circunstancias culturales y
sociales fueron ahogando la praxis original del movimiento de Jesús y esa
experiencia se fue transmitiendo cargada de sesgos sexistas. Hoy en día, el
trabajo de la teología que subraya la participación de la mujer, está
contribuyendo a recuperar esos orígenes y a mostrar la urgencia de cambiar esa mentalidad.
Entre muchos ejemplos que se podrían
señalar, recordemos la figura de María Magdalena a quien se le ha recordado más como pecadora que
por haber sido la “primera” testigo de la resurrección del Señor. No es que
esto último se haya negado -ya que los cuatro evangelistas lo testimonian-,
pero no se le ha dado el reconocimiento que merece y mucho menos se han tenido
en cuenta las consecuencias que de eso se derivan.
¿Cómo pudo suceder esto? Para responder es
preciso acercarnos al texto bíblico y entender cómo se fue invisibilizando la
figura de las mujeres. Siguiendo uno de los escritos de Carmen Bernabé –reconocida
biblista española- podemos ver, por ejemplo, como el evangelista Lucas relativiza
ese papel protagónico de María Magdalena y, en contraposición, destaca la
figura de Pedro. Para destacar a Pedro, Lucas incluye textos que sólo aparecen
en su evangelio como la llamada personal a Pedro (5,1-11), su protagonismo en
la pesca milagrosa (5,4-7) y en la preparación de la cena pascual (22,8).
Además lo encarga de sostener en la fe a los otros discípulos (22,31-32) y
omite datos que aparecen en los otros evangelios pero que podrían oscurecer su
figura, como por ejemplo, cuando Jesús le dice: “Apártate de mí Satanás”.
En cambio, a la hora de escribir sobre
María Magdalena, Lucas disminuye su importancia. Su calidad de discípula es
ambigua (8,1-3), su rasgo de testigo de la muerte de Jesús es difuminado al
introducir en esa escena a todos los conocidos de Jesús (23,49), el ángel en el
sepulcro les anuncia a las mujeres que Jesús ha resucitado pero no las envía a
anunciar esta noticia a los discípulos y, por el contrario, introduce la figura
de Pedro entrando al sepulcro para con su autoridad dar fe de lo que dicen las
mujeres (24, 12) y agrega que cuando las mujeres llegan a contarle a los
discípulos que Jesús ha resucitado, creen que están diciendo desatinos (24,11).
En el libro de Hechos, Lucas omite su nombre en la escena de Pentecostés (1,14)
y ya no la menciona más a lo largo del libro.
Muchos otros trabajos bíblicos -muy bien
realizados-, aportan muchos otros elementos que recuperan la presencia de las
mujeres en la comunidad de Jesús. Y son estos aportes los que van cambiando
nuestra percepción del papel de las mujeres en la iglesia. Pero se necesita más
empeño en conocerlos y mucha autenticidad para ser coherente con ellos. Ésta no
es una responsabilidad de unos pocos. Todo el Pueblo de Dios ha de buscar una
formación sólida -acorde con los avances actuales- y los medios adecuados para
transformar nuestra iglesia. En este empeño, no temamos “volver a los
orígenes”. Por el contrario, alegrémonos de estar “a tiempo” de parecernos más
a la Iglesia de Jesús y de mostrar con el “discipulado de iguales” –expresión
acuñada por otra reconocida biblista norteamericana, Elisabeth Schüssler
Fiorenza- que nuestra iglesia es una verdadera comunidad donde el
reconocimiento de la igualdad entre varones y mujeres es una realidad. Falta
mucho para lograrlo, pero vale la pena seguir trabajando por ello.
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