La dimensión
comunitaria de la Misión
La misión
no es una tarea individual. En realidad, es la comunidad la que evangeliza, la
que puede testimoniar el amor de Dios e interpelar a muchos. Y todo esto porque
nuestro Dios es, ante todo, un Dios comunidad, un Dios Trinidad, donde la
soledad no existe y todo es comunión. Sin embargo, muchas veces nos olvidamos
de esta dimensión comunitaria y vivimos una espiritualidad muy individual y de
intereses personales. Esto se muestra en ese afán – de algunos- de peticiones
por el bienestar personal y en la preocupación por su rectitud moral y el
cumplimiento de los preceptos religiosos sin ninguna atención a la cuestión
social. Y en esa dialéctica se mueve, muchas veces, la experiencia cristiana.
La misión esta
llamada a asumir las distorsiones que pueden darse en la experiencia de fe y a
proponer “a tiempo y a destiempo” (2 Tim 4, 2) el anuncio gozoso de la esencia
del cristianismo. Porque las distorsiones muchas veces surgen de acomodamiento,
de la “domesticación” de lo nuevo frente a lo establecido y a lo que “siempre
se ha hecho así”. La misión, por el contrario, desinstala, exige movimiento y
audacia, se constituye en un dinamizador que nos saca de nosotros mismos y nos
hace ir al encuentro de los demás.
Pero
vayamos por partes. En primer lugar, como ya lo anotamos, es urgente recuperar
o, en verdad anunciar, el rostro del Dios cristiano que es Trinidad. Si miramos
la vida de Jesús, Jesús nos reveló un Dios Trinidad, comunidad. Por una parte,
mostró su filiación total y radical al Padre y su obediencia incondicional a Él.
Precisamente su vida histórica nos trasparenta ese amor filial y nos va
revelando como es ese Padre: totalmente misericordioso, inigualable en su amor
a la humanidad y en su solidaridad con los más pobres. Por esa causa Jesús
llega hasta la muerte y acepta la incomprensión de los suyos. Después de su
muerte, los discípulos sintieron la fuerza del espíritu de Jesús que los movía
a la esperanza y al anuncio, que los sacaba del desánimo y los ponía en el
camino de la misión.
Lo que los
evangelistas relatan como “comer con ellos” (Jn 21, 12ss), “entrar al recinto cerrado”
para desvelar su presencia (Jn 21, 19ss) o “caminar con ellos” -relatando una
vez más los hechos acontecidos para ayudar a discernir lo ocurrido esos días en
Jerusalén (Lc 24, 13ss)-, no son más que una expresión profunda del mismo
Espíritu de Jesús que sigue haciéndose presente en la vida de la primera
comunidad cristiana y les hace salir de sí mismos, abandonar sus seguridades
para dedicarse a anunciar “lo que han visto y oído” (Hc 4, 20).
En segundo
lugar, el movimiento de Jesús que se gestó después de la Pascua, tiene en
esencia ese cariz comunitario. No son los discípulos en individual los que
anuncian al Resucitado. Es la fuerza de la comunidad que se reúne en su nombre,
parte el pan, se dirige al Padre en oración y no deja que ninguno de entre
ellos pase necesidad (Hc 2,44-45).
Por tanto,
la misión nace en el seno de la primera comunidad cristiana y así ha de
desarrollarse a través de los siglos. Lo que empezó como ese movimiento de ir
“de dos en dos” (Lc 10,1ss), ha ido creciendo a lo largo de la historia en la experiencia
de múltiples comunidades que, desde sus carismas específicos, dan testimonio de
ese movimiento original de sentirse enviados como comunidad a anunciar el Reino
de Dios predicado por Jesús. Lógicamente, la comunidad supone la dimensión
personal de cada uno de los sujetos que la conforman –de ahí que el evangelio
muestra como Jesús llama a cada uno por su nombre (Mt 10, 2ss)- porque la comunidad cristiana no es una masa
sin identidad ni responsabilidad personal, pero es precisamente, desde esa
dimensión personal que se constituye una comunidad donde se comparten
significados y valores comunes que son los que mantienen la cohesión del grupo
y le comunican ese apuntar en una misma dirección, que para la vida cristiana,
son los valores del reino, el seguimiento del Resucitado.
Por todo
esto es importante vivir con más fuerza esta dimensión comunitaria de la misión
que llevamos entre manos y hacerla más explícita en nuestro compromiso
misionero. Interesa mucho el testimonio que se da como comunidad. El amor que
se vive entre todos sus miembros. La ayuda verdadera y total que existe entre
todas las personas. La capacidad de cambio que el grupo tiene para responder a
los desafíos de cada momento histórico, manteniendo así su vitalidad y
dinamismo.
Este es el
movimiento que el Obispo de Roma ha suscitado en su Pontificado. Ha cuestionado
a la Iglesia por su replegarse en ella misma para defenderse y la ha invitado a
ser testimonio de alegría, de libertad, de apertura, de novedad. El Papa no
cesa hacer gestos proféticos que dan vida y esperanza al mundo. Su proximidad
con los más pobres sale a la luz con mucha frecuencia. Su capacidad para romper
el protocolo y responder con espontaneidad a las circunstancias que va
viviendo, da a la iglesia todo un cariz de “humanidad” y “cercanía” que nunca
deberíamos perder. Pero sobretodo, su llamada insistente a un anuncio gozoso
del evangelio, interpela fuertemente a la comunidad eclesial que tantas veces
parece anquilosada, triste, sin audacia, ni profetismo.
Vivamos por
tanto la dimensión comunitaria de la misión, renovando nuestras comunidades
eclesiales –sean iglesia doméstica, parroquial, diocesana… en fin, allí donde
cada uno vive su discipulado misionero, para que muchos puedan decir lo que
decían de los primeros cristianos: “Miren como se aman”. Y por este testimonio,
la comunidad crezca, se expanda, siga siendo una comunidad evangelizada y evangelizadora
que, con audacia, busca llegar “a todos los pueblos…. Hasta los confines de la
tierra” (Mt 28, 18-20).
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