La urgencia de
impulsar una iglesia sinodal
Acaba de publicarse el libro “La sinodalidad en la vida de
la Iglesia. Reflexiones para contribuir a la reforma sinodal”, fruto del
trabajo de un grupo de teólogas y teólogos que hace algunos años nos estamos
reuniendo bajo la denominación “Grupo Iberoamericano” para reflexionar y apoyar
las reformas del papa Francisco. Vale la pena leerlo porque se aborda la
sinodalidad desde diferentes aspectos y puede hacer mucho bien a la vida de la
Iglesia. A propósito de este libro quiero comentar algunas realidades que no
permiten avanzar en este empeño.
Según el papa Francisco la iglesia del tercer milenio ha de
ser una iglesia sinodal. La palabra sínodo significa “caminar juntos” y aunque
Vaticano II no uso este término, con la definición que dio de Iglesia abrió las
puertas para hacerlo posible: la iglesia es pueblo de Dios, la iglesia es
comunidad. Pero lo difícil es concretarlo. En efecto, mientras no se abran
canales de participación para el laicado en los niveles de decisión, no habrá
posibilidad de vivir una iglesia sinodal.
Pero ¿cómo hacemos para empujar ese modo sinodal de vivir y
de actuar en la Iglesia? No pareciera que en los niveles de la jerarquía haya
demasiado interés en llevarlo a la práctica. Inclusive el mismo papa Francisco,
aunque ha impulsado amplias participaciones en el nivel de consultas en los
sínodos que ha convocado (de la evangelización, la familia, los jóvenes, la
Amazonía) cuando escribe las exhortaciones postsinodales no siempre recoge lo
que se pidió con tanta insistencia en las consultas. Sobre todo, en la “Exhortación
Querida Amazonia” quedó muy evidente que el sentir del pueblo de Dios no fue
escuchado en temas centrales para un acompañamiento efectivo de esas
comunidades. Muchas personas han hecho ver que no deberíamos quedarnos en lo
que no fue aceptado, sino mirar todo lo positivo que también se dijo allí. Por
supuesto que no se puede dejar de valorar lo positivo, pero ante la pregunta
¿cuándo esta iglesia nuestra llegará a ser sinodal? es imposible no mirar los hechos
concretos para dar una respuesta.
Además, en las otras instancias jerárquicas, llámense
obispos o presbíteros, no se ve tampoco mucha voluntad de abrir los espacios
para una participación efectiva del laicado. Son siglos de una organización
donde todos los puestos de responsabilidad tienen como condición que quien los
ocupe haga parte de la jerarquía. Cuando se abre algún espacio para el laicado,
la mayoría de las veces es por falta de clero para ejercerlo.
Pero lo más difícil es ver al mismo laicado convencido de
que su lugar es en dependencia del clero y, lo que es peor, la poca confianza
que los mismos laicos tienen entre ellos. Hay asociaciones laicales que se
resisten a una participación en condiciones de igualdad entre sus miembros, -comprensible
en un sentido- porque en sus orígenes nacieron con cierta jerarquía entre ellos,
pero incomprensible cuando se han dado tantos pasos en la toma de conciencia de
la vocación laical, de su llamada plena a la evangelización, de la
responsabilidad compartida que ha de tener todo el pueblo de Dios que quiere
ser signo de una comunidad de iguales.
Las primeras comunidades cristianas nacieron con esa
corresponsabilidad y vocación compartida. Como todo grupo que quiere perdurar
en el tiempo se fue institucionalizando. Pero llegados a donde estamos bien
sabemos que, sin poder renunciar a una organización funcional, es urgente
recuperar lo esencial de la experiencia cristiana en la que solo hay un Padre y
todos los demás hermanos (Mt 23,8).
Por otra parte, hay preocupación por el crecimiento de la
iglesia católica ya que cada día se separan más personas de la iglesia y el
aumento de vocaciones a la vida consagrada o presbiteral no es tan
significativo. Posiblemente una de las causas sea esta. En tiempos donde la
igualdad fundamental de todos los seres humanos se reclama y exige como
principio básico de convivencia, no convoca mucho una institución en la que
unos mandan y los demás obedecen, unos deciden y los demás solo pueden opinar
-si les dejan, como concesión, los que mandan-, unos parecen tener la plenitud
del Espíritu y otros solo colaboran en la medida que se les permite alguna
participación. Podría creerse que esto es una exageración, pero sigue siendo
así. Los procesos de evangelización son dirigidos por el clero a nivel
parroquial, diocesano y universal. Las comunidades religiosas y asociaciones
laicales están bastante controladas por la jerarquía de tal modo que para
cambiar un reglón de sus estatutos tienen que hacer un proceso de justificación
desgastante y hasta temeroso porque pueden decir que no. Además, a los mismos
grupos de iglesia les cuesta mucho trabajo actualizar su carisma porque parece
que algunos sectores creen que traicionaran la intención del fundador o
fundadora, olvidando que ellos casi siempre fueron adelantados a su tiempo y si
vivieran en este tendrían mucha más osadía y audacia.
Ojalá que todos en la iglesia revisáramos si a nivel de
“mentalidades, estructuras y prácticas” vamos haciendo posible una iglesia
sinodal. Es verdad que se necesita la voluntad política de la jerarquía para
desmontar toda la estructura que hoy tiene montada, pero también es verdad, que
sin un laicado que quiera dar pasos en ese sentido, tampoco será posible. Quien
pueda entender que entienda (Mt 11,15) y lo ponga en práctica en su manera de
ser y vivir la iglesia.
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