La incondicionalidad del amor
“¿Puede una mujer
olvidarse del niño que cría, o dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues
bien, aunque se encontrara alguna que lo olvidase, ¡Yo nunca me olvidaría de
ti! (Isaías 49,15).
Con estas palabras
Dios pone a la madre como ejemplo de la incondicionalidad del amor. Y este amor
es verdad. Son innumerables las madres que dan todo por sus hijos, que se
entregan y se sacrifican a diario por ellos. Pero también es posible -y de
hecho sucede- que algunas los abandonan y les causan mal. En este texto
bíblico, Dios apuesta por un amor maternal de excelentes cualidades y como si
quisiera garantizar que es posible vivirlo, El se pone como ejemplo de esa
realización. Además, nos llama a vivirlo. No basta que reconozcamos que Dios es
“Padre y Madre” o que agradezcamos el amor de nuestras madres sino que debemos comprometernos
en la vivencia de un amor con esa misma calidad, poniendo los medios necesarios
para ello.
Amar no es tarea
fácil, ni siquiera para una mamá. Hay muchos equívocos al respecto. A veces el deseo
de ser madre encierra cierto egoísmo: “quiero tener un hijo para que sea mi
compañía, la razón de mi vida”. Otras veces las madres consienten tanto a sus
hijos que les impiden crecer, ser fuertes, salir de sí mismos, comprometerse
con lo que hacen. No permiten que su hijo se esfuerce por nada y les solucionan
fácilmente todos los problemas. En algunas ocasiones, el amor maternal es
“ciego” impidiéndole reconocer los aspectos negativos del hijo y disculpándole
todo. Así, sin negar las buenas intenciones de las madres, van creciendo hijos
incapaces de amar, centrados en sí mismos, que el día de mañana ni siquiera saben
amar a sus padres.
Esto sucede porque
aunque el amor brota espontáneamente –y mucho más por la criatura que se da a
luz-, una vez que surge, debe cuidarse, trabajarse, orientarse, purificarse,
hacerlo crecer. Nadie nace sabiendo cómo amar. Es una tarea de toda la vida
porque siempre se puede amar más y mejor.
¿Cómo se aprende a
amar? ¿Cómo liberarse del egoísmo y ponerse al servicio de los demás? ¿Cómo
orientar, reforzar y crecer en un amor incondicional capaz de hacer de la vida
un don de amor para el mundo? No existen recetas ni fórmulas mágicas. Sólo se
pueden dar pistas e intuiciones que
posiblemente pueden ayudarnos.
Se precisa un
conocimiento propio. De nosotros brota espontáneamente el amor que hemos
recibido. Reconocer vacíos, carencias, dolores, puede ayudarnos a entender
nuestros egoísmos e intereses propios. Pero no basta trabajar las causas. Los
seres humanos tenemos el gran don de ser mucho más de lo que recibimos. La
capacidad de superación física que se ve cuando se tienen limitaciones de ese
tipo, es también fuerte en el mundo interior de afectos y sentimientos profundos.
Los seres humanos podemos crecer en el amor ¡y en qué medida! Muchas personas
nos dan testimonio de ello. Ahora bien, es necesario optar una y otra vez por
el servicio, el desprendimiento, la ayuda fraterna, la disponibilidad, la
colaboración. Supone esforzarnos por purificar nuestras intenciones,
desprendernos una y otra vez de todo lo que queremos poseer –bienes,
circunstancias, honores, personas- y que nos mantiene encerrados en nosotros
mismos. Implica estar convencidos de que “ser amor” es la mejor realización que
podemos alcanzar.
Un amor así ya es
real en tantas personas que conocemos -especialmente en las madres- pero no
olvidemos que este amor maternal incondicional es una llamada para todas y
todos. Dios nos los ofrece sin medida y confía en que cada uno seamos sacramento
de este mismo amor para el mundo.
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