Por un laicado
decididamente sinodal
Un modelo de Iglesia sinodal es lo que se espera para este
tercer milenio, según las palabras del papa Francisco. Ya Vaticano II inició
este proceso de transformación al definir la Iglesia como Pueblo de Dios en el
que Jerarquía, laicado y vida religiosa son miembros plenos de la Iglesia por
la dignidad que da el bautismo haciendo a todos, participes del sacerdocio,
profetismo y realeza del mismo Jesucristo. A lo largo de estos más de cincuenta
años -después de realizado el Concilio- no se ha podido consolidar tal modelo
e, incluso se ha desvirtuado, con el clericalismo que tanto ha denunciado
Francisco y que no parece fácil desmontarlo. Pero el papa sigue insistiendo,
utilizando ahora este término -sinodalidad- que significa “caminar juntos”.
La sinodalidad no es un mero sentimiento de estar todos
reunidos. Como lo explicó la Comisión Teológica Internacional en su documento
sobre “La sinodalidad en la vida y en la misión de la Iglesia” (2018) esta
afecta a los sujetos, las estructuras, los procesos y los acontecimientos
sinodales. Y aquí viene la dificultad de hacerlo realidad porque cambiarnos a
nosotros mismos -los sujetos- supone demasiado desprendimiento y apertura;
modificar -las estructuras- implica transformaciones reales que dan mucho miedo
porque supone salir de esa zona de confort que ofrece una estructura ya
consolidada y no digamos la dificultad que trae proponer -procesos y
acontecimientos sinodales- que se realicen de manera diferente a lo que
estábamos acostumbrados.
Superar la barrera de desigualdad que históricamente ha vivido
la jerarquía y el laicado y que ha llevado a que no todos participen en los niveles
de decisión eclesial, será una tarea muy ardua y difícil. Pero lo que más llama
la atención o parece casi inconcebible es que en grupos de iglesia formados
solo por laicado también se presente tanta resistencia a dar participación
plena a todos los miembros que conforman aquellos grupos. Conozco algunas asociaciones
de fieles laicos que, en sus orígenes, se constituyeron con diversos tipos de grupos:
uno de ellos que centraliza las instancias de decisión y los otros que,
compartiendo la misión, no participan en los niveles de gobierno. A lo largo de
las últimas décadas se ha visto que un laicado activo -como se ha buscado vivir
en el postconcilio- implicaba niveles de mayor participación de todos los
miembros de cualquier grupo eclesial. Por eso, algunas de estas asociaciones
han hecho procesos para dar mayor participación en los niveles de misión y de
gobierno. Pero ante esa propuesta, se han levantado algunas voces invocando el
carisma fundacional donde pareciera que el fundador o fundadora habría
dispuesto esa jerarquía entre grupos como algo constitutivo y, por tanto, hacer
cualquier cambio, sería atentar contra dicho carisma. Algunos procesos que
llevaban un buen tiempo de reflexión y de puesta en práctica de un modelo mucho
más sinodal se han parado por esas voces que no están dispuestas a cambiar.
Valga este ejemplo para recordar que un carisma nace en el
seno de la iglesia y tiene su vigencia en la medida que siga siendo
significativo para los modelos eclesiales que los signos de los tiempos van
configurando. Además, es importante saber que la tradición eclesial tiene tres
funciones: (1) Función constructiva: es la forma fundacional en la que se sustenta
y desarrolla un carisma. (2) Función de conservación: corresponde a la
fidelidad de los seguidores para mantener la sustancia vital del carisma recibido
(3) Función innovadora: que se refiere a la capacidad de apropiarse del carisma
fundacional y, manteniendo la fidelidad, recrearlo en los nuevos contextos, de
manera que responda verdaderamente a los desafíos de cada tiempo presente. Un
carisma que no asume los modelos eclesiales que el espíritu va suscitando, no
puede mantener su vitalidad y significado y es sensato preguntarse si tiene
sentido seguir manteniéndolo.
Muchas personas que apelan a la fidelidad carismática para
no dejar que haya cambios, parecen olvidar, negar o no conocer la tercera
función de toda tradición eclesial y, sobre todo, da la impresión de que divorcian
el carisma del modelo de Iglesia que la actualidad reclama. Si es urgente que clero
y laicado, caminen juntos, con más razón, es indispensable que todos los
miembros de una asociación laical, por ejemplo, tengan voz y voto para dar
testimonio de una iglesia capaz de bajar para que todos crezcan, de
desprenderse para vivir el poder como servicio y no como honor, de mirar a la
iglesia de los orígenes donde el ideal de “la mesa común” hizo posible vivir
una fraternidad/sororidad, signo del Reino.
En definitiva, toda la Iglesia ha de ponerse en camino para
hacer posible un modelo de Iglesia sinodal. Como ya dije, está siendo muy
difícil que la jerarquía dé un paso decisivo en ese sentido -ni siquiera el
mismo papa Francisco ha logrado llevar a cabo la tan esperada reforma de la
Curia-. Pero, ¿no podría el laicado empujar ese cambio? El Dicasterio para los
laicos, la vida y la familia que coordina las asociaciones de fieles laicos
decretó hace poco que “Todos los miembros “pleno iure” (pleno derecho) tendrán
voz activa, directa o indirectamente en la constitución de las instancias que
eligen al órgano central de gobierno a nivel internacional”. Ojalá que algunas
asociaciones de fieles donde ese pleno derecho de todos sus miembros de
participar en instancias de decisión y de gobierno no es una realidad, no se
queden pensando y en el peor de los casos -argumentando desde el carisma
fundacional- para resistirse a hacer visible una Iglesia sinodal que, en
definitiva, si los fundadores o fundadoras hoy vivieran, seguramente no
dudarían en acoger esta voz del Espíritu que clama al cielo por un cambio para
que la Iglesia salga de su anquilosamiento y se disponga a ser signo creíble de
un “caminar juntos” de hecho y de derecho.
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