Libertades individuales y bien común
La tensión entre las libertades individuales y el bien común
siempre existirá refiriéndose a muchas situaciones de cada día. Con el
coronavirus de nuevo esa tensión ha salido a la luz y no es fácil ponerse de
acuerdo. Desde Francia y otros países que se precian de la defensa de las
libertades individuales hasta los países que ni siquiera tienen todavía acceso
a las vacunas, hay muchos que piensan que no les deben imponer nada porque
sería violentar sus libertades, como muchos otros que defienden la necesidad de
que haya regulaciones y se decreten las medidas necesarias para garantizar la
marcha de la sociedad. Y así seguiremos en ese debate y tal vez nunca logremos
estar de acuerdo.
Pero me quiero referir a las experiencias religiosas y,
concretamente al cristianismo, en el que la propuesta central es la
fraternidad/sororidad, el bien común, la defensa del más desfavorecido, el
compartir de bienes, etc., para cuestionar si, en verdad, nuestra fe se pone en
primer plano para funcionar en la sociedad, si nuestro testimonio es claro y
creíble, si lo que predicamos lo aplicamos.
Independiente de que el Estado regule o no, la coherencia
entre lo que creemos y vivimos podría ser mucho más evidente en nuestra sociedad.
Si el coronavirus es tan contagioso ¿cómo es posible que dudemos en tomar todas
las medidas necesarias -y hasta exagerando- para evitar que los demás sean
contagiados? Si la muerte ha golpeado tan real y de manera indiscriminada a
tantos, ¿cómo no evitar a toda costa que las personas mueran y que se colasen
los servicios de salud pública? Sinceramente a mi me parece tan obvio que,
desde la fe, lo que nos interese sea el bien común, que no logro entender por
qué tantas personas de fe, no se disponen con diligencia y generosidad a pensar
en los otros/as antes que en sí mismos.
Ya la Conferencia Episcopal Latinoamericana y Caribeña
celebrada en Puebla (1979) la Iglesia se preguntaba cómo era posible que, en un
continente creyente, fuera tan inmensa la brecha entre ricos y pobres, tan
inmensa la injusticia estructural. Y han pasado más de cuarenta años y la
pregunta sigue vigente porque quienes luchan por erradicar la injusticia
estructural y buscan caminos de transformación social, muchas veces son las
personas menos creyentes, mientras que tantas otras que se precian de ser
cristianas, engrosan cada vez más las tendencias neoliberales y las visiones de
extrema derecha, fundamentadas en el beneficio propio, en las libertades
individuales, en la mayor ganancia, en el progreso de los más fuertes.
La vida cristiana podría sacudirse de su ceguera evangélica
y lanzarse a vivir lo más propio de ella: la acogida del reino de Dios que se
inauguró con Jesús, en la comunidad de hermanos y hermanas que testimonian la
fraternidad/sororidad de los hijos e hijas de Dios. Esto implicaría que
fuéramos los primeros en apostar por el bien común en todos los casos, en todas
las circunstancias, en todos los momentos. Por supuesto el bien común limita
nuestra libertad individual, impide que tengamos más beneficios propios, deja
en segundo lugar los intereses particulares para que el bien de los demás se
ponga en primer plano. Esto es lo que Francisco expresó muy bien en la
Encíclica Fratelli Tutti (n. 120), refiriéndose a la propiedad privada: “(…) Dios
ha dado la tierra a todo el género humano para que ella sustente a todos sus
habitantes, sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno. En esta línea
recuerdo que la tradición cristiana nunca reconoció como absoluto o intocable
el derecho a la propiedad privada y subrayó la función social de cualquier
forma de propiedad privada. El principio del uso común de los bienes creados
para todos es el primer principio de todo el ordenamiento ético-social, es un
derecho natural, originario y prioritario. Todos los demás derechos sobre los
bienes necesarios para la realización integral de las personas, incluidos el de
la propiedad privada y cualquier otro, no deben estorbar, antes, al contrario,
facilitar su realización (…). El derecho a la propiedad privada sólo puede ser
considerado como un derecho natural secundario y derivado del principio del
destino universal de los bienes creados, y eso tiene consecuencias muy
concretas que deben reflejarse en el funcionamiento de la sociedad. Pero sucede
con frecuencia que los derechos secundarios se sobreponen a los prioritarios y
originarios, dejándolos sin relevancia práctica”.
Y más sencillo aún, el mandamiento del amor: “Amar a Dios
sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo” (Mc 12, 28-31) es a la vez,
tan claro y tan determinante, que solo con tenerlo presente podría ser
suficiente para que los cristianos antepongamos el propio interés, frente al
bien común. Hablar de comunidad no es un slogan, una moda o una característica
abstracta. Es vivir con otros/as en la vida real, con lo que ella nos trae cada
día y que en este tiempo pasa por el control del coronavirus, la distribución
de los bienes de la tierra, el cuidado de la cosa común, y tantos otros
desafíos actuales que reclaman mucha calidad humana, mucha honestidad y verdaderos
principios éticos. Y si los que nos decimos creyentes no vamos de primeras mostrando
que creemos en el Padre/Madre de todos y por eso anteponemos los propios
intereses en favor del bien común ¿de qué fe estamos hablando?
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