La vida vivida
como vocación
Olga Consuelo Vélez
La experiencia cristiana es, ante todo, una vocación, una
llamada. No somos nosotros los que buscamos a Dios, sino que es Él, quien sale
a nuestro encuentro. Es la experiencia que la Sagrada Escritura nos testimonia
en figuras como Abraham, Moisés, Judit, Esther, Rut, María, los discípulos y
discípulas y tantas otras personas que vivieron en carne propia el encuentro
con Dios y no pudieron seguir siendo los mismos, sino que se sintieron
convocados a anunciar y hacer posible el reino de Dios en el aquí y ahora. “En
esa inmensa nube de testigos”, como lo relata bellamente la Epístola a los
Hebreos (11, 2-12,4), vamos añadiendo nuestros nombres y, aunque reconociendo
la precariedad de nuestro propio testimonio, nos esforzamos por entrar en esa
dinámica para seguir construyendo un mundo desde la fe, la esperanza y el amor.
La respuesta a esa llamada del Señor se teje a lo largo de toda
la vida, se consolida en la fidelidad del día a día y nos hace decir con el
apóstol Pablo "No creo haber conseguido ya la meta, ni me considero
perfecto, sino que prosigo mi carrera hasta alcanzar a Cristo Jesús, quien ya
me dio alcance" (Flp 3,12). Supone un encuentro personal: "¿me amas?,
Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo" (Jn 21, 15-17). Y en esa
historia de amistad, en esa vida compartida la persona se transforma desde
dentro. La vocación se convierte así, no en algo accidental, sino en
constitutiva de todo el ser y quehacer, abriéndose al horizonte de una misión
que nos reclama: "apacienta mis
ovejas" (Jn 21, 15-17).
Esta llamada que se experimenta como irresistible es lo que
diferencia la fe cristiana de cualquier otra opción que se hace en la vida.
Supone la decisión personal, pero es más que eso: Es el don del amor que nos
hizo “arder el corazón cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las
Escrituras” (Lc 24,31). Esta experiencia nos pone en marcha como a los
peregrinos de Emaús que vuelven a Jerusalén cuando reconocen al Resucitado (Lc
24,33) y nos hace anunciar a otros “lo que hemos visto y oído” (Hc 4, 20).
La vida vivida como vocación se constituye en sentido de
vida. Surge en la persona la disposición interior a la realización de una
misión que abarca todo su ser y se confirma con las aptitudes que se poseen.
Moviliza de tal modo las energías personales que absolutamente todo lo que la
persona realiza se convierte en realización de esa vocación. En este sentido el
jesuita Pedro Arrupe, compuso un poema titulado “Enamórate” que dice mucho de
lo que supone este horizonte vocacional: “(…) Aquello de lo que te enamoras
atrapa tu imaginación y acaba por ir dejando huella en todo. Será lo que decida
qué es lo que te saca de la cama en la mañana, qué haces con tus atardeceres,
en qué empleas tus fines de semana, lo que lees, lo que conoces, lo que rompe
tu corazón, y lo que te sobrecoge de alegría y gratitud (…)”. Otro santo, Pedro
Poveda, fundador de la asociación laical Institución Teresiana, desde el
horizonte educativo que propuso como vocación para sus miembros, decía:
"Denme una vocación y les devolveré una escuela, un método, una
pedagogía".
La profesión vivida en este horizonte más amplio, se
convierte en una verdadera vocación. Esto nos sitúa en la misma dinámica de los
primeros cristianos "que no se distinguen de los demás hombres ni por su
tierra, ni por su habla, ni por sus costumbres (...) sino que, habitando
ciudades griegas o bárbaras (...) y adaptándose en comida, vestido y demás
géneros de vida a los usos y costumbres de cada país, dan muestras de un tenor
de vida superior y admirable y por confesión de todos, sorprendente"
(Carta a Diogneto V, 1-4). Aquí alguna sensibilidad puede rechazar la frase un tenor de vida superior. Es
comprensible. La limitación del lenguaje y los usos de la época siempre son
susceptibles de modificarse. Pero entendamos bien: la vocación imprime a
nuestra vida un talante interior que es el aporte fundamental que podemos
ofrecer a nuestros contemporáneos. Sin embargo, lo que es ineludible y tenemos
que ofrecer es una vida que se vive como vocación y que le imprime la presencia
del Espíritu en todo lo que hacemos. Nuestra profesión es el horizonte en que
probamos nuestro amor a Dios y nuestro compromiso fraterno, pero si la
profesión no está informada por el Espíritu, pierde su esencia, su razón de
ser, su fecundidad.
En definitiva, quien vive su vida como vocación ensancha el
espacio de su tienda y experimenta la fecundidad del Reino. Sabe que todo lo
que hace tiene una dimensión trascendente. Su ser y quehacer se convierten en
la acción de Dios mismo en nuestra historia. De hecho, Dios no tiene otra
manera de hacerse presente entre nosotros. De ahí la radicalidad de la llamada
a colaborar con el Reino: "quién pone la mano en el arado y mira para
atrás, no sirve para el Reino de Dios" (Lc 9, 62). Efectivamente, la
experiencia cristiana es la vida entera que se apasiona por hacer presente a
Dios mismo en esta historia y en ello compromete todo lo que se es. Cuando se
ha vivido la vida en este horizonte, la terminación de un empleo formal no
significa el fin de un quehacer, sino un cambio en la realización de ese mismo
quehacer que, ha sido, el que cada persona ha encontrado para desplegar lo
mejor de sí misma. Por eso, en la vida cristiana, no existe la figura de la
jubilación laboral, sino el gozo de hacer aquello que se sabe hacer, cada vez
con más gratitud, más generosidad, más pasión, más desprendimiento.
Y una nota final:
en tiempos en que se dice que “hay escasez de vocaciones”, entender la
propia vida como vocación ayuda a matizar esa afirmación porque es verdad que
hay escasez de vocaciones a la vida religiosa y presbiterial, pero eso no tiene
que ir de la mano de falta de vocaciones a la vida cristiana. Tal vez este
momento está diciendo que esos estilos de vida están urgidos de una renovación
de fondo para que puedan ser atrayentes para la juventud de hoy y,
posiblemente, tienen que entenderse desde el sentido más profundo que tiene esa
vocación específica: pequeños grupos, como lo fueron las pequeñas comunidades
cristianas, que desde su estilo de vida interpelan, alientan y dan testimonio
del seguimiento de Jesús.
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