Conmemoración del
día de los santos y de los difuntos: una llamada para nuestra propia vida
Olga Consuelo Vélez
El mes de noviembre comienza con la solemnidad de todos los
Santos. Sin embargo, muchas personas recuerdan más la conmemoración de los
Difuntos que se celebra al día siguiente. México, por ejemplo, tiene muy
arraigada esta tradición y la celebran familiarmente haciendo altares con fotos
de los que ya fallecieron, colocando flores y otros objetos, además de
compartir diversas comidas porque, de alguna manera, es una forma de volver a
convivir con los seres queridos que ya murieron. En otros países, se va al cementerio,
aunque, actualmente, con la cremación, esa práctica ha perdido algo de fuerza.
Lo cierto es que ante la muerte de los seres que amamos, surge en muchas
personas la necesidad profunda de creer que la muerte no apagó para siempre sus
vidas y que preservar su memoria es una forma de prolongar su presencia.
Además, se espera que ya descansen en la paz de Dios y que, cuando muramos, nos
encontremos nuevamente con ellos.
Ese desear que nuestros familiares difuntos estén en la paz
de Dios podría motivarnos más a vivir nuestra propia vida con mucha más
responsabilidad para alcanzar esa misma paz, no solo después de muertos sino ya
en este presente. Por supuesto la vida trae muchos problemas y circunstancias
que se nos escapan de las manos y que conllevan dolor, preocupación, fracaso,
sufrimiento. Pero también hay tantas otras realidades que sí está en nuestras
manos remediar que sería muy importante que, al menos, esas circunstancias, las
viviéramos mejor y pudiéramos disfrutar de la paz que ellas nos traen. Entre
estas últimas podríamos señalar las relaciones con los demás, especialmente con
la familia, las cuales por complejas que parezcan podrían ser mucho más
gratificantes si tuviéramos menos orgullo, más tolerancia, menos prepotencia,
más humildad. En otras palabras, si supiéramos reconocer que todos nos
equivocamos pero que todos podemos enmendar nuestros errores y tener otra
oportunidad para comenzar de nuevo. Si fuéramos capaces de ver que la muerte
llegará tarde o temprano y lo que no hagamos aquí, ya no lo podremos hacer más
adelante, tal vez nos esforzaríamos más por superar los desencuentros y vivir
la alegría que da el llorar y el reír con los demás, el celebrar y el superar juntos
las dificultades, el sentir que no somos seres para la soledad sino llamados a
la riqueza del compartir.
Si hiciéramos lo anterior, no estaríamos lejos de alcanzar
la santidad. Es verdad que esta palabra cada vez dice menos a las generaciones
actuales y a muy pocos les atrae ser santos. Pero, entre otras cosas, no atrae
la santidad, porque se cree que ser santo es tener unos dones extraordinarios o
vivir unos sacrificios de tal magnitud que casi nadie puede imitarlos. Pero, en
realidad, los santos y santas que hoy reconocemos, fueron personas de su época
y con toda seguridad tuvieron limitaciones y equivocaciones, pero supieron apostar
por hacer el bien y eso hizo insignificante lo negativo de sus vidas. El papa
Francisco en la Exhortación Gaudete et exultate (2018) ha procurado
rescatar la cotidianidad del ser santo, hablando de “los santos de la puerta de
al lado”. En realidad, la santidad es para todos porque consiste en vivir nuestra
vida de la mejor manera posible. Los santos de la puerta de al lado no son los
otros sino también nosotros. Santidad es vivir con todo lo que supone nuestra
humanidad y la de los demás y aprender a caminar con ello; supone retroceder y avanzar,
temer y arriesgar, equivocarnos y corregirnos, en otras palabras, aceptar la
limitación inherente a nuestra creaturalidad, pero desde ella seguir caminando
porque no hemos sido creados para el fracaso sino para el amor y, mientras
tengamos vida, es posible amar y ser amados, perdonar y ser perdonados, ser
felices y hacer felices a los demás.
En fin, tal vez la relación de las dos celebraciones de
estos primeros días de noviembre podría ayudarnos a entender que la santidad es
vivir la humanidad y que la humanidad, vivida desde el amor, es santidad. Podría
ayudarnos a entender lo que el hombre rico no comprendió: Maestro ¿qué he de
hacer para ganar la vida eterna? (Mc 10, 17-23) y Jesús le respondió con los
mandamientos, pero fue un poco más allá: “Ve y vende lo que tienes y dáselo a
los pobres, luego ven y sígueme”. Es decir, le invitó a salir de sí y compartir
su vida y sus bienes con los demás, pero según el texto, parece que él no fue
capaz de hacerlo. Quien quita que esta vez nosotros comprendamos que lo que “idealizamos
con nuestros seres queridos que ya no están”, lo podemos vivir con los que
tenemos todavía a nuestro lado. Quien quita que en este mundo sea posible la
santidad, porque nos abrimos al diálogo y al encuentro, al perdón y a la
reconciliación, a la comprensión y al comenzar siempre de nuevo, aprovechando
el presente que tenemos para saborear desde aquí la paz que deseamos tengan ya
nuestros difuntos y que un día deseamos alcanzar cada uno de nosotros.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.