Audacia misionera y
anuncio explícito del evangelio
La misión
que Jesús nos confió ha tomado diferentes énfasis según la comprensión que se
ha ido teniendo a lo largo de la historia. De entenderla como una tarea que
había que realizar y casi obligar a los destinatarios a aceptar el mensaje, hoy,
en contextos de libertad y pluralismo religioso, resulta totalmente diferente.
Ya no se puede imponer la fe a nadie y menos tener una postura de condena y
rechazo a las otras tradiciones religiosas. Pero tampoco se puede caer en el
otro extremo: perder la audacia del anuncio y dejar de realizar planes y
proyectos pastorales que lleven adelante la dimensión misionera de la iglesia.
Tomar esa postura sería no responder al envío de Jesús a los suyos: “Vayan y
hagan que todos los pueblos sean mis discípulos. Bautícelos, en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y enséñeles a cumplir todo lo que yo les
he encomendado. Yo estoy con ustedes todos los días hasta que se termine este
mundo” (Mt 28, 19-20).
Entonces,
¿cómo combinar la audacia y el anuncio explícito con el respeto y la libertad
religiosa? Ese es uno de los grandes desafíos en estos tiempos y podríamos
señalar tres aspectos que pueden ayudar.
En primer
lugar, acoger la gracia de la fe recibida y ofrecerla con esa misma libertad:
“gratis lo recibieron, denlo gratis” (Mt 10,8). Cuando uno sabe que no es dueño
de lo que anuncia, lo puede comunicar con libertad y generosidad y abierto a
todos los cambios que la misma voz de Dios encarnada en la historia vaya
marcando. No es una empresa que podemos llevar adelante con nuestras fuerzas.
Es el Señor el que siembra la semilla y la hace crecer (Mc 4, 26-29). No son
nuestros méritos los que pueden conseguir el éxito. Es su sabiduría la que sabe
cómo sembrar, cuándo sembrar, dónde sembrar. Cuenta con nosotros, sin duda, y
de ahí el encargo recibido, pero como administradores y no como dueños, como
servidores y no como amos. Reconoce el origen de este don y vivirlo como tal,
da la libertad suficiente para anunciar sin imponer, para dar sin pedir nada a
cambio.
En segundo
lugar conviene recordar que todas las instituciones religiosas son mediaciones
de un misterio mayor. Ese “misterio” es el amor de Dios que nos desborda y que
va mucho más allá de las mediaciones históricas. Si hay algo que Jesús nos pide
para anunciar el reino es el trabajo por el ser humano: “sanen enfermos,
resuciten muertos, limpien leprosos, echen demonios” (Mt 10, 8). Bien entendido
el evangelio, nada de lo anterior se refiere a poderes sobrenaturales o a la
sola dimensión interior de las personas. El anuncio del reino realizado por
Jesús se concretó en las necesidades históricas de su tiempo, buscando el
bienestar de las personas, el reconocimiento de su dignidad, sus derechos
fundamentales y el deseo de Dios de ver que sus hijos e hijas desarrollarse
integralmente. Por eso el anuncio explícito del evangelio no es sólo una
doctrina sino todo un estilo de vida: una praxis de caridad, un compromiso
solidario.
Finalmente,
el mejor anuncio que se puede dar es el testimonio gozoso de la propia vida.
Que se note aquella alegría que da “encontrar el tesoro en el campo” (Mt
13,44). Si las personas ven el gozo y la plenitud de una vida, no se
incomodarán al escuchar las razones que mueven esa vida, ni se sentirán
fastidiados por una comprensión de mundo que puede no ser la suya pero que ven,
hace felices a quienes lo viven.
La misión
sigue siendo actual y necesaria. La misión con los cercanos y la misión “ad
gentes”, es decir, el anuncio de Jesús a tantos que nunca han oído hablar de Él.
Pero una misión que brota de la propia experiencia de vida y que ofrece con
generosidad las propias razones de esa fe. Personas así, no tienen problema de
convivir con la pluralidad y la diferencia. Por el contrario, saben recibir las
riquezas que los demás tienen –porque de toda realidad se puede aprender algo-
y brindar con libertad las propias. Y en un horizonte así vivido, sigue
teniendo vigencia la audacia misionera y el anuncio gozoso del evangelio.
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