Un nuevo año para
avivar la esperanza
El último capítulo del libro del Apocalipsis se refiere a la
“Jerusalén Celestial”. Es decir, después de todos los sufrimientos y persecuciones
que ha sufrido el pueblo escogido, la promesa de Dios se cumplirá y “con
creces”. “Dios enjugará toda lágrima de los ojos y no habrá ya muerte, ni habrá
llanto, ni gritos, ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado” (Ap 21,4).
“Descenderá del cielo, ataviada como una novia, la Jerusalén celestial, morada
de Dios entre los hombres donde ellos serán su pueblo y Él, -Dios con ellos-
será su Dios” (Ap 21, 2-3). Es este, por tanto, un libro profundamente
esperanzador (aunque una mala interpretación o una interpretación literal lo
haya hecho ver como libro de castigos anunciando el fin del mundo), en el que
la esperanza está puesta absolutamente en Dios y nada ni nadie hace que decaiga
la esperanza firme en la vida buena y abundante que viene de Dios, más aún, que
es Él mismo: “Ven, Señor Jesús” (Ap 21,20).
Por esto los cristianos estamos llamados a ser personas de
esperanza profunda. Este ha de ser nuestro testimonio y constituye lo mejor que
podemos aportar a la construcción de esta casa común. Y, en tiempos como los
actuales, más que nunca se necesita la esperanza porque terminamos el año con
una América Latina llena de desafíos que han llevado a manifestaciones públicas
que exigen un cambio de rumbo. No se puede tolerar tanta desigualdad social. No
se aguanta más la precariedad que hace vivir -o sobrevivir- a tantos, en el día
a día, sin poder esperar un futuro posible para los jóvenes o una vejez digna
para los ancianos. Pero estos cambios no son fáciles y necesitan de mucho
compromiso, mucho trabajo, mucha entrega.
En efecto, la Jerusalén celestial de que nos habla el
Apocalipsis parece que es una realidad que va a llegar algún día y a partir de
entonces ya todo será mejor. Pero no es así la condición histórica en la que
vivimos. La Jerusalén celeste es la utopía que esperamos, pero, al mismo
tiempo, es la que nos fortalece para irla realizando en lo concreto que nos
toca vivir. Precisamente porque esperamos esa plenitud definitiva, nos
entregamos a fondo por hacerla posible desde este presente.
Así, el nuevo año que comenzamos, nos convoca a avivar la
esperanza cristiana. Desde ella, el cristiano no puede ser indiferente a la
realidad social. La lucha por la justicia es parte integrante de la fe, es su
dimensión social. Y solo buscando sistemas económicos que permitan la vida
digna para todos, estaremos construyendo esa Jerusalén que esperamos. Sin unas
estructuras justas en el aquí y en el ahora que el Señor nos regala, no será
posible llegar a la plenitud prometida.
También forma parte de nuestro compromiso cristiano velar
por el cuidado de la casa común. El sínodo amazónico no terminó el año pasado,
sino que hemos de hacerlo realidad en nuestras decisiones actuales. La
esperanza se siembra y se vive, con una conciencia ecológica que sea
responsable de cuidar la creación y preservarla para las futuras generaciones.
Tenemos un nuevo año para avivar la esperanza en los
jóvenes. Ellos han mostrado -con su voz de protesta en las marchas que se han
dado en América Latina- que ellos si están atentos a su destino y sueñan con un
mundo distinto. Apoyar sus sueños y trabajar porque los consigan forma parte
del compromiso cristiano.
Y no olvidar, en este año que comienza, las reformas de la
Iglesia. Con la llegada de Francisco se avivo la esperanza de que una iglesia
jerárquica más sencilla, más natural, más espontanea, fuera posible. Bien
sabemos que Francisco ha roto muchos protocolos y ha buscado ser más un pastor
con olor a oveja que un príncipe, como parecía se había acostumbrado a ser, un
sector de la jerarquía. Lamentablemente, no todos en la iglesia, han entendido
este cambio porque el poder y el honor conquistan muy fácilmente el corazón,
mientras que la sencillez del evangelio necesita personas muy libres para ser
acogida y vivida. Pero la esperanza nos impulsa a “volver a los orígenes”,
construyendo esas comunidades cristianas sencillas e incluyentes, que
transparenten en verdad el evangelio de Jesús.
Es necesario también seguir con esperanza trabajando por la
igualdad de las mujeres en nuestras sociedades patriarcales. Se han dado
avances, pero sigue faltando mucho. Todavía no hay un respeto en todas las
instancias hacia las mujeres, aún los salarios no son iguales que los de los
varones y, sobre todo, aún todas las instancias de decisión cuentan con una
gran ausencia del género femenino. Mientras esto no cambie, nuestro mundo vive
un desequilibrio de género, verdadera “ideología” que permea, nuestras mentes y
estructuras.
Y muchas otras realidades podríamos nombrar en las que la
esperanza cristiana ha de hacerse presente. Porque cuando en la primera carta
de Pedro se nos dice: “Estén siempre preparados a responder a todo el que les
pida razón de la esperanza que ustedes tienen” (3,15), nos están diciendo que
demos testimonio con nuestras obras -es lo que pueden ver las personas que no
creen- de que nuestra esperanza está puesta en el Dios de la vida, cuya promesa
sigue actual y se va realizando en cada uno de los compromisos que emprendemos,
en cada una de las obras que llevamos a cabo. Que este 2020 sea un año de
avivar la esperanza cristiana y, como decía un santo de nuestro tiempo, Pedro
Poveda, “Las obras sí, ellas son las que dan testimonio de nosotros y las que
dicen con elocuencia incomparable lo que somos”.
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