Llamados/as a una conversión
integral
La conversión que intentamos vivir en este tiempo de cuaresma tiene
diversas dimensiones que es bueno explicitarlas. La conversión primera y fundamental
es al Dios de la vida que nos sale al encuentro incansablemente y que nos
invita a seguirlo. Cuaresma es tempo de ser capaces de alimentar esa amistad
personal con El, cuidando del encuentro y del diálogo fecundo. Tiempo de actualizar
la respuesta que un día le dimos, afirmándola de nuevo y renovando los
compromisos bautismales. En otras palabras, vivir como hijos e hijas suyos,
sintiéndonos familia de todos y todas.
La conversión es también conversión de todas nuestras actitudes y valores,
de nuestra afectividad y de nuestros sentimientos. Esta conversión depende, en
gran medida, de la amistad que tenemos con el Señor y de la fuerza que El tiene
en nuestra vida. Como bien recuerda el pasaje bíblico, el que ama al Señor y se
dispone a hacerle una ofrenda entiende que de nada sirve tal ofrenda si primero
no está la concreción efectiva del amor: “si tu hermano tiene algo contra ti,
ve primero a reconciliarte con él y después vuelve a presentar tu ofrenda” (Cf.
Mt 5, 23-24). Amar a Dios y amar al prójimo van de la mano porque “nadie puede
amar a Dios al que no ve si no ama al hermano al que ve” (1 Jn 4, 20).
Pero no menos importante es tener una conversión de nuestros pensamientos y
comprensiones teóricas. Parece que esta conversión no fuera importante pero es
bueno caer en la cuenta de todo lo que nos influyen nuestras concepciones de la
realidad y nuestra manera de comprender la fe que vivimos. Cuantas discusiones
se basan en las ideas diferentes que tenemos sobre una misma cosa. Aunque
muchas veces se coincida en la práctica, si la teoría es distinta, se encienden
acaloradas discusiones que rompen lazos y crean profundas heridas. Por esto la
conversión intelectual no es una dimensión secundaria. Por el contrario, es un
aspecto imprescindible ya que condiciona profundamente todas las otras dimensiones
de nuestra vida.
Nuestra conversión, entonces, ha de ser integral. Debe cubrir todas las
dimensiones de nuestro ser. Pasar por la cabeza y por el corazón. Interpelar
nuestros afectos y aclarar nuestras ideas. Permitirnos crecer, cambiar,
reorientar y descubrir mejores posibilidades en todo lo que hacemos y somos. De
eso habló la V Conferencia
de Aparecida cuando mostraba la urgencia de una formación integral, que abarcara
todas las dimensiones de la persona: “Una formación integral, kerigmática y
permanente que abarcara la dimensión humana y comunitaria, la dimensión
espiritual, la dimensión intelectual, la dimensión pastoral y misionera” (DA
279-280).
Que este tiempo que falta para la celebración de la Semana Santa sea una
oportunidad de dejarnos transformar por la gracia divina en todos los aspectos
de nuestra vida. Crecer y madurar reconociendo nuestros errores pero también
alimentando nuestra fe con una formación adecuada. La formación ayuda a
clarificar la vida y la vida nos dispone para alcanzar mejores frutos en los
procesos formativos. Todo ello con el único propósito de “conocer mejor al
Señor, el poder de su resurrección y la comunión en sus sufrimientos, a fin de
alcanzar si es posible la resurrección de los muertos” (Fp 3, 10-11). En otras
palabras, buscar vivir profunda e integralmente la Pascua de manera que podamos
resucitar con Cristo comprometiéndonos sincera y decididamente con la historia
que tenemos entre manos.
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