De cargos casi
vitalicios a la descentralización del poder y el relevo generacional
La iglesia, como toda institución humana, tiene que regirse
por leyes para garantizar su funcionamiento. Por eso el Código de Derecho
Canónico y los reglamentos particulares de cada asociación son necesarios. A
propósito de esto, quiero hacer referencia al último cambio que ha promulgado
el “Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida” sobre el periodo de
duración de los órganos máximos de gobierno de las “Asociaciones de Fieles” que
no debe exceder dos períodos de cinco años cada uno. Se recomienda lo mismo
para los/as fundadores/as aunque para ellos/as puede darse alguna excepción, en
vistas a garantizar el desarrollo del carisma.
No voy a hacer una reflexión desde el punto de vista legal
(que excede mi competencia) sino sobre esos períodos “casi vitalicios” que
ejercen algunas de las autoridades de los grupos, bien porque dichas
autoridades se asientan en el poder y no lo sueltan fácilmente o porque los
miembros del grupo crean a su alrededor una cierta “aureola” que parece
irremplazable o porque es difícil confiar en otro que parece “demasiado igual a
nosotros” o porque los grupos van teniendo menos personas y no hay tantas
opciones o por otras muchas razones que se podrían formular. Lo cierto es que
ciencias, como la psicología, alertan sobre ese deseo o necesidad de tener
“padres”, “superiores”, “reyes”, líderes”, “jerarcas”, “madres”, ídolos, etc.,
y proyectar en ellos lo que tal vez no logramos nosotros mismos. Ser personas
autónomas, libres, maduras, es tarea de toda la vida y siempre hay que correr
tras de ello. Pero es fácil dejar la carrera y resguardarse tras alguna figura
superior.
El Decreto afirma que reduce esos períodos tan largos del
ejercicio del poder porque es necesaria la “sana rotación y para evitar las
apropiaciones que degeneran en violaciones y abusos”. Además, porque se ve lo
positivo de un “relevo generacional” y de que todos los miembros de un grupo -de
manera directa o indirecta- participen en la elección de tales autoridades.
¿Por qué se tienen que decretar algunas normas que deberían
ser obvias en instituciones que tienen como objetivo la vivencia del evangelio,
el servicio, la fraternidad, la humildad, el desprendimiento y tantos otros
valores que decimos caracterizan nuestra fe? Además, textos como el del
evangelista Marcos: “si alguno quiere ser el primero, será el último de todos y el
servidor de todos” (Mc 9, 35) o el de Mateo: “Ustedes saben que a los que gobiernan
entre las naciones les gusta mostrar su poder. A sus principales dirigentes les
gusta ejercer su autoridad sobre la gente. Pero entre ustedes no debe ser
así. Más bien, el que quiera ser más importante entre ustedes debe hacerse su
siervo. (Mt 20, 25-26), deberían ser el horizonte de cualquier
ejercicio de gobierno ejercido en la iglesia.
Pero tal vez, la iglesia como toda organización humana se
acomoda continuamente al contexto en el que vive y nuestro mundo está lleno de
“honores”, “vanagloria”, “apegos” y, sobre todo, deseo “de poder y de prestigio”.
Ahora bien, el Decreto dice que los nuevos movimientos eclesiales, surgidos
después de Vaticano II, han traído “una época de gran florecimiento, aportando
a la Iglesia y al mundo contemporáneo una abundancia de gracia y de frutos
apostólicos”. Seguro es verdad, pero no se puede olvidar que algunos de estos
movimientos han producido mucho dolor a la iglesia por los abusos cometidos por
sus fundadores/as u otros miembros y por su manera de ejercer el poder con
autoritarismo y coacción de conciencia de sus miembros. ¿Será que esto ha
llevado a decretar estas nomas? Sería bueno explicitarlo porque solo aceptando
los errores y buscando enmendarlos, se pueden ver otros horizontes. El Decreto
también dice que estas normas no aplican “a los cargos de gobierno que están
vinculados a la aplicación de las normas de las asociaciones clericales,
institutos de vida consagrada o sociedades de vida apostólica”. Supongo que
cada decreto debe darse para cada tipo de grupo, pero me parece que debería ser
válido para todos y más para los institutos clericales donde me parece que,
todavía hoy, aunque entre sus miembros haya religiosos (no clérigos) los
superiores generales, siempre han de ser clérigos.
En verdad, en tiempos en que la iglesia apuesta por un
modelo más sinodal, conviene revisar muchas cosas. Es urgente un ejercicio más
compartido del poder y, por supuesto, purificando este poder para entenderlo
como servicio y no como superioridad. De la mano iría el cuidado del lenguaje:
títulos como superior/a, padre/madre, excelencia, eminencia, reverendo/a,
director/a, etc., desdicen mucho de lo que las personas de gobierno deberían
significar para un grupo que quiere vivir la fraternidad/sororidad en su seno.
La descentralización del poder sería algo que ayudaría mucho a quitar tanto
“unipersonalismo”. Algunos grupos laicales tienen toda una estructura
organizativa, pero en la práctica, las decisiones quedan en manos de la persona
que ejerce el cargo central, haciendo que los que ejercen otros cargos
(consejeros, administradores, secretarias, etc.) sean ayudas funcionales, pero
no decisorias.
Las leyes formuladas no cambian automáticamente la realidad,
pero presionan para hacerlo. La práctica concreta ayuda para cambiar las leyes.
Es decir, los dos movimientos van de la mano y se retroalimentan. Ojalá que
este Decreto haga replantear bien a fondo el ejercicio del poder para
despojarlo de tantos accesorios y recuperar lo único importante -el servicio- y
que una nueva práctica -realmente sinodal (caminar juntos)- florezca una iglesia
-testimonio creíble- de un estilo de comunidad que puede vivir sin prestigio,
ni poder, sin superiores ni inferiores, sin gente excepcional y gente
insignificante, sino donde todos son hermanos y hermanas, hijos e hijas, del
Dios del Reino que es padre y madre, pero que sobre todo, en su Hijo nos mostró
que “no vino para ser servido sino para servir y dar su vida por muchos” (Mt
20, 28).
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