En la Iglesia ¿caben todos?
Olga Consuelo Vélez
El papa Francisco se dirigió a los jóvenes de la Jornada Mundial de la
Juventud con sencillez, claridad y cercanía. A algunos no les gustó esa
espontaneidad, incluso criticaron que “no leyera” sus homilías y hablara
directamente, mirando a su auditorio, logrando esa conexión que surge de quien
no pretende “dar cátedra” sino comunicar un mensaje en el que cree y lo ofrece sin
otras pretensiones. Sin duda, Francisco sigue rompiendo esos esquemas rígidos,
solemnes y doctrinales que han marcado la vida de la Iglesia a lo largo de la
historia. Más de un clérigo tiene que hacer todo un equilibrio de
justificaciones para acomodarse a ese estilo que no le parece adecuado, pero
que necesita hacerlo para no parecer que no está en comunión con el Papa. Ahora
bien, no solo hay clérigos con esa dificultad. También hay una porción de
laicado que tampoco sintoniza con ese estilo porque en su formación cristiana
se les ha insistido en la rigidez, tradicionalismo y muchas otras formas prácticamente
“prevaticanas”, haciéndoles creer que corresponden a la “auténtica” doctrina.
Se podrían comentar varios aspectos del mensaje de Francisco a los jóvenes,
pero quiero detenerme en este: “En la Iglesia hay espacio para todos y, cuando
no haya, por favor, esforcémonos para que haya, también para el que se
equivoca, para el que cae, para el que le cuesta. Porque la Iglesia es, y deber
ser cada vez más, esa casa donde resuena el eco de la llamada que Dios dirige a
cada uno por su nombre. El Señor no señala con el dedo, sino que abre sus brazos;
nos lo muestra Jesús en la cruz. Él no cierra la puerta, sino que invita a
entrar; no aleja, sino que acoge”. Estas palabras van en sintonía con el
énfasis que ha puesto, a lo largo de su pontificado, en la misericordia que
debe ser la carta de presentación de los cristianos y en aquello de que la
Iglesia no es para los puros sino para los pecadores, no es una aduana sino una
casa para todos.
Esa afirmación, tan propia de la Buena Noticia del Reino, no es fácil
vivirla en el día a día. Tal vez una de las realidades más difíciles de asumir
es la diversidad sexual frente a la cual el Papa ha dicho que “quién es Él para
juzgar”, sin que esto suponga un mayor avance en las iglesias locales. En
algunos templos se tienen grupos en los que sus integrantes son personas
LGTBIQ+ y mantienen una pastoral dirigida a esa población. Pero, en muchos
casos, se acepta mientras estén así, en grupos separados, no integrados a la
comunidad parroquial. Además, cuando se habla de estas realidades, sea en la parroquia
e incluso en los ámbitos académicos católicos, siguen siendo realidades excluidas,
llenas de prejuicios y, lo que es más grave, de desinformación y de discursos
ideológicos para fundamentar el rechazo del que deben ser objeto.
Otro tema en el que tampoco es fácil vivir esa inclusión de todos en la
Iglesia, es la incorporación de los guerrilleros, paramilitares, delincuentes,
etc., una vez se han sometido a un proceso de paz. En Colombia esto es
evidente. Quienes más se oponen a estos procesos son los que se consideran más
involucrados con la vida eclesial y se glorían por sus buenas obras o sus
donaciones a la Iglesia. Conocemos bien cómo hubo tanto rechazo al proceso de
paz con la Farc y, como hoy, sigue el rechazo -casi visceral- frente a todas
las propuestas que implican el diálogo y los esfuerzos por una reconciliación y
un nuevo comienzo. Hace poco, escuchando a personas que se dicen muy creyentes
y que atacaban todos los esfuerzos por la construcción de la paz, exigiendo el
castigo inmisericorde sobre los que han hecho mal a la sociedad, les pregunte: y
si los cristianos no apoyamos esos procesos ¿quién los puede apoyar? ¿no es
este el mensaje del evangelio? ¿no nos enseñó Jesús que Dios es el Padre misericordioso
que hace fiesta porque el hijo que pidió su herencia -eso significaba en el contexto
judío, desear la muerte del padre- y la malgastó, volvió a la casa? La
respuesta que me dieron fue igualita a la del Hijo mayor de la parábola: “ahora
que ha venido ese hijo tuyo, que ha devorado tu hacienda con prostitutas, has
matado para él el novillo cebado” (Lc 15, 30); es decir, se enfadan de que se
busquen otras salidas -diferentes a la confrontación armada-, para construir la
paz.
Y así podríamos continuar los ejemplos en que lo de la inclusión verdadera de
todos, todas (y todes -aunque a tanta gente -incluidos creyentes- le molesta eso
del lenguaje inclusivo), es una bonita idea que pocos se esfuerzan por llevar a
la práctica. Sigue existiendo el racismo de muchas formas, el clasismo, el
etnocentrismo, el colonialismo, el machismo y, como define la filósofa española
Adela Cortina, “la aporofobia” (odio a los pobres) que hace más inalcanzable la
inclusión cuando a las anteriores realidades se añade el que estas personas son
pobres.
El Papa hizo que los jóvenes repitieran que en la Iglesia caben “todos,
todos, todos” pero ese mensaje no fue solo para ellos. Convendría que cada uno
se pregunte su disponibilidad para esa acogida sin límite, ni medida. Este
sería un testimonio creíble, en estos tiempos, en los que la palabra de la Iglesia
ya no parece resonar en muchos ambientes. De ahí que, redoblar en “testimonio”
no es solo algo necesario, sino urgente.
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