Libres como San Pablo
para encontrar a Jesús donde menos se espera
La vida de Pablo, “Apóstol de los gentiles” (como
se le conoce por dedicarse al anuncio del evangelio fuera de las fronteras de
Israel), siempre nos interpela por su testimonio y compromiso con el anuncio de
la Buena Nueva.
Sabemos que no conoció personalmente a Jesús y
que perseguía a los seguidores del “Camino” –como se les llamaba a los primeros
cristianos- (Hc 22, 4) pero que su experiencia de “conversión” fue radical y definitiva.
El mismo nos la relata: “Una gran luz que venía del cielo me envolvió y oí una
voz que me decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Yo respondí: ¿Quién eres
Señor? El dijo: Soy Jesús, el Nazareno, a quien tu persigues” (…) Yo le dije:
Señor ¿qué debo hacer? Levántate y sigue tu camino a Damasco; allí te dirán lo
que debes hacer” (Hc 22, 6-11). Efectivamente, Pablo fue a Damasco y Ananías le
dijo lo que debía hacer (Hc 22, 14-15). Y, a partir de ese momento, Pablo dedicó
toda su vida a anunciar el evangelio no por iniciativa propia sino con la
conciencia de una misión que se le confía y que no puede dejar de realizar (1
Cor 9, 16-17).
Esta breve reseña de la experiencia fundamental
de la vida de Pablo nos confronta con nuestra propia experiencia. Nuestra vida
cristiana, como la de él, ha de fundarse en ese encuentro personal con el Señor
Jesús. No somos cristianos simplemente por una tradición recibida (aunque ésta
la posibilita). Es necesario sentirnos llamados por el propio nombre y entender
la Buena Noticia
que el Señor nos trae. Jesús no le habla de ritos y mandamientos. Pablo era un
cumplidor inigualable, “un judío muy entregado al servicio de Dios” (Fp 3,6). Jesús le
habla de lo que Pablo no había descubierto: que al perseguir a los cristianos
por su “supuesta fidelidad al Dios de Israel”, estaba persiguiendo al mismo
Jesús.
Esto no lo deberíamos olvidar nunca en nuestra
iglesia. Siempre tendríamos que mantener la apertura suficiente para
preguntarnos si aquello que dicen o hacen los demás no tiene mucho de verdad.
Si las críticas que hacen a nuestra fe no tienen razón. Una y otra vez se nos
olvida que el Espíritu no es posesión exclusiva nuestra sino que El sopla donde
quiere y como quiere (Jn 3,8) y que su voz puede venir de las situaciones que a primera vista
nos parecen más contrarias y ajenas.
Valdría la pena trabajar por la apertura y
libertad de espíritu para escuchar su voz en todas las personas y realidades. No
sentirnos tan seguros en aquello que hacemos sino dispuestos a dejarnos
interpelar por los demás y enriquecernos con sus puntos de vista. Ofrecer con
libertad lo que creemos porque no hemos de hacerlo por una iniciativa personal
sino con la conciencia de que sólo somos mediadores de un Dios que siempre es
más grande que nuestras comprensiones y criterios. La libertad de Pablo no fue
entendida en su tiempo. Hoy tampoco es fácil entenderla. Pero recordar este
testimonio nos impulsa a seguir sus pasos para que el evangelio mantenga su
libertad y su capacidad de abrirse a los desafíos que cada tiempo trae y a los que
hemos de dar una respuesta.