¿Qué decir desde la fe de tanta violencia
contra las mujeres?
Olga Consuelo Vélez
El 25 de noviembre conmemoramos nuevamente el
“Día Internacional de la Eliminación de la violencia contra la mujer”. Lo ideal
sería que ya no hubiera que conmemorarlo, ni fuera necesario seguir insistiendo
en la necesidad de erradicar dicha violencia, sino que se pudiera afirmar que
ya ninguna mujer sufre en razón de su sexo. Pero mientras llega ese día, sólo
queda seguir insistiendo en develar tal violencia que, tantas veces, es
solapada, disimulada, justificada y supone todo un esfuerzo evidenciarla y
mostrar que no se puede tolerar de ninguna manera. La sociedad patriarcal en la
que vivimos la ha introyectado tanto en la conciencia de varones y mujeres,
jóvenes y adultos que, por mucho que se muestren las evidencias, más de uno las
niega sistemáticamente.

El origen de esta conmemoración se remonta a
las hermanas Mirabal -Patria, Minerva y María Teresa- dominicanas que lucharon
contra la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo y, como a tantos que luchan,
las asesinaron vilmente, pretendiendo hacer pasar su muerte como un accidente.
Pero, en realidad, fueron secuestradas y asesinadas por los agentes del
Servicio de Inteligencia militar dominicano el 25 de noviembre de 1960. Pero
fue el Primer Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe de 1981, el que
propuso que el asesinato de las hermanas Mirabal fuera recordado como día
contra la violencia hacia las mujeres. Más adelante, en 1993, la ONU aprobó la
Declaración sobre la eliminación de la violencia contra la mujer reiterando su
derecho a la igualdad, la seguridad y la dignidad y en el año 2000, declaró
oficialmente esta fecha como Día Internacional de la eliminación de la
violencia contra la mujer.
Independiente de conmemoraciones, lo cierto es
que la violencia contra las mujeres sigue, como lo constatan, entre otros, los
informes de la ONU. Según este organismo (2025), una de cada tres mujeres en el
mundo ha sufrido violencia física o sexual alguna vez en su vida y 16% de las
adolescentes la han experimentado en el último año. Las cifras nos alertan y
reflejan algo del panorama mundial. Pero cada persona puede detenerse a mirar a
su alrededor y darse cuenta cómo se vive esa violencia contra la mujer.
Personalmente veo que muchas jovencitas están comenzando a crecer con otra
forma de percibirse -exigiendo sus derechos- y eso da esperanza de que llegará
el día para el cambio. Pero muchas otras repiten la historia de sus
progenitoras: madres a temprana edad y viviendo la interminable cadena de
violencias que se desprenden de las relaciones que se establecen en nuestras
sociedades patriarcales, donde la mujer carga con la peor parte y depende en
muchos sentidos del varón.
Pero, lo que más me sorprende, es la cantidad
de mujeres que rondan los treinta-cuarenta años, con estudios y carreras
profesionales exitosas que establecen relaciones con parejas violentas, pero no
los denuncian, sino que lo disimulan y, las que llegan a separarse, guardan esa
historia como un secreto y aducen que no dicen nada para no dañar la carrera
profesional de la expareja o para evitar represalias.
También hay muchas mujeres profesionales que
dicen no sentirse ofendidas, maltratadas, invisibilizadas, violentadas, ni con
gestos, palabras, actitudes, estructuras o acciones concretas. Señalan que las
mujeres pueden obtener lo que quieran y no deben existir cuotas de género
porque eso es darles alguna ventaja que no deben aceptar. Seguro han vivido
situaciones privilegiadas, pero también puede ser que prefieren no enfrentar
esta realidad porque algo tendrían que reconocer sobre sí mismas y cuando la
verdad es dolorosa, se evita fácilmente. No parece que se hubieran enterado de
que la sociedad patriarcal a todos nos condiciona y, de alguna manera, todas
hemos sufrido por ella.
Y, conozco también muchas otras que no sufren
violencia física sino psicológica: constantemente sus parejas las critican, les
exigen incluso económicamente para sostener el hogar y, aunque a simple vista
parecen tan liberadas y tranquilas, solo con observar un poco, se percibe esa
doble carga de la mujer en el hogar y esa violencia patriarcal expresada de
tantas y variadas formas. Por supuesto, las realidades que he señalado no se
cumplen en todas las mujeres y, muchas tienen una conciencia feminista muy
honda y están abriendo caminos de liberación y nuevas perspectivas para las
mujeres.
Para este año la ONU ha querido centrarse en la
violencia digital que las mujeres sufren. Ya no existe solo el acoso en las
calles, lugares de trabajo o de estudio, etc., sino que a través de las redes,
también se da mucho acoso, sin contar con las manipulaciones que se pueden
hacer para modificar fotos y divulgarlas por las redes o engañar a tantas mujeres,
bien haciéndolas caer en redes de prostitución o estableciendo relaciones
amorosas que solo tienen el objetivo de robarles todos sus bienes y,
desgraciadamente, sucede más de lo que esperamos. Ya conozco a personas
cercanas que, a pesar de tantos avisos, han sido estafadas económica y
emocionalmente, a través de las redes.
No hay que olvidar la violencia contra las
mujeres en las iglesias, violencia que se vive en muchos sentidos: hay abusos,
hay marginación, hay desconfianza, hay "techos de cristal”, especialmente en
los ministerios ordenados y no ordenados, hay violencia simbólica, por ejemplo,
los altares llenos de clero donde se sigue viendo que la preeminencia en las
iglesias sigue siendo masculina.
Finalmente conviene pensar si desde la fe hay
un compromiso con erradicar esta violencia. No parece que hubiera muchas voces,
desde el punto de vista creyente, que denuncien toda la violencia ejercida contra
las mujeres. No hay una autocrítica sobre la espiritualidad que se vive,
permitiendo tanta violencia sin que se exija un cambio. No parece que hubiera
una voluntad decidida de mostrar coherencia con la dignidad inviolable de todo
ser humano, en este caso, de las mujeres, favoreciendo una iglesia sinodal que
incluya plena y efectivamente a las mujeres, especialmente en los niveles de
decisión. Hay pocos pasos y demasiada resistencia. Sigue pendiente poner en
práctica las palabras de Pablo a los Gálatas: “(…) ya no hay diferencia entre
varón y mujer porque todos son uno en Cristo Jesús” (Gál 3, 28).