El Jueves Santo celebramos un misterio
fundamental de nuestra fe: a Jesús mismo hecho Eucaristía, quedándose para
siempre con nosotros, prometiéndonos alimentar nuestra fe y fortalecer nuestros
pasos. Pero esa presencia viva en la Sagrada Comunión no es una realidad
intimista como a veces erradamente se entiende sino una experiencia
profundamente comunitaria, donde el amor fraterno es el signo y realización de
la presencia eucarística entre nosotros. Así lo relatan los evangelistas: como
una cena donde Jesús reparte el pan y el vino, signo de su propio cuerpo y
sangre, que se parte y se reparte entre los suyos. Y, el evangelista Juan,
relata el hecho de otra manera más gráfica aún: con el lavatorio de los pies.
Es decir, el amor fraterno tiene una característica muy singular: implica ese
mutuo servicio entre los hermanos y hermanas, ese ponerse a los pies de los
demás –no en señal de humillación- sino como gesto de servicio y amor total y
desinteresado por todos, de amor al extremo como Jesús lo hace por cada ser
humano. El Señor Jesús, como Maestro y Señor, da ejemplo y nos invita a hacer
lo que él hizo. En otras palabras, en el amor fraterno no hay amos y siervos,
señores y sirvientes, jefes y súbditos. En el amor fraterno hay hermanos y
hermanas que se disponen a lavarse los pies unos a otros porque nadie es mayor
que nadie y todos están dispuestos al servicio generoso y a la entrega mutua.
Desde aquel Jueves Santo está clara la dinámica de amor y servicio de la vida
cristiana. Y cada Eucaristía dominical ha de llevarnos a renovar ese
compromiso. Por eso, pidamos al Señor que escuchemos las palabras que nos
dirige en el evangelio de Juan: “¿Comprenden lo que he hecho con ustedes? Porque
yo les he dado ejemplo para que también ustedes hagan con los demás lo que yo
he hecho con ustedes”.
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