Que venga el
Espíritu de Dios y nos transforme
Olga Consuelo Vélez
La fiesta de Pentecostés nos
convoca a renovar la presencia del Espíritu en la vida de la Iglesia. ¡Y cuanta falta hace! Porque, aunque es verdad
que las sociedades han cambiado y hay menos presencia de lo religioso, también
es verdad que la gente sigue buscando experiencias que le den sentido a su
vida, que les permitan encontrar nuevos horizontes. Pero no parece que la
institución eclesial supiera responder a estas nuevas búsquedas. ¿Será que no
deja que aflore al Espíritu? Veamos algunos textos bíblicos que pueden
ayudarnos a ver si de esa manera actúa el Espíritu en la vida eclesial.
El Espíritu de Dios “hace nuevas
todas las cosas” (Ap 21,5). Entonces, ¿por qué tanto temor a lo nuevo? La
historia muestra que la Iglesia casi siempre llega tarde a los cambios. Se
resiste una y otra vez a lo que la ciencia, la cultura, lo social o lo
teológico postulan. Sobre todo, es muy llamativo que, teniendo una reflexión
bíblica y teológica tan desarrollada, esta no se refleje en las predicaciones,
en la liturgia, ni en las posturas de la Institución. Se mantiene, en algunas
instancias, una teología más centrada en conceptos y dogmas que abierta al
dinamismo de la historia, de la exégesis, de la hermenéutica, de lo
existencial, del compromiso con lo social, como bien lo indica Vaticano II.
“Donde está el Espíritu, allí hay
libertad” (2 Cor 3,17) y en la Iglesia hace falta ese espíritu de libertad que
la haga ágil, transparente, sencilla, para dejar lo que se ha convertido en
lastre o en irrelevante y acoger lo que puede decirle algo a la gente de hoy.
Pero la institución eclesial muchas veces se apega a la letra de la ley
convirtiéndola a ella en garante de fidelidad. Parece olvidar toda la praxis de
Jesús frente a las instituciones religiosas de su tiempo, en la que mostró que
estas han de estar al servicio del ser humano y no al contrario. Pero es más
fácil justificarse con lo establecido que practicar la misericordia. Otras
veces la institución eclesial vive apegada a sus estructuras, a sus obras, a
sus campos de apostolado, sin permitirse pensar si no podrían ser de otra
manera, si no deberían dejar algunas tareas -que ya las atiende el estado o tantas personas
del ámbito civil- y arriesgarse a comenzar de nuevo, ofertando con sencillez y
en pobreza, el anuncio de la Buena Noticia del Reino.
“Porque la profecía no ha tenido su origen en
la voluntad humana, sino que los profetas hablaron de parte de Dios impulsados
por el Espíritu Santo” (2 Pe 1,21). Se nota mucho la falta de profecía en la
institución eclesial. Su palabra se levanta para oponerse a lo que parece la
ataca a ella, pero no para defender la vida de los pobres, la dignidad de todo
ser humano, la justicia social, los derechos humanos. Su palabra en estos
campos es muy tímida -si es que llega a pronunciarla-. Parece que ha de ser
garante del status quo establecido -así sean gobiernos neoliberales,
explotadores e injustos- porque tal vez con eso asegura su propio status,
olvidando que su razón de ser no es para sí misma sino para estar del lado de
los más necesitados. Invoca continuamente la “neutralidad”, cuando en este
mundo es imposible ser neutral porque siempre se habla, se piensa, se decide
desde un lugar. Y, precisamente por eso, Jesús escogió vivir desde el lado de
los últimos y esto es lo que no debería olvidarse en la institución eclesial.
“En cambio, el fruto del Espíritu
es amor, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad y
dominio propio” (Gal 5, 22-23). De todo esto la institución eclesial debería
dar más testimonio para mostrar la vida del Espíritu en ella. Pero sus
liturgias tantas veces son tristes, su paciencia y amabilidad no se nota
demasiado en el trato diario, además porque los lugares eclesiásticos se han
convertido en estructuras cerradas donde solo entra quien goza de algún
privilegio, pero no el común de las gentes para quien, dichas estructuras,
deberían estar a su servicio, ya que el pueblo de Dios son su razón de ser.
Pero también la institución eclesial podría ser más humilde, no pretender
imponer sus criterios a toda la sociedad sino ofrecerlos con sencillez y sin
oposición. Posiblemente así sería más reconocida y aceptada.
Podríamos seguir recordando
tantos textos bíblicos que nos hablan del Espíritu de Dios y su modo de actuar
en el mundo. Pero basta decir que, la celebración eucarística de este domingo
al conmemorar la venida del Espíritu sobre la comunidad eclesial es una magnifica
ocasión de pedir nuevamente “que el espíritu sea derramado en nuestros
corazones” (Rom 5,5) para que todo aquello que Él nos regala se haga vida en
cada uno y, sobre todo, en la institución eclesial, llamada a ser signo del
Reino. “Que riegue la tierra en sequía,
sane el corazón enfermo, lave las manchas (demasiadas en este último tiempo
sobre todo a raíz de la pederastia y la falta de transparencia) y de calor de
vida en el hielo”. Que la luz del Espíritu pueda irradiarse sobre este mundo,
no para condenarlo sino para alentarlo, acompañarlo, sanarlo, transformarlo.