El rostro de Dios es Misericordia
Estamos en el “Año de
la Misericordia” (el Papa Francisco lo convocó desde el pasado 8 de diciembre y
se extenderá hasta la fiesta de Cristo Rey, 20 de noviembre de 2016), “Año
Jubilar Extraordinario” porque desde hace 500 años los jubileos se celebran
cada 25 años y el último que celebramos fue en el año 2000, con ocasión del
cambio de siglo. Posiblemente la intención de proponerlo con el tema de la misericordia,
obedeció a que este es uno de los aspectos que el Obispo de Roma, más ha
explicitado en la orientación de su pontificado, corroborándolo con sus gestos
y palabras.
Los años jubilares se
remontan a los jubileos del pueblo de Israel celebrados cada 49 años (siete
veces siete), a través de los cuales se buscaba favorecer la igualdad de todo
el pueblo, decretando que los esclavos fueran liberados y la tierra devuelta a
sus dueños originales, como manera de perdonar las deudas y garantizar un nuevo
comienzo (Levítico 25). Actualmente, con un sentido más litúrgico que
socioeconómico, la Iglesia sigue invitando a abrirse de manera especial a la
gracia divina para renovar la vida cristiana y el compromiso fraterno.
En la Bula de
convocación “Misericordiae Vultus (MV)” (El rostro de la misericordia) el Papa
comienza señalando que el rostro de Dios es Misericordia. Jesús así lo reveló
en su praxis (MV 1). Por eso nosotros también hemos de ser signo eficaz de esa
manera de ser de Dios (MV 3). Puede decirse que la misericordia es servir a los
seres humanos en todas sus condiciones, en todas sus debilidades, en todas sus
necesidades (MV 4), es ir al encuentro de cada persona llevando la bondad y la
ternura de Dios, como signo del Reino de Dios que ya está presente en medio de
nosotros (MV 5); la misericordia no es signo de debilidad sino de omnipotencia;
supone que prevalece la bondad por encima del castigo y la destrucción (MV 6),
se refiere a las mismas entrañas de un padre o una madre que se conmueven desde
lo más profundo por el propio hijo (MV 6).
Y esa misericordia es
“eterna” como lo repite una y otra vez el salmo 136. Así lo muestra la historia
de Israel, historia de salvación, porque Dios camina con ellos y les revela en
cada acontecimiento que no los deja de su mano y su amor no termina nunca (MV
7). De igual manera, toda la vida de Jesús es revelación de la misericordia
divina. Su trato “hacia las personas más pobres, excluidas, enfermas y
sufrientes lleva el distintivo de la misericordia. En Él todo habla de
misericordia. Nada en Él es falto de compasión” (MV 8).
El evangelio está
lleno de textos “ricos en misericordia”. Las tres parábolas de Lucas 15 (la
oveja perdida, la moneda extraviada y el hijo pródigo), son presentadas como
“núcleo del evangelio y de nuestra fe, porque la misericordia se muestra como
la fuerza que todo lo vence, que llena de amor el corazón y que consuela con el
perdón”. Pero no sólo están estas parábolas. Mateo (18,22) nos habla de la
pregunta de Pedro sobre cuantas veces perdonar al hermano y de la ceguera de
nuestro amor cuando habiendo recibido tanto perdón, no somos capaces de
perdonar a quien nos adeuda algo. En este sentido, la parábola del siervo
despiadado (Mt 18,33) nos pregunta con un justificado reproche: ¿No debías
también tú tener compasión de tu compañero, como yo me compadecí de ti?
El distintivo del
cristiano no puede ser otro que el amor misericordioso hacia todos, siendo
capaces de perdonar siempre y en toda ocasión, “no permitiendo que la noche nos
sorprenda enojados” (Ef 4, 26) porque el reino nos convoca a “ser
misericordiosos para encontrar misericordia” (Mt 5,7). Más aún, así como el
Padre es misericordioso con nosotros, así debemos ser unos con otros (MV 9).
Este Año Jubilar, por
tanto, nos convoca a ser testigos y portadores de la misericordia divina. En
Colombia, es tiempo propicio para ponerla en práctica. Trabajar por la paz es
imposible sin un corazón misericordioso. Sintámonos convocados por esta llamada
en este tiempo de gracia, en esta ocasión privilegiada.
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