viernes, 7 de julio de 2017


No desconectarnos del celular de Dios



¡No puedo vivir sin celular! Esta expresión se hace cada vez más común entre nosotros y si no se afirma explícitamente, se práctica en todos los espacios donde nos encontramos. No hay espectáculo, reunión, salón de clases, medio de transporte y, hasta eucaristía, donde no suene un celular –así hayan advertido que los apaguen- y la persona salga apresurada a contestar la llamada. Parece que es imposible dejar de responder aunque, suponemos –a no ser en casos extremos- que el contenido de la llamada podría haber esperado. Y si a esto le agregamos que aumenta el número de personas que tienen en su celular el llamado “plan de datos” que permite mantenerse conectado a las redes sociales, al correo electrónico, a las noticias, etc., podemos afirmar que somos seres interconectados constantemente e inmersos en relaciones que no se detienen ni un instante. Pero tanta conexión ¿para qué? al servicio ¿de qué? ¿con cuál propósito? No sé si esa abundancia de comunicación puede llegar a saturarnos tanto, que al final no se está conectado con nadie en forma seria. De hecho es imposible que una persona tenga 100, 200, 500 amigos tal y como aparece en nuestras redes sociales. Y parece que de nada sirven las alertas sobre los daños que hacen a la salud, tantas ondas electromagnéticas circulando a nuestro alrededor. Parece que, efectivamente, no se puede vivir sin celular y todos estamos atrapados en estas redes.

Ahora bien, la fe que profesamos ¿qué influencia recibe de esta superabundancia de conectividad? ¿de qué manera puede enriquecerse y/o cuestionarse y/o cuestionar esta realidad que a todos nos cobija? Podríamos pensar que intentar articular celular con fe es algo “traído de los cabellos”. Y, tal vez, es verdad. Pero no sobra decir alguna palabra sobre este nuevo panorama de relaciones. En primer lugar, esta inmediatez de comunicación, puede ser bien aprovechada. Ya no hay excusas: podemos estar al tanto de lo que pasa en muchas partes del mundo y aumentar nuestra conciencia de la gravedad de las situaciones que nos agobian. Esta “aldea global” -como se ha llamado- permite que los problemas se internacionalicen y se haga más clara la urgencia de responder a esas realidades. La fe que profesamos ya no se puede vivir en una dimensión intimista, preocupada sólo por la santificación personal. Por el contrario, tiene que ser una fe comprometida con la realidad global y, por tanto, capaz de tener una conciencia planetaria que, saliendo de su pequeño mundo, aspire a respuestas más globales. En segundo lugar, nuestras respuestas pueden tener más elementos de juicio frente a cada realidad. Dejarnos enriquecer por el pluralismo cultural y religioso, por las experiencias sociales, culturales y económicas de otras partes del mundo, pueden brindarnos una conciencia más lúcida y un juicio crítico más fundamentado. En tercer lugar, los desarrollos teológicos y las diferentes experiencias eclesiales alrededor del mundo, pueden enriquecer nuestra propia experiencia de fe y comprender con más y mayor profundidad los dinamismos de renovación cristiana que exigen estos tiempos modernos. Si cambian los medios de relacionarnos ¿no es normal que la comunicación de la fe exija una renovación profunda y radical? Creo que la respuesta es afirmativa y por eso no podemos quedarnos con medios y métodos viejos, en un mundo realmente distinto, del que no es posible escapar.

Todo lo anterior, no significa que no haya también que alertarnos por esa incapacidad de reflexionar sin estar condicionados continuamente por lo que viene de afuera, de no ser capaces de liberarnos de las redes sociales que pueden exponer nuestra privacidad e impedir el cultivo de la interioridad o también el diluir nuestra propia identidad y las particularidades de las situaciones que vivimos por estar inmersos en un mundo virtual que no siempre se corresponde, con nuestro mundo real.

Eso sí, ojala pudiéramos mantener esa comunicación continua con el Dios que se revela en todos los acontecimientos de la historia y no dejemos de responder las preguntas realmente importantes para vivir nuestra fe: Señor ¿qué nos dices a través de esta situación? ¿cómo podemos responder a ella desde el evangelio? ¿cómo mantener una fe viva, creíble, testimonial de tu amor inconmensurable? ¿cómo no perder la palabra profética y el compromiso incondicional frente a todo lo que atropella a los seres humanos? En otras palabras, ojala que quedemos realmente atrapados por el dinamismo comunicativo de la fe que desinstala nuestra vida y no nos deja prisioneros de nuestros propios intereses; por las redes sociales de la fraternidad-sororidad que son signo inequívoco del evangelio; por el celular de Dios que llama continuamente y espera nuestra solicita e generosa respuesta.

Foto tomada de: http://www.isepdj.edu.pe/wp-content/uploads/2017/01/base_image.jpg

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