Urge un nuevo Pentecostés eclesial
Estamos terminando el tiempo pascual
celebrando la Ascensión del Señor y Pentecostés. Ambas fiestas son otra manera de expresar la
experiencia fundamental que tuvieron los primeros y sostiene también hoy nuestra
fe: “Jesucristo resucitó y está vivo en
medio de su pueblo”.
El texto de la Ascensión muestra la
dificultad de los discípulos –aún después de la resurrección- para entender el
reino anunciado por Jesús. La pregunta “¿Es ahora cuando vas a restablecer el
reino de Israel?” (Hc 1, 6) muestra la concepción geográfica y étnica que
todavía tienen del reino. Y Jesús tiene que explicarles nuevamente que el fruto
de la experiencia pascual nada tiene que ver con esas precomprensiones, ni con
tenerlo todo conseguido, sino con introducirse en la dinámica de la vida del
Espíritu que lleva para donde no se espera y sorprende con horizontes nunca
antes imaginados.
Pero ponerse en camino cuesta, es difícil.
El texto nos relata que se quedaron mirando al cielo hasta que una voz los
vuelve a la realidad: “Hombres de Galilea ¿Qué hacen mirando al cielo? (Hc
1,11). Sólo entonces descubren que la vida del Espíritu no los saca del mundo
sino que los introduce profundamente en él.
En el texto de Pentecostés el Espíritu
irrumpe en sus vidas: “Estando todos reunidos en un mismo lugar, vino del cielo
un ruido, como el de una violenta ráfaga de viento, que llenó toda la casa
donde estaban” (Hc 2,1) y los hace capaces de hablar lenguas distintas para que
todos los que están en aquel lugar puedan entenderlos: “¿Cómo cada uno de
nosotros los oímos hablar en nuestra propia lengua?” (Hc 2,8).
Es tiempo de que suceda un nuevo
Pentecostés en estos momentos en que la credibilidad de la Iglesia se ha visto
afectada. Un Pentecostés que haga surgir una Iglesia libre del poder y dedicada
al servicio. Una Iglesia donde el Pueblo de Dios se sienta verdaderamente
Iglesia y no solamente se identifique a la iglesia con el ministerio ordenado.
Una iglesia capaz de hablar un lenguaje que sea entendido por los varones y
mujeres de hoy, sin temor a los cambios culturales y buscando responder a ellos
con prontitud y libertad.
Una Iglesia con la misma dinámica de la
primera comunidad cristiana donde la libertad, la verdad y la apertura marcaron
sus inicios. “Cristo nos liberó para que fuéramos realmente libres y no nos
sometamos nuevamente al yugo de la esclavitud” (Gál 5,1) decía Pablo a los
Gálatas y hoy estamos continuamente tentados a esclavizarnos de un
tradicionalismo que deja a la iglesia anquilosada en formas, discursos y
expresiones que ya no dicen nada a los contemporáneos.
“La verdad” como guía de nuestros pasos
pero entendiéndola como la vida del mismo Jesús (Jn 14,6) que nos lanza al amor
incondicional y a la solidaridad sin límites, muy diferente de una verdad
entendida como verdades teóricas o conceptuales que anquilosan la revelación y hacen
perder el dinamismo de la vida.
“La apertura” propia de esos inicios, donde
el cristianismo se abrió a nuevos contextos y realidades, acogiendo tantas
diferencias que cambiaron definitivamente el origen judío que había sido su
cuna.
Así
como el Resucitado irrumpió en la vida de los discípulos inundándolos de su
mismo Espíritu, así también hoy, que nosotros irrumpamos en el corazón de la
historia por la fuerza de ese mismo Espíritu con las armas del servicio, la
humildad y la entrega verdaderamente desinteresada. Ese es un camino de
credibilidad eclesial que es urgente recorrerlo.
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