La homilía, un desafío pendiente
Olga Consuelo Vélez
El cristianismo no pasa por su mejor momento. Más y más personas dejan de
asistir a la Iglesia y se está volviendo bastante común, en países de gran
tradición cristiana, la no práctica de los sacramentos, la no asistencia a la
Eucaristía y la poca o nada referencia a sus creencias religiosas. Frente a
esto hay mucho que pensar, reflexionar, cambiar, innovar. Pero, por hoy,
detengámonos en la homilía como ese espacio que aún influye sobre los creyentes
que van a la eucaristía y que podría ser una medicación adecuada para
revitalizar la experiencia de fe, tan necesitada de ello.
Ahora bien, si hay algo que a la gente le aburre de la celebración
eucarística, es la homilía. Por supuesto hay presbíteros que la hacen muy bien,
pero hay muchos más que no logran comunicar un mensaje significativo. Algunos
se dedican a recordar la lista de pecados de la que debemos arrepentirnos y
pretenden despertar el mal entendido “temor de Dios” confrontando a los
presentes con su vida pecadora. No parece que eso tenga mucho éxito. Otros
pretenden explicar el texto bíblico, pero dejan ver su ignorancia frente al
mismo. En este punto pocos saben que el presbítero está entendiendo mal el
texto bíblico -por la inmensa carencia de formación bíblica de la mayoría del pueblo de Dios-
pero quienes si saben algo de Biblia, se dan cuenta que el predicador no coloca
las palabras en su contexto, no sabe identificar la idea principal del texto
sino que lo usa como un trampolín para hablar de lo que ellos quieren que,
desgraciadamente, casi siempre se identifica con temas de moral, arraigados en
ideas tradicionalistas, incapaz de confrontarla con los desafíos actuales.
Cabe anotar que la Palabra de Dios no es un mensaje moralista. Es, ante
todo, un testimonio de la manera cómo el pueblo de Dios descubre la presencia
de Dios en su historia, invitándonos a encontrar su presencia en nuestro
presente. La Palabra de Dios no habla de un Dios castigador sino del Dios que nos
tiende su mano incondicionalmente y siempre nos abre caminos de esperanza y de
buenas noticias.
En la exhortación Evangelii Gaudium, el papa Francisco dedicó un
apartado a la homilía (nn.135-151) para hacer caer en cuenta el papel que juega
en la evangelización y la oportunidad que se tiene cada vez que se predica. Pero
no parece que muchos presbíteros lo hayan puesto en práctica. Según Francisco, “la
homilía puede ser realmente una intensa y feliz experiencia del Espíritu, un
reconfortante encuentro con la Palabra, una fuente de constante renovación y de
crecimiento (…) Con la palabra, nuestro Señor se ganó el corazón de la gente.
Venían a escucharlo de todas partes. Se quedaban maravillados bebiendo sus
enseñanzas. Sentían que les hablaba como quien tiene autoridad. Con la palabra,
los apóstoles (…) atrajeron al seno de la Iglesia a todos los pueblos”
Además, Francisco recuerda que “la proclamación litúrgica de la Palabra de
Dios, sobre todo en el contexto de la asamblea eucarística, no es tanto un
momento de meditación y de catequesis, sino que es el diálogo de Dios con su
pueblo, en el cual son proclamadas las maravillas de la salvación y propuestas
siempre de nuevo las exigencias de la alianza (…). La homilía es un retomar ese
diálogo que ya está entablado entre el Señor y su pueblo. El que predica debe
reconocer el corazón de su comunidad para buscar dónde está vivo y ardiente el
deseo de Dios y también dónde ese diálogo, que era amoroso, fue sofocado o no
pudo dar fruto”.
También se refiere a cosas prácticas sobre la homilía: “no debe prolongarse
demasiado porque el centro de la celebración eucarística no son las palabras
del presbítero sino la buena noticia del reino. La homilía debe conecta con la
cultura de los oyentes, transmitiendo ánimo, aliento, fuerza, impulso. Es
necesario prestar atención al texto bíblico, que debe ser el fundamento de la
predicación (…) detenerse a estudiarla con sumo cuidado y con un santo temor de
manipularla (…) la preparación de la predicación requiere amor. Ha de ser
consciente de la distancia que hay entre el texto bíblico y el presente para
entender bien las palabras y, sobre todo el mensaje central que este texto
comunica. No se puede sacar el texto de su contexto ni utilizarlo como
plataforma para hablar de lo que el predicador quiere”.
En otras palabras, es urgente y necesario revisar a fondo la homilía y, al
menos, ajustarse a lo dicho en esta exhortación. La homilía no es una
catequesis. La homilía no es un discurso moralista. La homilía no es para
asustar a los oyentes. La homilía es para ofrecer y desentrañar la “buena
noticia” del reino: amor incondicional de nuestro Dios; aceptación total y
definitiva de todas las personas sin ponerles ninguna condición; defensa de los
derechos humanos, búsqueda de la justicia y transformación de todo lo que
oprime, agobia o excluye a cualquier ser humano.
Ojalá los presbíteros tomen en serio la inmensa responsabilidad
que tienen con su predicación. Pero ojalá también volvamos a aquellos esfuerzos
de renovación que se dieron después de Vaticano II, donde la homilía se hacía
entre todos los miembros del Pueblo de Dios, espacio de compartir y
enriquecernos mutuamente. Sería una forma de poner en práctica el sensus
fidei que habita en todo el pueblo de Dios y posiblemente ayudaría
decisivamente a erradicar algo del clericalismo que tanto mal sigue haciendo en
nuestra Iglesia.
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