De ataques y defensas contra y a favor de
Francisco
Olga Consuelo Vélez
Ante los ataques contra el Papa Francisco y
contra el prefecto del Dicasterio para la doctrina de la Fe, Víctor Fernández,
se ha propuesto escribir algunos artículos de apoyo. No sé si mi artículo es
propiamente de apoyo porque me parece que no hace falta defender lo obvio. Es
obvio que este pontificado está mirando para el lado correcto de la historia. Precisamente
por eso levanta tantas críticas, tanto malestar, tanta controversia. Algunos piensan
que lo cristiano es no suscitar ningún enfrentamiento creyendo que siempre se
debería mantener la unidad de pensamiento, de criterio, de valores. Pero si
miramos a Jesús, causa y razón de ser de la experiencia cristiana, encontramos que
fue una persona que interpeló, cuestionó, incomodó a sus contemporáneos. A tal
punto fue la incidencia de su palabra y acción que se ganó la enemistad, la persecución
y la cruz. Muchos podrían decir que podría haber sido más prudente y debería haber
cuidado su lenguaje y sus actos para que nadie se sintiera ofendido o se
sintiera atacado. Pero Jesús no hizo mucho caso. Entonces ¿fue una persona terca
y le falto más tacto, más prudencia, más diplomacia? ¿Hubiera conseguido
mejores resultados? Personalmente creo que tal vez hubiera evitado la muerte,
pero los valores del Reino no habrían sido anunciados y, mucho menos, puestos
en práctica.
Este es el gran dilema con el que nos
encontramos todos los días. Bajo la supuesta “unidad” se invoca que todo se
diga de manera suave. Se repite que lo primero es cuidar que nadie se sienta
mal o se incomode. Y a todos aquellos que se atreven a decir las cosas por su
nombre, los van dejando de lado en su comunidad, congregación, parroquia o
incluso en los ámbitos laborales. Los consideran incomodos y los van
marginando. Comienzan a vivir la misma suerte de Jesús.
Pero no podemos olvidar en qué consiste la
predicación de la buena noticia del Reinado de Dios. Es un mensaje de
misericordia y de inclusión, pero también es una palabra profética que denuncia
todo aquello que impide la vivencia del amor. Las parábolas no son bellos
cuentos casi inofensivos sino un género literario que involucra al oyente y, de
alguna manera, lo deja al desnudo frente a la actitud que ha asumido, contraria
a los valores del reino. Y qué decir de los milagros que no son curaciones de
enfermos -lo cual hubiera sido algo para alabar y respetar- sino actos de
inclusión porque los enfermos eran excluidos en razón de su enfermedad; actos
de contradicción con los que los contemporáneos creían ser el designio de Dios
-la enfermedad como castigo por su pecado o el de sus padres. Es decir, el
hacer y el decir de Jesús fue el de un profeta -por eso una de las primeras
interpretaciones de su muerte fue la de la suerte de todo profeta- que confronta,
interpela, denuncia y actúa en coherencia con todas esas palabras pronunciadas.
Ahora bien, hemos domesticado tanto el
cristianismo, lo hemos vaciado tanto de su contenido liberador que muchos
ministros y laicos/as se han vuelto custodios de formas litúrgicas, de rubricas,
de costumbres y tradiciones que, teniendo un lugar en la vida cristiana, en
ningún momento, son esenciales ni constitutivas de ella, sino mediaciones
históricas que han de actualizarse en cada tiempo presente. Y, lo que es peor
se han obsesionado con todo lo que tiene que ver con la moral sexual como si
Jesús hubiera hecho de ello el contenido del Reino. No parecen entender la
centralidad de los pobres, la misericordia inconmensurable de Dios y la
salvación ofrecida a todos sin límites, ni reservas.
Con respecto a este pontificado desde el principio
se habló de “primavera eclesial” porque vivíamos en el “invierno” de una
involución del concilio vaticano II y del surgimiento de tantos llamados “nuevos
movimientos eclesiales” que, en realidad son movimientos anti Vaticano II, anti
eclesiología del pueblo de Dios, anti centralidad del Jesús histórico y, así,
muchas otras realidades que siguen promoviéndose desde una mirada muy distinta
al aggiornamento eclesial propuesto por Vaticano II. No es de extrañar, por
tanto, que Francisco represente un cambio y aquellos que consideraban que ya se
había conseguido frenar el impulso del concilio, no logran aceptar que vuelva a
proponerse con tanto empeño.
Y no son pocos los contradictores de los
valores que promueve este pontificado. Están más cerca de nosotros de lo que
pensamos. Justamente ayer, una amiga fue a la celebración eucarística a una parroquia
de Chía, un municipio cercano a Bogotá, y el espectáculo de involución era de
asombrarse: un clérigo joven que le negó la comunión porque no se arrodilló y
la recibió en la boca, como todos los fieles de aquella parroquia lo hicieron.
O sea, un clérigo que se siente dueño no solo para no repartir bendiciones a
las personas que las pidan sino capaz de negar la comunión a un laicado
consciente de su fe, pero libre de formas que no son más que señales de involución
y retroceso.
En conclusión, no es cuestión de defender a
Francisco o a Víctor Fernández por los rechazos que esa porción de Iglesia les está
haciendo. No es cuestión de decirles que los apoyamos. Es cuestión de ser
coherentes con todo esto que ellos van siendo capaces de plantear y actuar en
consecuencia. Es cuestión de retornar al evangelio, a la profecía, a la
coherencia, a la autenticidad. Aquí no está en juego modos o maneras de actuar.
Lo que está en juego es la Buena Noticia del Reino. Lo que está en juego es la
imagen del Dios que anunciamos y de la iglesia sinodal que estamos llamados a
vivir. Las palabras de Jesús (no tomadas al pie de la letra sino situadas en la
interpelación que suscita el anuncio del Reino de Dios) siguen vigentes: “No
crean que he venido a traer paz a la tierra. No vine a traer paz, sino espada
porque he venido a poner en conflicto al hombre contra su padre, a la hija
contra su madre, a la nuera contra la suegra, los enemigos de cada cual serán
los de la propia familia” (Mt 10, 34-36). Sí, el evangelio interpela, denuncia,
incomoda, desinstala y hoy como ayer, surgen los promotores del anti reino y ¡con
que fuerza actúan! Nuestro mejor apoyo, entonces, es mantener la fidelidad a
los valores del Reino, sabiendo que la cruz llega de muchas maneras, pero la
resurrección tiene la última palabra. Y la primavera eclesial de este
pontificado (a la que no le faltan algunos inviernos que quisiéramos que se
superaran -la cuestión de las mujeres y otros asuntos) ¡la seguimos apoyando!
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