Las bendiciones que brotan de la vida sin
necesidad de mediación eclesial
Olga Consuelo Vélez
Mucha tinta ha corrido comentando el Decreto “Fiducia supplicans”,
publicado el pasado 18 de diciembre, por el Dicasterio la Doctrina de la fe
sobre la posibilidad de dar una bendición a parejas que conviven y no están
casadas por la iglesia y a parejas del mismo sexo. Para algunos, el Decreto es un
escándalo porque parece cambiar la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio
la cual no admite, ni situaciones irregulares y, mucho menos, que el matrimonio
no sea entre un varón y una mujer. Además de considerar que la única forma de
ejercer la sexualidad cristiana es en el contexto del matrimonio. Para otros, el
Decreto es una concreción de los cambios promovidos por Francisco que no
suponen modificar la doctrina sino promover una apertura pastoral, campo en el
cual, no se puede negar ninguna bendición. Hay un sector de iglesia que, aunque
tienen una mentalidad tradicionalista y han defendido a “capa y espada” lo que
siempre se ha dicho de la moral cristiana, están intentando estar del lado de
Francisco y por eso hacen “malabares” para apoyar una declaración de este tipo,
sin renunciar a lo que siempre han defendido. Algunos de los escritos en este
último sentido tienen tales recovecos en su argumentación para mantenerse en
esa cuerda floja que, personalmente, me dan pena tantos esfuerzos inútiles, ya
que, en el fondo, son incapaces de soltar la ley que les da seguridad en su
vida cristiana, para abrirse a la misericordia inherente a la Buena Noticia del
Reino.
Ahora bien, mientras corren estas argumentaciones en diversos espacios
eclesiales, la mayoría de personas siguen su vida sin prestar ni un mínimo de
atención a polémicas de este tipo, sin entender siquiera de qué es lo que se
habla, pero lo más grave, alejándose más y más de la iglesia como institución. Basta
salir a las calles y comprobar que parejas del mismo sexo inundan nuestras
ciudades, viviendo cada vez con más libertad sus opciones. Ya muchísimas
familias cuentan en su seno con miembros de la diversidad sexual y, aunque haya
algunas que los rechacen, muchas más los acogen con todo amor y respeto, aceptando
esas nuevas situaciones con la mayor naturalidad. Las personalidades públicas ya
no tienen reparos en hablar de su orientación sexual y, en muchos países, ya
tenemos gabinetes conformados por parejas de muy distintos tipos. En los colegios
los jóvenes exigen ser respetados en sus derechos y las instituciones ya
autorizan que una niña vaya con uniforme (u otras prendas o modificaciones
externas) de niño (o viceversa) porque está haciendo la transición al otro
género. Más de un docente es homosexual o lesbiana o transgénero y son muy
respetados y valorados por los estudiantes. Y esto sin contar con que la
conformación de las familias desde siempre han sido de lo más variadas. Cuántos
clérigos y religiosos/as vienen de hogares -llamados por la Iglesia de
“irregulares” (a los que se les dice “que viven en pecado”), cuantos más no son
hijos de madres solteras o sus familias han tenido la más diversa conformación:
abuelas, tías, primos, etc. Pero, curiosamente, algunos de estos mismos
miembros de la Iglesia siguen negando la comunión a quienes no han recibido el
sacramento del matrimonio.
Algunos miembros de la Iglesia, al mirar la realidad como ella se presenta,
endurecen sus posturas y se creen poseedores y defensores de la doctrina recta,
considerando que todo lo que se da en la sociedad es relativismo y origen de
todos los males. Pero olvidan que también del legalismo religioso y del
tradicionalismo anquilosado han venido muchos males que se han infringido a los
que se salen de lo establecido: penas de muerte, excomuniones, exclusiones,
condenas, caza de brujas, cruzadas, colonialismo, entre muchas otras
situaciones que han sido apoyadas por la Iglesia y que han sido fuente de males
para la humanidad. Juan Pablo II pidió perdón por la violencia, persecución y errores
por parte de la Iglesia contra los judíos, herejes, mujeres, gitanos, culturas originarias,
lo mismo hizo Francisco por los crímenes cometidos contra los pueblos originarios
y, así, en algunos momentos se ha reconocido el mal que también la institución ha
generado, pero no parece que se aprendiera demasiado de esa memoria histórica. Hay
demasiado empeño en no aceptar la complejidad del mundo de la vida y en
disponerse a entenderlo, comprenderlo y ayudarlo para que tenga su mejor
desarrollo, sino que seguimos aferrados a una doctrina que ya no tiene ninguna
recepción, a una tradición que ha sido superada con creces de muy diversas
formas en la vida ordinaria, a una fundamentación bíblica literalista o
acomodada que no tiene nada que ver con la exégesis ni con los desarrollos actuales
de la teología moral.
Ojalá fuéramos capaces de mirar a las personas y sus situaciones de vida
con los mismos ojos con los que Jesús miró a los publicanos, a los enfermos, a
las mujeres, a los niños, a las prostitutas, a los samaritanos, en definitiva,
a todos los personajes que aparecen en el evangelio de los cuales prácticamente
ninguno (ni siquiera los apóstoles) cumplían con lo establecido por el judaísmo
de aquel tiempo y, a los que Jesús les anunció la Buena Noticia del reino, o en
otras palabras, la misericordia infinita de Dios, secundando así la vida concreta
de sus contemporáneos y permitiendo que la bendición divina se hiciera presente
en todos ellos.
En definitiva, hay mucha más bendición en la vida concreta de la gente con
sus complejidades y diversidades que en la reflexión eclesial sobre si dar o no
la bendición, si darle en 3 segundos o en media hora, si en decir una palabra o
esta otra, si darla en el templo o en la calle, si corriendo o pausada, si con
ornamentos o sin ellos. La bendición es la gracia de Dios que vive entre
nosotros, permitiendo que haya tanto bien en el mundo, no dependiendo de que la
institución eclesial la quiera dar o no. Pero que bien haría la gente de iglesia
si entendiera el mundo de hoy y no le negara nada de la gracia divina de la
cual ella no es dueña sino mediadora, no es juez sino enviada por el único
dueño de la gracia: Dios mismo que ya, de antemano, ha bendecido a toda la humanidad
“con una medida buena, apretada, remecida, rebosante” (Lc 6, 38).
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