Nuevo año, nueva oportunidad para seguir
creciendo en la fe
Olga Consuelo Vélez
Cada vez que comienza el año da la sensación de
que todo puede ser nuevo, con resultados más positivos que los del año
anterior. Sin embargo, en la medida que pasan los meses, el ritmo de las cosas
va siendo más fuerte que los buenos propósitos, llega el cansancio, los muchos
quehaceres y cuesta trabajo recordar los planes que habíamos trazado. Parece
que solo se espera concluir con lo que se lleva entre manos y llegar nuevamente
a un fin de año que descanse y fortalezca para un nuevo comienzo.
Visto así parece que nuestra vida, año tras
año, es un ciclo repetitivo. Esa misma dinámica la podemos vivir en la vida de
fe, marcada por el año litúrgico que nos brinda la celebración de los momentos
intensos del cristianismo -navidad y pascua- y lo cotidiano, marcado por el
tiempo litúrgico denominado -tiempo ordinario-.
Por una parte, esos ciclos de vida caracterizan
la vida humana. Por otra, el ser humano tiene tanta capacidad de novedad y
creatividad que puede recrear esa continuidad que parece marcar la vida y
seguir creciendo más y más con el paso del tiempo. Precisamente es ese “crecer”
en todos los sentidos, lo que nos libra de la rutina y la repetición de los
ciclos vitales y nos permite adentrarnos a ricas, fecundas y reconfortantes
experiencias.
En lo que respecta a la fe: ¿Qué significa
crecer en la fe? Para algunos no parece que esta conlleve crecimiento porque
están tan seguros de seguir unas normas de moral enseñadas por la iglesia, unos
ritos litúrgicos practicados durante años, unas oraciones y tradiciones
aprendidas desde infantes que no conciben que algo pueda actualizarse,
modificarse o transformarse con el paso del tiempo. Pero para otros,
especialmente los que cultivan la vida espiritual, la nutren con estudios
teológicos, se permiten pensar, debatir, reflexionar, cuestionar sobre ella, la
fe crece cada día y se va comprendiendo mejor e, incluso, admite cambios que
dejan de lado comprensiones anteriores, aunque estas hayan persistido durante
siglos. Esto no quiere decir que la fe sea relativa -como aducen algunos- sino
que es humana y su comprensión es procesual, gradual, histórica.
La experiencia de fe no es un conjunto de
normas. Es un encuentro con Dios que, como todo encuentro humano, supone
conocimiento mutuo, relación, crecimiento del amor, encuentros y desencuentros.
De ahí que nuestra pregunta es por el crecimiento en ese amor a Dios. Esto es
lo primero y fundamental en la experiencia de fe. Las normas morales son una
expresión del amor a Dios y no al contrario. Lamentablemente algunos creen que
Dios es un juez que dicta normas y su forma de vivir la fe es cayendo en el
legalismo de su cumplimiento sin pensar que ellas están al servicio del ser
humano y no al contrario. Jesús denunció ese legalismo de la Ley vivida en su
tiempo, pero a veces, da la impresión, que no se entiende el lugar que Jesús
dio a la Ley y siguen pensando solo en normas por cumplir.
La fe no es un conjunto de ritos litúrgicos.
Sin negar la importancia de la liturgia para celebrar la fe, ella es fruto de
la experiencia humana y se ha ido consolidando según las costumbres del tiempo
en que surge. La liturgia católica tiene mucho de imperial porque se fue
consolidando en esos tiempos donde a Dios se le comparaba con los reyes y se le
quería rendir un honor mayor que a ellos. Pero ya no son esos tiempos y no en
vano, Vaticano II, decretó una liturgia que fuera entendida por la gente para que
todos participaran efectivamente de lo que se celebra. Pero en este aspecto,
lamentablemente algunos insisten en volver a la liturgia pre-vaticana, creyendo
que dicha liturgia es la “correcta”.
La fe no es repetición ciega y sin preguntas de
las respuestas del catecismo aprendidas cuando se era pequeño. Por el
contrario, como dice la primera carta de Pedro: “ha de darse razón de la fe a
todo aquel que nos pregunte” (1 Pe 3, 15). Aquí la interpretación bíblica, la
reflexión teológica y los signos de los tiempos, continuamente preguntan,
interpelan y exigen reflexiones nuevas a las realidades de la fe.
Lamentablemente muchos se contentan con lo que se ha dicho desde siempre y se
niegan a hacer nuevas preguntas, considerando que eso sería atentar contra la supuesta
“inmutabilidad” de la fe.
Lo único inmutable, no cambiante, verdad
absoluta es Dios mismo. Creemos ser creaturas suyas, creemos en su hacerse ser
humano en Jesús, creemos en su presencia actual a través de las mediaciones
sacramentales -la iglesia sacramento de Cristo, los siete sacramentos,
sacramentos de la Iglesia-; creemos en su ser comunidad de amor -Dios Trinidad-
y creemos en su designio salvador -Todos llamados a vivir la plenitud del reino
que comienza aquí y llegará a su plenitud en la vida definitiva-. Podría
precisarse algo más del núcleo de nuestra fe, pero lo esencial está dicho. Todo
lo demás es necesario actualizarlo, renovarlo, recrearlo, contextualizarlo,
hacerlo entendible para el hoy con sus nuevas comprensiones y desafíos.
En conclusión, que este 2024 sea un año para
crecer en la fe preguntándonos seriamente qué formación he recibido, que tan
actualizada puede estar, qué preguntas me permito hacer y hacerme sobre la
propia experiencia de fe, cómo responder a los desafíos actuales desde la fe
cristiana, de qué manera no encerrarnos en la actitud defensiva y temerosa de
los que se apegan al fundamentalismo o a la “auto referencialidad” como lo
señala el papa Francisco (Cfr. Evangelii Gaudium n. 49) sino que se
mantienen en el espíritu de Vaticano II -el aggiornamento o actualización de la
fe- y, hoy con términos de Francisco, en la sinodalidad, donde la fe se hace
diálogo, misión, apertura, novedad, actualidad. Que el 2024 sea un año de
crecimiento en la fe no solo por la parte que nos interesa a cada uno de
renovar nuestra propia experiencia sino pensando en un mundo que necesita una
palabra de fe, pero no aquella anquilosada y rancia que ya casi nadie entiende,
sino la que es capaz de abrirse al presente y buscar responder a este con
creatividad y audacia.
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