Y si dejáramos entrar “aire fresco” a la Iglesia …
Olga Consuelo Vélez
Muchas veces hemos dicho que el pontificado de Francisco ha significado un
aire “fresco” para la Iglesia. Sin embargo, no parece que lo fuera para todos
y, lamentablemente, menos para aquellos que se dicen más practicantes o más
cercanos a la vida parroquial, diocesana o de determinados grupos apostólicos,
especialmente, algunos que han surgido últimamente. ¿Por qué sucede esto?
Si nos remontamos a los orígenes del cristianismo, según el testimonio del
libro de Hechos de los Apóstoles, los primeros cristianos vivían unidos y
tenían todo en común, nadie pasaba necesidad entre ellos porque los que tenían
más, vendían sus bienes para compartir con los más necesitados. Partían el pan
en sus casas, tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón. Alababan
a Dios y gozaban de la simpatía de todo el pueblo y cada día se agregaban más
personas a la comunidad (2, 44-47). Este breve relato era el ideal que
perseguían estos primeros círculos de discipulado y, aunque sabemos que también
había dificultades (por ejemplo, la historia de Ananías y Safira (Hc 5, 1-11)
quienes vendieron su casa para poner sus bienes en común, pero decidieron
engañar a la comunidad para quedarse con parte del dinero), muchos debieron
vivir esa experiencia y, con tanta fuerza, que la iglesia fue creciendo,
consolidándose y atrayendo a más y más personas. Siempre ese modelo de la
primera comunidad nos sirve de referencia para tomar el pulso de nuestra
vivencia eclesial y darnos cuenta de si la alegría y sencillez en torno a la
buena noticia del reino de Dios anunciada por Jesús, sigue convocándonos o
vamos cayendo en formalismos y actitudes rígidas que, en lugar de convocar,
dispersan.
Y algo de eso nos está pasando. Ahora no somos pequeñas comunidades, sino
grandes parroquias, países enteros confesando la fe cristiana, una iglesia con mucha
organización y proyección universal, con una palabra de autoridad y un influjo
todavía importante en el mundo, pero que comienza a convocar poco y a ver
disminuir más y más sus filas. Todo grupo necesita “aire fresco” para no
anquilosarse, no rutinizarse, no agotarse en sus propias formas y logros
adquiridos. Sin embargo, llega un Papa que proyecta una imagen muy positiva a
ese mundo más alejado de la fe cristiana, y encuentra, entre algunos cristianos,
mucha oposición, desconfianza, crítica, desconcierto. Esto resulta bien
contradictorio. Estos cristianos no se dan cuenta de que sus formas ya no están
convocando y no entienden que es necesario actualizar la fe, hacerla
significativa para cada tiempo presente.
Ante el hecho de ir perdiendo fieles y mayor presencia en las sociedades
actuales, en lugar de tener esa actitud propositiva de preguntarse qué es
necesario cambiar y cómo puede ser más significativo lo que vivimos para el
mundo de hoy, muchos parroquianos se “aferran” a aquello que en otros tiempos
dio su fruto pero que ya no dice demasiado. Entonces sueñan con aquellas
parroquias donde había procesiones, adoraciones, mujeres con la cabeza cubierta,
inciensos, novenas, velas, genuflexiones, incluso algunos siguen añorando la
misa en “latín” (como si la misa fuera un espectáculo para asistir y no un
acontecimiento para vivir y entender lo que se dice) y refuerzan esos modelos
antiguos y se sienten orgullosos de practicarlos. Se creen que están siendo más
fieles o piadosos y se sienten más seguros de estar cerca de Dios. Y, por parte
de los párrocos, también cierto tipo de ceremonias les hace parecer más importantes,
se hacen el centro de la celebración y da la impresión que de esa manera se
sienten más apropiados de su ministerio. Por supuesto, hay gente que se siente
atraída por esas formas externas y, entonces, parroquianos y clérigos las refuerzan.
Pero esto no es suficiente para una vitalidad eclesial.
Otros se aferran a las normas morales, llámase aborto, eutanasia,
matrimonio igualitario e, incluso, lo de la bendición a parejas del mismo sexo
que causó tanto revuelo hace unos meses. Y organizan marchas, procesiones,
protestas para atacar esas realidades que dicen están acabando con la fe. Pero,
esas mismas personas que levantan la voz sobre estos temas, se muestran
contrarios a la paz, al diálogo, a los programas sociales, a la defensa de los
más vulnerables, a la justicia social. Se les ve en las marchas en contra de
todo lo anterior. Y no faltan clérigos que desde el pulpito llaman a
desacreditar todos los esfuerzos por la construcción de la paz. Por supuesto no
han leído la Encíclica Fratelli tutti de Francisco (2020) que aboga por la
dimensión de hermandad que hace posible el mundo soñado por Jesús en su anuncio
del reino.
El evangelio no es para vivir una fe “intimista”, alejada del compromiso
social. No es para vivir “el ojo por ojo, diente por diente”, sino para
perdonar 70 veces 7 y estar dispuestos a “volver a empezar” todas las veces que
sea necesario en pro de un mundo mejor. No es para aferrarse a las formas
externas sino para dejar que el Espíritu “renueve la faz de la tierra” (Salmo
104, 30) y “haga nuevas todas las cosas” (Ap 21,5). El magisterio del papa
Francisco -sus exhortaciones y encíclicas- traen un mensaje renovado, unas
perspectivas mucho más integrales e integradoras, mucho más comprometidas con
la vida -lo que en verdad le interesa a Dios- y no tanto con el “culto” que
parece que es lo único que interesa a algunos círculos creyentes. En fin, sea
lo que sea, el que ahora haya menos miembros en la Iglesia no es porque Dios no
esté convocando, es porque nosotros no somos capaces de “refrescar” la vida, la
fe, la esperanza, el amor. Si dejáramos entrar al espíritu de Jesús, con
certeza, se renovaría la faz de la Iglesia y así muchos podrían ver una Iglesia
que apuesta por la vida y, la vida de todos, “sin miedo a herirse, mancharse, equivocarse”
(Evangelii Gaudium n. 44).
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