jueves, 13 de junio de 2024

 

Y si dejáramos entrar “aire fresco” a la Iglesia …

Olga Consuelo Vélez

Muchas veces hemos dicho que el pontificado de Francisco ha significado un aire “fresco” para la Iglesia. Sin embargo, no parece que lo fuera para todos y, lamentablemente, menos para aquellos que se dicen más practicantes o más cercanos a la vida parroquial, diocesana o de determinados grupos apostólicos, especialmente, algunos que han surgido últimamente. ¿Por qué sucede esto?

Si nos remontamos a los orígenes del cristianismo, según el testimonio del libro de Hechos de los Apóstoles, los primeros cristianos vivían unidos y tenían todo en común, nadie pasaba necesidad entre ellos porque los que tenían más, vendían sus bienes para compartir con los más necesitados. Partían el pan en sus casas, tomaban el alimento con alegría y sencillez de corazón. Alababan a Dios y gozaban de la simpatía de todo el pueblo y cada día se agregaban más personas a la comunidad (2, 44-47). Este breve relato era el ideal que perseguían estos primeros círculos de discipulado y, aunque sabemos que también había dificultades (por ejemplo, la historia de Ananías y Safira (Hc 5, 1-11) quienes vendieron su casa para poner sus bienes en común, pero decidieron engañar a la comunidad para quedarse con parte del dinero), muchos debieron vivir esa experiencia y, con tanta fuerza, que la iglesia fue creciendo, consolidándose y atrayendo a más y más personas. Siempre ese modelo de la primera comunidad nos sirve de referencia para tomar el pulso de nuestra vivencia eclesial y darnos cuenta de si la alegría y sencillez en torno a la buena noticia del reino de Dios anunciada por Jesús, sigue convocándonos o vamos cayendo en formalismos y actitudes rígidas que, en lugar de convocar, dispersan.

Y algo de eso nos está pasando. Ahora no somos pequeñas comunidades, sino grandes parroquias, países enteros confesando la fe cristiana, una iglesia con mucha organización y proyección universal, con una palabra de autoridad y un influjo todavía importante en el mundo, pero que comienza a convocar poco y a ver disminuir más y más sus filas. Todo grupo necesita “aire fresco” para no anquilosarse, no rutinizarse, no agotarse en sus propias formas y logros adquiridos. Sin embargo, llega un Papa que proyecta una imagen muy positiva a ese mundo más alejado de la fe cristiana, y encuentra, entre algunos cristianos, mucha oposición, desconfianza, crítica, desconcierto. Esto resulta bien contradictorio. Estos cristianos no se dan cuenta de que sus formas ya no están convocando y no entienden que es necesario actualizar la fe, hacerla significativa para cada tiempo presente.

Ante el hecho de ir perdiendo fieles y mayor presencia en las sociedades actuales, en lugar de tener esa actitud propositiva de preguntarse qué es necesario cambiar y cómo puede ser más significativo lo que vivimos para el mundo de hoy, muchos parroquianos se “aferran” a aquello que en otros tiempos dio su fruto pero que ya no dice demasiado. Entonces sueñan con aquellas parroquias donde había procesiones, adoraciones, mujeres con la cabeza cubierta, inciensos, novenas, velas, genuflexiones, incluso algunos siguen añorando la misa en “latín” (como si la misa fuera un espectáculo para asistir y no un acontecimiento para vivir y entender lo que se dice) y refuerzan esos modelos antiguos y se sienten orgullosos de practicarlos. Se creen que están siendo más fieles o piadosos y se sienten más seguros de estar cerca de Dios. Y, por parte de los párrocos, también cierto tipo de ceremonias les hace parecer más importantes, se hacen el centro de la celebración y da la impresión que de esa manera se sienten más apropiados de su ministerio. Por supuesto, hay gente que se siente atraída por esas formas externas y, entonces, parroquianos y clérigos las refuerzan. Pero esto no es suficiente para una vitalidad eclesial.

Otros se aferran a las normas morales, llámase aborto, eutanasia, matrimonio igualitario e, incluso, lo de la bendición a parejas del mismo sexo que causó tanto revuelo hace unos meses. Y organizan marchas, procesiones, protestas para atacar esas realidades que dicen están acabando con la fe. Pero, esas mismas personas que levantan la voz sobre estos temas, se muestran contrarios a la paz, al diálogo, a los programas sociales, a la defensa de los más vulnerables, a la justicia social. Se les ve en las marchas en contra de todo lo anterior. Y no faltan clérigos que desde el pulpito llaman a desacreditar todos los esfuerzos por la construcción de la paz. Por supuesto no han leído la Encíclica Fratelli tutti de Francisco (2020) que aboga por la dimensión de hermandad que hace posible el mundo soñado por Jesús en su anuncio del reino.

El evangelio no es para vivir una fe “intimista”, alejada del compromiso social. No es para vivir “el ojo por ojo, diente por diente”, sino para perdonar 70 veces 7 y estar dispuestos a “volver a empezar” todas las veces que sea necesario en pro de un mundo mejor. No es para aferrarse a las formas externas sino para dejar que el Espíritu “renueve la faz de la tierra” (Salmo 104, 30) y “haga nuevas todas las cosas” (Ap 21,5). El magisterio del papa Francisco -sus exhortaciones y encíclicas- traen un mensaje renovado, unas perspectivas mucho más integrales e integradoras, mucho más comprometidas con la vida -lo que en verdad le interesa a Dios- y no tanto con el “culto” que parece que es lo único que interesa a algunos círculos creyentes. En fin, sea lo que sea, el que ahora haya menos miembros en la Iglesia no es porque Dios no esté convocando, es porque nosotros no somos capaces de “refrescar” la vida, la fe, la esperanza, el amor. Si dejáramos entrar al espíritu de Jesús, con certeza, se renovaría la faz de la Iglesia y así muchos podrían ver una Iglesia que apuesta por la vida y, la vida de todos, “sin miedo a herirse, mancharse, equivocarse” (Evangelii Gaudium n. 44).

 

 

 

 

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