ORAR
LA VIDA
Una amiga que lee esta página cada mes, me dijo hace unos días -en
broma- que me iba a cobrar ‘derechos de autor’ porque una de las reflexiones
hechas en este espacio, correspondía a un hecho vivido por ella. Tiene razón
porque siempre escribo sobre algo que me ha impactado de mi vida o de la vida
de los otros. En efecto, todo lo que vivimos, cuando lo reflexionamos, nos da
muchas enseñanzas. En realidad, eso era lo que hacía Jesús, tomaba ejemplos de
la vida cotidiana y, a partir de ahí, hablaba de Dios a sus contemporáneos. En
eso consisten las parábolas: la oveja perdida, la semilla que crece, el tesoro
que se encuentra, la red repleta de peces, el grano de mostaza, el trigo y la
hierba mala, etc., no son más que ejemplos sencillos a través de los cuales
Jesús enseñaba que Dios es misericordioso, que él siempre está presente, que su
acción puede pasar desapercibida pero que es actuante, que él busca vencer el
mal a fuerza de bien, etc. Ninguna imagen dice todo lo que Dios “es”, pero
cualquier imagen nos enseña mucho sobre Dios.
Pues bien, los hechos de
nuestra vida deberían ser materia de nuestra oración. Muchas veces en ella
pedimos por nosotros, por las situaciones que vivimos, por los problemas de los
amigos, etc., y todo eso está muy bien. Sin embargo, la oración es ante todo, un
“diálogo”, es decir, un hablar y un escuchar, un pedir y un recibir, un acoger
y un entregar.
¿Cómo no sólo pedir sino
también escuchar a Dios? La Palabra de Dios, sin duda, es un medio privilegiado
para el encuentro con él pero también son igualmente importantes, los
acontecimientos que pasan en nuestra vida y en la de los otros.
En la oración podemos
recordar lo vivido durante el día y simplemente preguntarle al Señor: ¿Cómo
te hiciste presente en este acontecimiento? ¿Qué me quisiste decir
con esto? Estas son preguntas que tal vez ya las hacemos pero que podríamos
hacerlas en la oración de cada día y descubrir así la manera real y fuerte como
Dios actúa y está presente en todo lo que vivimos.
La experiencia cristiana nos
lleva a ver todo con los ojos de la fe, es decir, a buscar y descubrir la
presencia de Dios en todo y a dejarnos enseñar, dejarnos conducir y, sobre todo,
abrirnos a los nuevos horizontes que la vida nos trae. La oración es diálogo
que nos puede cambiar por dentro, cuando encontramos el sentido de las
situaciones que vivimos. Pero se necesita volver sobre nuestra vida, meditarla,
reflexionarla, no para darnos la razón o para justificar nuestras acciones,
porque ¡atención! ese peligro también existe, sino para preguntarle al Señor qué podemos aprender de cada situación y cómo
él hubiera actuado en ella. En fin, las enseñanzas son innumerables y la
vida es siempre una parábola capaz de enseñarnos cosas nuevas.
Acostumbrémonos a tomar como
materia de oración nuestra vida. Con seguridad nos entenderemos más a nosotros
mismos, entenderemos a los otros y encontraremos alguna “salida” a todas las
situaciones. En este horizonte, la Palabra de Dios dará mucho fruto porque es
“semilla que cae en tierra buena” (Mt 13,8) y no haremos dicotomías entre la
oración y la vida, entre pedirle a Dios solución a nuestros problemas y no
hacer nada de nuestra parte para cambiar actitudes, posturas, sentimientos y
decisiones.
“No digan muchas palabras
como hacen los paganos (Mt 6, 7) nos dice Jesús al hablarnos de la oración. Por
el contrario, “cierra la puerta y reza a tu Padre que comparte tus secretos”
(Mt 6,6). Ese contemplar la vida con lo que conlleva y que Dios conoce, nos
revelará su presencia en nuestra propia existencia.
La oración es diálogo
transformador. Con humildad pidámosle al Señor que nos enseñe a “orar la vida”
para que cambiemos y crezcamos cada día. Nuestra realidad necesita ser
transformada y nuestra vida es un “necesario” punto de partida.
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