Mirar al mundo desde
las víctimas para elegir al próximo presidente
Olga Consuelo Vélez
Estamos a un mes de las elecciones presidenciales en
Colombia. Se intensifica, por tanto, el tiempo de campaña y los ánimos se
encienden ante la necesidad de decidir por quién votar. Tendría que ser un
tiempo de reflexión sobre las propuestas de cada uno de los candidatos. Sin
embargo, esto no se hace con la suficiente dedicación porque en la política,
como en otros aspectos de la vida, priman los sentimientos antes que la razón (no
es que no haya que ponerle sentimiento a la política, pero se necesita un sano
equilibrio para una correcta decisión).
Por esto, las expresiones espontáneas que la gente hace
sobre los candidatos, se mueven más -al nivel de los afectos, imaginarios, slogans-,
que sobre las propuestas de gobierno que proponen. Y, cuando se aduce a algunas
de estas propuestas, están bastante mediatizadas por lo que los medios de
comunicación transmiten que, casi siempre, las descalifican o distorsionan
porque les interesa posicionar a un candidato y denigrar de los otros. De ahí
que sea tan difícil hablar de política porque, muchas veces, no se esgrimen
razones sólidas sino este nivel de afectos que, casi siempre, no admite diálogo
porque no se está dispuesto a ceder por ningún motivo. Afortunadamente existen
excepciones y por eso vemos a personas abiertas a cambiar sus opciones y, en
concreto para estas elecciones, me sorprende gratamente la conciencia política de
muchos jóvenes que “no están comiendo cuento” -como decimos los colombianos-;
sino que aducen razones para determinarse por qué candidato votar. Ojalá que
sean muchos más, no solo jóvenes sino también adultos los que se abran a lo que
necesita el país y se comprometan conscientemente con ello.
De todas maneras, no sobra insistir, desde la perspectiva de
la doctrina social de la Iglesia, algunos de los criterios que podrían iluminar
nuestra opción electoral y, para esto, la Encíclica Fratelli tutti (2020)
del papa Francisco, tiene total vigencia. La propuesta que atraviesa la encíclica
es precisamente la que se expresa en el título: “Hermanos/as todos”. Es la propuesta
del reino de Dios anunciado por Jesús y es, en definitiva, lo central de la fe
que profesamos. Sin detenernos ante los caídos en el camino y encargarnos de socorrerlos
hasta que se recuperen totalmente (parábola del Buen Samaritano Lc 10, 25-37),
no podemos decir que vivimos la fe cristiana porque en esto se concreta el amor
a Dios o, en otras palabras, el bien común que, precisamente, es el objetivo de
toda política.
La Encíclica afirma que la amistad social y la fraternidad
universal no consisten solamente en actitudes individuales, sino que han de ser
actitudes políticas y estructurales. Es decir, cuando el cristiano dice que
quiere vivir la fraternidad no puede limitarla a amar a los suyos y a ayudar a
unos cuantos pobres que encuentra en su camino. Esa fraternidad ha de
encarnarse en las estructuras sociopolíticas y económicas en las que vive. De
ahí que pensar en el bien común implica pensar en un proyecto de economía que
no produzca víctimas: “ni una sola persona descartada”.
Por eso la encíclica, al referirse a la prioridad de la vida,
señala la necesidad de luchar contra las causas estructurales de la pobreza, la
desigualdad, la falta de trabajo, de tierra, de vivienda, de negación de los
derechos sociales y laborales. Supone enfrentar los destructores efectos del
imperio del dinero. Es exigir tierra, techo y trabajo, condiciones que hacen
posible el camino hacia la paz. Es notoria la fuerza que el papa le ha dado en
su pontificado (y que lo reafirma en esta encíclica) a los movimientos y a los
líderes populares. Ellos encarnan los sueños colectivos del pueblo. Y la
política ha de responder a estos sueños colectivos.
Francisco continúa denunciando que las visiones liberales
rechazan la categoría pueblo porque tienen una visión individualista y acusan
de populistas a los que defienden los derechos de los más débiles. Más aún
afirma que la política no ha de hacerse para los pobres sino con los pobres,
porque sin ellos la democracia se atrofia, se convierte en un nominalismo, una
formalidad, pierde representatividad, se va desencarnando porque deja afuera al
pueblo en su lucha cotidiana por su dignidad, por la construcción de su destino.
Al referirse a la propiedad privada, recuerda que previo a este derecho está el
destino universal de los bienes, colocándola como un derecho natural secundario.
La encíclica no habla de “polarizaciones” -término tan
esgrimido en la actual contienda política- pero si aboga por la cultura del
encuentro que no tiene nada que ver con estar en una postura neutra (lo cual es
imposible) sino en encontrarse con el pueblo, quien es el sujeto de dicha
cultura, y que exige no callar las reivindicaciones sociales porque si se
pretende vivir como si los pobres no existieran y no se resuelven
estructuralmente las casusas de su pobreza, no será posible la paz. En este
sentido, la paz exige la verdad y la memoria histórica porque el pueblo tiene
derecho a saber lo que pasó. Todo esto supone la justicia, la reconciliación,
el perdón, el ser capaces de volver a empezar desde los últimos, desde las
víctimas. Las religiones juegan un papel fundamental si en verdad contribuyen al
bien común y a la promoción de los más pobres y, con mucha más razón, a la
construcción de la paz. Ninguna religión debería admitir la intolerancia, la
guerra, ni los sentimientos de odio.
En conclusión, leer esta encíclica con detenimiento, haría
mucho bien a los creyentes. Y aunque sea difícil dejar ese nivel de los afectos
que señalé al inicio, vivimos en un país que ha sido gobernado por la derecha,
por las clases altas y, desafortunadamente, la iglesia institucional y muchos
que se dicen creyentes, han estado casi siempre apoyando esa visión de país, de
política, de economía, de sociedad. Por alguna razón que no acaba de
entenderse, la institución eclesial cree que aliarse a este tipo de política
garantiza los valores cristianos. Pero eso nunca se ha cumplido. La política
que hemos vivido ha mantenido y profundizado la pobreza de las mayorías.
Colombia se considera una de las naciones del continente con más injusticia
social. ¿No será hora de promover un cambio? ¿de intentar caminos distintos? ¿de
sentirnos pueblo (que de hecho lo somos, pero un pueblo con mentalidad clasista
que no quiere ser confundido con el pueblo) y exigir cambios estructurales que
garanticen la vida para los más pobres? ¿No será hora de “no comer cuento” y
aliarnos al pueblo pobre que, aunque creemos que siempre se deja comprar el
voto por una migaja, cada vez está más empoderado para luchar por sus derechos
y exigir una política que responda a sus necesidades?
Ningún candidato tiene un programa perfecto. Ninguno logrará
cambiar en cuatro años la injusticia estructural tan arraigada en nuestra
patria y que además depende de muchas variables internas y externas. Todos nos pueden
defraudar con el paso del tiempo. Pero sí hay programas mejores que otros. Sí
hay candidatos que miran el mundo desde las víctimas y que han compartido esa
misma condición y hablan con la autoridad de su origen y sus luchas. Sí hay
programas que apuntan más al cuidado de la creación, al cumplimiento de los
acuerdos de paz, al compromiso con la vida. Falta, por supuesto, liberarnos de
tantos imaginarios falsos que continuamente nos asedian y desde la fe que
decimos profesar “escuchar” el clamor de los pobres y elegir al candidato que
nos parezca que, efectivamente, piensa más en el bien común. Esta es nuestra
responsabilidad como creyentes y no podemos evadirla.
Nota: no es de extrañar que Francisco tenga enemigos dentro
de la misma Iglesia. Su mensaje es contundente. Nos pide mirar el mundo desde
los últimos, totalmente coherente con el reino de Dios anunciado por Jesús, a
quién ya le dijeron sus discípulos: “Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?”
(Jn 6, 60).
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