miércoles, 20 de abril de 2022

 

Mirar al mundo desde las víctimas para elegir al próximo presidente

 

Olga Consuelo Vélez

 

Estamos a un mes de las elecciones presidenciales en Colombia. Se intensifica, por tanto, el tiempo de campaña y los ánimos se encienden ante la necesidad de decidir por quién votar. Tendría que ser un tiempo de reflexión sobre las propuestas de cada uno de los candidatos. Sin embargo, esto no se hace con la suficiente dedicación porque en la política, como en otros aspectos de la vida, priman los sentimientos antes que la razón (no es que no haya que ponerle sentimiento a la política, pero se necesita un sano equilibrio para una correcta decisión).

Por esto, las expresiones espontáneas que la gente hace sobre los candidatos, se mueven más -al nivel de los afectos, imaginarios, slogans-, que sobre las propuestas de gobierno que proponen. Y, cuando se aduce a algunas de estas propuestas, están bastante mediatizadas por lo que los medios de comunicación transmiten que, casi siempre, las descalifican o distorsionan porque les interesa posicionar a un candidato y denigrar de los otros. De ahí que sea tan difícil hablar de política porque, muchas veces, no se esgrimen razones sólidas sino este nivel de afectos que, casi siempre, no admite diálogo porque no se está dispuesto a ceder por ningún motivo. Afortunadamente existen excepciones y por eso vemos a personas abiertas a cambiar sus opciones y, en concreto para estas elecciones, me sorprende gratamente la conciencia política de muchos jóvenes que “no están comiendo cuento” -como decimos los colombianos-; sino que aducen razones para determinarse por qué candidato votar. Ojalá que sean muchos más, no solo jóvenes sino también adultos los que se abran a lo que necesita el país y se comprometan conscientemente con ello.

De todas maneras, no sobra insistir, desde la perspectiva de la doctrina social de la Iglesia, algunos de los criterios que podrían iluminar nuestra opción electoral y, para esto, la Encíclica Fratelli tutti (2020) del papa Francisco, tiene total vigencia. La propuesta que atraviesa la encíclica es precisamente la que se expresa en el título: “Hermanos/as todos”. Es la propuesta del reino de Dios anunciado por Jesús y es, en definitiva, lo central de la fe que profesamos. Sin detenernos ante los caídos en el camino y encargarnos de socorrerlos hasta que se recuperen totalmente (parábola del Buen Samaritano Lc 10, 25-37), no podemos decir que vivimos la fe cristiana porque en esto se concreta el amor a Dios o, en otras palabras, el bien común que, precisamente, es el objetivo de toda política.

La Encíclica afirma que la amistad social y la fraternidad universal no consisten solamente en actitudes individuales, sino que han de ser actitudes políticas y estructurales. Es decir, cuando el cristiano dice que quiere vivir la fraternidad no puede limitarla a amar a los suyos y a ayudar a unos cuantos pobres que encuentra en su camino. Esa fraternidad ha de encarnarse en las estructuras sociopolíticas y económicas en las que vive. De ahí que pensar en el bien común implica pensar en un proyecto de economía que no produzca víctimas: “ni una sola persona descartada”.

Por eso la encíclica, al referirse a la prioridad de la vida, señala la necesidad de luchar contra las causas estructurales de la pobreza, la desigualdad, la falta de trabajo, de tierra, de vivienda, de negación de los derechos sociales y laborales. Supone enfrentar los destructores efectos del imperio del dinero. Es exigir tierra, techo y trabajo, condiciones que hacen posible el camino hacia la paz. Es notoria la fuerza que el papa le ha dado en su pontificado (y que lo reafirma en esta encíclica) a los movimientos y a los líderes populares. Ellos encarnan los sueños colectivos del pueblo. Y la política ha de responder a estos sueños colectivos.

Francisco continúa denunciando que las visiones liberales rechazan la categoría pueblo porque tienen una visión individualista y acusan de populistas a los que defienden los derechos de los más débiles. Más aún afirma que la política no ha de hacerse para los pobres sino con los pobres, porque sin ellos la democracia se atrofia, se convierte en un nominalismo, una formalidad, pierde representatividad, se va desencarnando porque deja afuera al pueblo en su lucha cotidiana por su dignidad, por la construcción de su destino. Al referirse a la propiedad privada, recuerda que previo a este derecho está el destino universal de los bienes, colocándola como un derecho natural secundario.

La encíclica no habla de “polarizaciones” -término tan esgrimido en la actual contienda política- pero si aboga por la cultura del encuentro que no tiene nada que ver con estar en una postura neutra (lo cual es imposible) sino en encontrarse con el pueblo, quien es el sujeto de dicha cultura, y que exige no callar las reivindicaciones sociales porque si se pretende vivir como si los pobres no existieran y no se resuelven estructuralmente las casusas de su pobreza, no será posible la paz. En este sentido, la paz exige la verdad y la memoria histórica porque el pueblo tiene derecho a saber lo que pasó. Todo esto supone la justicia, la reconciliación, el perdón, el ser capaces de volver a empezar desde los últimos, desde las víctimas. Las religiones juegan un papel fundamental si en verdad contribuyen al bien común y a la promoción de los más pobres y, con mucha más razón, a la construcción de la paz. Ninguna religión debería admitir la intolerancia, la guerra, ni los sentimientos de odio.

En conclusión, leer esta encíclica con detenimiento, haría mucho bien a los creyentes. Y aunque sea difícil dejar ese nivel de los afectos que señalé al inicio, vivimos en un país que ha sido gobernado por la derecha, por las clases altas y, desafortunadamente, la iglesia institucional y muchos que se dicen creyentes, han estado casi siempre apoyando esa visión de país, de política, de economía, de sociedad. Por alguna razón que no acaba de entenderse, la institución eclesial cree que aliarse a este tipo de política garantiza los valores cristianos. Pero eso nunca se ha cumplido. La política que hemos vivido ha mantenido y profundizado la pobreza de las mayorías. Colombia se considera una de las naciones del continente con más injusticia social. ¿No será hora de promover un cambio? ¿de intentar caminos distintos? ¿de sentirnos pueblo (que de hecho lo somos, pero un pueblo con mentalidad clasista que no quiere ser confundido con el pueblo) y exigir cambios estructurales que garanticen la vida para los más pobres? ¿No será hora de “no comer cuento” y aliarnos al pueblo pobre que, aunque creemos que siempre se deja comprar el voto por una migaja, cada vez está más empoderado para luchar por sus derechos y exigir una política que responda a sus necesidades?

Ningún candidato tiene un programa perfecto. Ninguno logrará cambiar en cuatro años la injusticia estructural tan arraigada en nuestra patria y que además depende de muchas variables internas y externas. Todos nos pueden defraudar con el paso del tiempo. Pero sí hay programas mejores que otros. Sí hay candidatos que miran el mundo desde las víctimas y que han compartido esa misma condición y hablan con la autoridad de su origen y sus luchas. Sí hay programas que apuntan más al cuidado de la creación, al cumplimiento de los acuerdos de paz, al compromiso con la vida. Falta, por supuesto, liberarnos de tantos imaginarios falsos que continuamente nos asedian y desde la fe que decimos profesar “escuchar” el clamor de los pobres y elegir al candidato que nos parezca que, efectivamente, piensa más en el bien común. Esta es nuestra responsabilidad como creyentes y no podemos evadirla.

Nota: no es de extrañar que Francisco tenga enemigos dentro de la misma Iglesia. Su mensaje es contundente. Nos pide mirar el mundo desde los últimos, totalmente coherente con el reino de Dios anunciado por Jesús, a quién ya le dijeron sus discípulos: “Es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?” (Jn 6, 60).

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.