Por una vida consagrada
más simple, más libre, más de Dios
Olga Consuelo Vélez
Juan Pablo II, en 1997, instituyó
las Jornadas Mundiales de la Vida Consagrada, a celebrarse cada 2 de febrero, fiesta de la Presentación del
Señor, con el objetivo, según lo expresó en su mensaje para la primera jornada,
de “valorar cada vez más el testimonio
de quienes han elegido seguir a Cristo de cerca mediante la práctica de los
consejos evangélicos y, al mismo tiempo, una ocasión para que las personas
consagradas renueven los propósitos y sentimientos que han de inspirar su
entrega al Señor”.
Este año será la XXVII Jornada
Mundial y en el Vaticano no será presidida por el Papa Francisco ya que está en
la República Democrática del Congo y en Sudán del Sur, en su cuarto viaje
apostólico al continente africano, sino por el Prefecto del Dicasterio para los
Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, el cardenal João
Braz de Aviz quien en una carta que firma junto con el arzobispo secretario,
José Rodríguez Carballo, invitan a la vida consagrada a “ensanchar la tienda”,
con el estilo de Dios que es “cercanía, compasión y ternura” y preguntándose,
entre otras cosas, “si se invoca al Espíritu con fuerza y perseverancia para
que reavive en el corazón de cada persona consagrada el fuego misionero, el
celo apostólico, la pasión por Cristo y por la humanidad” (Vatican News,
27-01-2023).
Por su parte la Confederación Latinoamericana
de Religiosos (CLAR) ha ofrecido un recurso orante con el lema “Desde el
amanecer hasta el ocaso caminamos en esperanza”. La vida consagrada del
continente quiere mantener la escucha al Espíritu para oír los clamores de nuestros
pueblos y responder a ellos.
Efectivamente, la vida consagrada
entendida como un don de Dios para el mundo es una riqueza para el mundo.
Muchas son las personas que a lo largo de la historia han sentido ese llamado
fuerte a dedicar su vida al servicio de los demás, desde diversos carismas, y
hay miles de testimonios que edifican, animan, interpelan, convocan, impulsan a
seguir esos mismos caminos. Sin embargo, en estos tiempos las vocaciones disminuyen
y no dicen tanto a los contemporáneos. Muchos estudios se hacen para entender
el fenómeno y muchos esfuerzos se consolidan para buscar atraer a más jóvenes.
Personalmente considero que
varias cosas hay que tener en cuenta. Los tiempos cambian y eso es una realidad
irreversible. Por tanto, no es de extrañar que los signos de un tiempo no
significan lo mismo para otro tiempo. Y no porque el Espíritu se vaya de
nuestra historia sino porque tal vez no sabemos buscarlo allí donde hoy se
manifiesta con más fuerza. Y, en ese sentido, las estructuras de la vida
religiosa -especialmente la femenina- cada vez dicen menos a jóvenes que en
este tiempo valoran mucho más la autonomía, la globalización, la tecnología, la
pluralidad, la ciencia, los derechos humanos, la justicia social, la dignidad
humana. No es que el tiempo pasado sea mejor, simplemente, es distinto. De ahí
que no hay que extrañar que haya cada vez menos jóvenes que se ciñen a estructuras
de autoridad, a una disponibilidad entendida como renuncia a desarrollos
propios, a una afectividad inmadura o a una visión del mundo uniforme. Y esto
no significa que no tengan fe o no sientan un llamado al servicio de los demás.
Simplemente esa llamada no logra realizarse en ese tipo de estructuras. Y aunque
hay esfuerzos y algunas comunidades lo hayan conseguido, en muchos casos no
acaban de transformarse. Y por eso, las tensiones comunitarias son bastantes,
hay movimientos de apertura, pero también muchos miedos que producen nuevas
involuciones.
Ni todo carisma puede perdurar en
el tiempo sin actualizarse, ni los modelos de vida religiosa que tuvieron tanto
éxito en un tiempo, permanecen vigentes para siempre. Posiblemente hay que reconocer
con humildad que algunas comunidades cumplieron su ciclo y han de fusionarse
(esto lo está pidiendo el Papa a varias comunidades) y que las que perduran han
de centrarse más en la misión a realizar que en la autopreservación de la
comunidad. Y la misión convoca a todo el pueblo de Dios -laicado, vida
consagrada, clero- uniendo fuerzas para hacer presente el Reino y no
gastándolas en la salvaguarda de estructuras cada vez más anquilosadas.
Por supuesto servir al Reino de
Dios ha de hacerse “ligero de equipaje”, pero lamentablemente, el paso de los
años ha dado tantos bienes a las comunidades religiosas que ya no se sabe si se
trabaja para preservarlos o para la misión y, por otra parte, muchas veces el
criterio para el trabajo pastoral de la comunidad no es la necesidad de la
gente sino los intereses de la comunidad que tiene sus planes preconcebidos.
Creo que estos tiempos reclaman
esa vuelta a los orígenes -de lo que ya se habló con Vaticano II- donde las
comunidades pequeñas surgían respondiendo a las necesidades concretas del
momento y se hacían con la frescura, libertad y disposición que da la libertad
de estructuras y las relaciones interpersonales que son posibles en grupos
pequeños, que confluyen en similares sentires ante los clamores que escuchan.
Muchas otras cosas es necesario
seguir pensando para la renovación de la vida consagrada. Pero digamos una más:
la vida consagrada femenina si no camina al ritmo de la conciencia que hoy
tienen las mujeres sobre ellas mismas, sus demandas y sus búsquedas, no creo
que tenga demasiado futuro. Feminismo y vida consagrada han de ir de la mano
porque esas “Mujeres del Alba” (como ha denominado la CLAR su horizonte
inspirador 2022-2025) han de ser mujeres de este presente, con esa conciencia clara
de su dignidad, de sus derechos, de su liberación frente a los estereotipos que
la sociedad patriarcal les ha atribuido y que también están presentes en la
iglesia clerical de la que forman parte.
“El dueño de la mies” (Lc 10,2) sigue
presente en cada persona que trabaja por el bien común y en tantos jóvenes que
en nuestros países latinoamericanos están comprometidos con el cambio y la
justicia social. Tal vez son tiempos en que la vida consagrada camine más de
cerca de los movimientos sociales que, a fin de cuentas, son los que hacen
posible que saboreemos el reino de Dios en el aquí y ahora de nuestra historia.
Una espiritualidad de ojos abiertos es imprescindible y la dedicación al reino,
lo único esencial. Tal vez desde allí se transformen las estructuras y la vida
consagrada se haga más simple, más pobre, más de Dios.
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