Un lenguaje
coherente con un testimonio eclesial creíble
Olga Consuelo Vélez
En estos tiempos se ha tomado
conciencia de la importancia del lenguaje porque este no es neutro. El lenguaje
crea realidad y modela nuestro mundo, nuestra vida. La fuerza del patriarcado
ha estado también en el lenguaje masculino que lo sostiene. Por eso, una de las
luchas actuales es por un lenguaje “inclusivo”, es decir, que incluya a las
mujeres, las visibilice, normalizando que hablar en femenino es tan normal como
hablar en masculino. Por poner un ejemplo, si en una sala hay pocas mujeres y muchos
varones se dice “nosotros” y es aceptado tranquilamente pero cuando hay pocos
varones y muchas mujeres y se dice “nosotras”, hay una sensación de que se ha
ofendido a los pocos varones allí presentes, y se hace rápidamente la
corrección: nosotras y nosotros.
Por eso, aunque a muchas personas
les parece innecesaria esta reflexión sobre el lenguaje, en realidad, es imprescindible,
también para derrocar al patriarcado y para acostumbrarnos a oír que hay
“teólogas” (y no sólo teólogos), “presidentas” (y no solo presidentes), juezas
(y no solo jueces) y así, sucesivamente, tantas profesiones y tantos espacios que
son ejercidos por mujeres, pero que, al no nombrarlas, seguimos invisibilizando
todo este mundo femenino, ya presente en
las esferas que tradicionalmente solo habían sido ocupadas por varones.
Sobre el lenguaje inclusivo se
han escrito muchas cosas y no faltan los que, invocando a la Real Academia de
la Lengua, se oponen a tal lenguaje porque creen que daña el idioma y que no
hace falta. Parece que el idioma es propiedad de tal entidad y olvidan que el
lenguaje es algo vivo que expresa la vida concreta y por eso cambia, como
cambian las personas, los contextos, las situaciones.
Pero este aspecto del lenguaje
inclusivo no es el único que vale la pena comentar. También es bueno revisar el
lenguaje que se usa en los ámbitos eclesiales, preguntándonos si, realmente es
el más adecuado. Cabe anotar que en la iglesia como, en la sociedad, existen
protocolos que “obligan” a seguirlos, so pena de cometer faltas contra lo
establecido y no ser bien visto. Ahora bien, todo protocolo es fruto de
decisiones humanas que por circunstancias concretas se estableció para
garantizar cierto orden y jerarquía, tal vez necesario para mantener las
relaciones sociales. Sin embargo, mirándolo desde el punto de vista del
testimonio, se pueden hacer preguntas legítimas. En verdad ¿es necesario usar
títulos nobiliarios como excelencia, eminencia, santidad, monseñor, etc., para
relacionarnos en los ámbitos eclesiales? ¿no sería más del evangelio dejar el
uso de títulos nobiliarios para ámbitos civiles (aunque también sería bueno
erradicarlos), pero no usarlos en los espacios eclesiales, donde se pretende
vivir la igualdad fundamental de todos los bautizados? aquello de no ser
servido sino servir, ¿puede entenderse con esa manera de nombrar a los
ministros ordenados? Sinceramente cada vez resulta más contrario al evangelio
seguir manteniendo dichos títulos, en estos tiempos donde la gente se aleja de
la iglesia, por muchas causas, pero también por ese estilo tan clerical,
clasista, elitista, que muchos clérigos exigen. No puede ser normal que la mamá
de un jerarca ya no llame a su hijo por el nombre, una vez que es ordenado
-como lo he visto en algunas diócesis- o que después de años de tratar a un
seminarista por su nombre propio, haya que comenzar a usar dichos títulos,
cuando recibe el ministerio ordenado, porque lo exige y se ofende si no se le
llama de esa forma.
La iglesia no debería olvidar que
el seguimiento de Jesús implica que “ya no hay que dejase llamar Rabbi, porque
solo uno es el Maestro y todos son hermanos y hermanas; ni llamar a nadie Padre
porque solo uno es el Padre, el del cielo (Mt 23, 8.9). Conviene, por lo menos,
pensar todo esto, para que el lenguaje no traicione lo que se pretende
testimoniar.
Siguiendo con esto del lenguaje
en los ámbitos eclesiales, también hay otros títulos que se usan en la vida
religiosa tales como, madre superiora, responsable, madre maestra, superior, reverenda
madre o reverendo padre, etc., que también podrían revisarse. Hay comunidades
que ya lo han hecho y se tratan con mucha naturalidad, pero todavía faltan
muchas otras. Fuera de crear esas jerarquías entre quienes deberían ser hermanos
y hermanas -comunidad de Jesús-, esos títulos oídos desde el ámbito civil
resultan bastante llamativos. Pareciera que se le quita la autonomía que
debería tener toda persona -incluidos los religiosos y religiosas- cuando invocan
la voluntad de sus superiores para no poder tomar una determinada decisión en
asuntos cotidianos o cuando incluso los invocan para justificar las decisiones
sobre su vida en el futuro inmediato. Aunque se hacen esfuerzos en la vida
religiosa por practicar el discernimiento y la llamada “obediencia responsable”,
el lenguaje muestra, muchas veces, que las decisiones son de arriba para abajo
y que el sujeto que las aplica se siente realmente mandado, dirigido, obligado.
En conclusión, como dijimos al
principio, el lenguaje no es neutro y configura nuestra vida y nuestras
instituciones. Si la Iglesia quiere dar testimonio de sinodalidad, de
fraternidad/sororidad, de servicio y sencillez, no puede dejar de revisar su
lenguaje, buscando que exprese mejor la coherencia con lo que ella aspira a
ser.
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